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PRÓLOGO La conclusión del siglo XX proporciona a los bahá’ís una perspectiva
privilegiada. Durante los pasados cien años nuestro mundo se ha visto sometido
a cambios de una hondura jamás conocida en la historia, cambios que, en su
mayor parte, apenas son conocidos por las presentes generaciones. Estos mismos
cien años han dado fe de cómo la Causa bahá’í surgía de la oscuridad para
demostrar, a escala global, el poder integrador de que le dotaba su origen
divino. Al cerrarse el siglo, la confluencia de estos dos acontecimientos
históricos resulta aún más patente. El Siglo de la Luz, preparado bajo nuestra supervisión, pasa
revista a estos dos procesos y a la relación que los une en el contexto de las
Enseñanzas bahá’ís. Lo encomendamos al estudio meditado de los amigos, en la
confianza de que las perspectivas que abre se demostrarán espiritualmente
fecundas y una ayuda práctica a la hora de compartir con los demás las
impresionantes implicaciones de la Revelación que aporta Bahá’u’lláh. La Casa Universal
de Justicia Naw-Rúz, 158 e.b EL SIGLO DE LA LUZ El siglo XX, el
más turbulento de la historia humana, ha llegado a su fin. Aturdidos por el
agravamiento del caos moral y social que ha identificado su curso, el conjunto
de los pueblos del mundo ansían relegar al recuerdo los sufrimientos de todas
estas décadas pasadas. No importa cuán frágiles sean los cimientos que
sustentan la esperanza en un futuro, ni cuán enormes los peligros que acechan,
la humanidad parece creer desesperadamente que, mediante alguna conjunción
fortuita de circunstancias, podrá no obstante embridar sus designios para
conformarlos a sus propios deseos dominantes. A la luz de las enseñanzas de Bahá’u’lláh tales esperanzas no sólo son
ilusorias, sino que pierden de vista por completo la naturaleza y significado
del gran punto de inflexión por el que ha atravesado el mundo en estos cien
años decisivos. Únicamente en la medida en que la humanidad llegue a comprender
los alcances de lo ocurrido durante este período histórico será capaz de hacer
frente a los desafíos que se extienden ante ella. El valor de la aportación que
como bahá’ís podemos realizar al proceso exige que nosotros mismos comprendamos
el significado de la transformación histórica forjada durante el siglo XX. Lo que posibilita esta percepción, en nuestro caso, es la luz derramada por
el Sol naciente de la Revelación de Bahá’u’lláh y la influencia que ésta ha
llegado a ejercer en los asuntos humanos. Las siguientes páginas responden a
esta oportunidad. I Reconozcamos
desde un principio la magnitud de la catástrofe que la raza humana ha llegado a
infligirse durante el período histórico que examinamos. Incalculables son las
pérdidas en vidas humanas. La desintegración de las instituciones fundamentales
del orden social; la violación -más aún, el abandono- de las normas de
decencia; la traición de las conciencias, subyugadas por ideologías tan
raquíticas como huecas; la invención y el despliegue de armas monstruosas de
aniquilación masiva; la quiebra de naciones enteras y el sometimiento de
grandes muchedumbres a una pobreza desesperanzada; la destrucción temeraria del
medio ambiente; tales constituyen tan sólo algunas de las muestras más
evidentes del catálogo de horrores desconocidos incluso en las edades más
aciagas del pasado. El mero hecho de mencionarlas trae al recuerdo los avisos
divinos expresados hace un siglo por boca de Bahá’u’lláh: “¡Oh desatentos!
Aunque los portentos de Mi Misericordia abarcan todas las cosas creadas, tanto
visibles como invisibles, y aunque las revelaciones de Mi gracia y munificencia
han calado en cada átomo del universo, no obstante la vara con la que puedo
escarmentar al malvado es aflictiva, y la fiereza de Mi furia contra ellos,
terrible”.[1] A fin de evitar que ningún observador de la Causa se viera tentado de
desnaturalizar tales avisos tomándolos por simple metáfora, Shoghi Effendi, al
extraer algunas de las implicaciones históricas, escribía en 1941: Una tempestad de violencia sin precedentes, de
rumbo imprevisible, y de efectos catastróficos inmediatos, de resultados
finales inimaginablemente gloriosos, barre en la actualidad la faz de la
tierra. La fuerza que la impulsa aumenta inexorablemente en extensión e ímpetu.
Su poder de purificación, aunque inadvertido, crece día a día. La humanidad,
atrapada en las garras de su fuerza arrolladora, se siente desconcertada ante
las pruebas de su irresistible furia. No puede percibir su origen, ni su
significación, ni discernir su resultado. Perpleja, angustiada e impotente, ve
cómo este grande y poderoso vendaval de Dios invade las más lejanas y más
hermosas regiones de la tierra, sacude sus cimientos, trastorna su equilibrio,
divide sus naciones, destruye los hogares de sus pueblos, arrasa sus ciudades,
envía al exilio a sus reyes, derriba sus baluartes, desarraiga sus
instituciones, oscurece su luz y atormenta las almas de sus habitantes.[2] * Desde el punto de vista de la riqueza e influencias, “el mundo” de 1900 lo
constituía Europa y, bien que a regañadientes, Estados Unidos. En todo el
planeta, el imperialismo occidental iba en pos de lo que consideraba su “misión
civilizadora” entre las poblaciones de otros países. En palabras de un
historiador, el primer decenio del siglo presentaba visos de ser en esencia una
continuación del “dilatado siglo XIX” [3], una era cuya desbordante
autocomplacencia iba a hallar su epítome en los actos con que en 1897 se
celebraron las bodas de diamante de la Reina Victoria, efeméride que vio cómo
las calles de Londres acogían durante horas el mayor desfile y despliegue de
panoplia y poderío militares jamás presenciados por civilización alguna. Al iniciarse el siglo, pocos eran, fuera cual fuere su sensibilidad social
o moral, los que podían presentir las catástrofes que se avecinaban, y pocos,
si es que los hubo, quienes podían concebir su magnitud. Las jefaturas
militares de los estados mayores de una mayoría de las naciones europeas daban
por sentado que habría algún estallido bélico de uno u otro tipo, pero
contemplaban esta perspectiva con ánimo sereno debido
a dos firmes convicciones: la contienda sería corta y... la ganarían ellos. En
un grado que podía parecer poco menos que milagroso, el movimiento
internacional por la paz había conseguido el apoyo de hombres de estado,
industriales, eruditos, medios de difusión, y aun de personalidades influyentes
y tan insólitas como el propio Zar de Rusia. Aunque el incremento desmesurado
de armamentos parecía ominoso, la red laboriosamente entretejida y a menudo
imbricada de alianzas parecía garantizar que podría evitarse una conflagración
general y que se resolverían las contiendas regionales, tal como había venido
sucediendo a lo largo del siglo anterior. Esta ilusión quedaba reforzada por el
hecho de que las testas coronadas de Europa, la mayoría de ellas miembros de
una misma amplia familia, y muchas de ellas en ejercicio de un poder político
en apariencia decisivo, se trataban mutuamente por sus apodos, se cruzaban
correspondencia íntima, se daban sus hijas y hermanas en matrimonio, compartían
vacaciones durante largos períodos del año en que disfrutaban de los castillos,
regatas y cotos de caza de unos y de otros. Más aún, las penosas disparidades
en la distribución de la riqueza de las sociedades occidentales habían sido
objeto de esmerada atención -si bien no muy sistemática- mediante legislacion
destinadas a atajar lo peor de los despidos corporativos, característicos de
los decenios anteriores, y a atender las demandas más urgentes de las
crecientes poblaciones urbanas. Por ese mismo entonces, la inmensa mayoría de la familia humana, situada
fuera de la órbita del mundo occidental, compartía pocas de las bendiciones y
apenas algo del optimismo que rezumaban sus hermanos europeos y americanos.
China, pese a su antigua civilización y a esa sensación de ser el “reino de en
medio”, era ya por entonces infeliz víctima del saqueo perpetrado por las
naciones occidentales y por su vecino modernizado, Japón. Las multitudes de la
India, cuya economía y vida política habían caído tan completamente bajo el
dominio de un único poder imperial que incluso el habitual regateo les era
imposible, esquivó varios de los peores abusos que afligieron a otras tierras,
pero padeció indefensa la sangría de sus recursos más vitales. El calvario que
se avecinaba sobre América Latina quedaba muy claramente prefigurado en el
sufrimiento de México, país del que amplios sectores fueron anexionados por su
gran vecino del Norte, y cuyos recursos naturales habían atraído la atención de
firmas extranjeras. Particularmente embarazoso desde el punto de vista
occidental -por lindar con capitales europeas tan rutilantes como Berlín y
Viena- era el régimen de opresión medieval bajo el cual los cien millones de
siervos rusos, nominalmente manumitidos, llevaban una existencia sombría y
desesperanzada. Más trágica, si cabe, era la suerte de los habitantes del
continente africano, divididos entre sí por fronteras artificiales creadas de
resultas del cínico regateo operado por los poderes europeos. Se calcula que
durante el primer decenio del siglo XX más de un millón de personas perecieron
en el Congo -muertos de hambre, apaleados, literalmente agotados por el exceso
de trabajo realizado a beneficio de sus amos distantes, como preludio del
destino que había de arrastrar a más de cien millones de sus congéneres de
Europa y Asia antes de que culminase el siglo.[4] Las grandes muchedumbres de la humanidad, expoliadas y burladas, pero
representativas de la mayoría de la población mundial, no eran vistas como
protagonistas sino esencialmente como objetos del tan pregonado proceso
civilizador del nuevo siglo. A pesar de los beneficios que le reportaban a una
minoría de entre éstas, los pueblos coloniales existían fundamentalmente para
que se actuase en ellos -como objeto de uso, formación, explotación, cristianización,
civilización, movilización- al socaire de las mudables prioridades dictadas por
las potencias occidentales. Dichas prioridades quizá fueran severas o leves en
cuanto a su plasmación, ilustradas o egoístas, evangélicas o explotadoras; pero
venían modeladas por fuerzas materialistas que determinaban tanto su sentido
como la mayor parte de sus fines. En gran medida, las devociones religiosas y
políticas de diversa suerte lo que hacían no era sino enmascarar tanto los
fines como los medios a los ojos del público de tierras occidentales, que de
esta forma extraía cierta satisfacción moral de las bendiciones que sus
naciones supuestamente conferían a pueblos menos dignos, en tanto que ellos
mismos disfrutaban de los frutos materiales de esta benevolencia. Señalar los tropiezos de una gran civilización no implica negar sus logros.
Al abrirse el siglo XX, los pueblos de Occidente podían enorgullecerse con
razón de los avances tecnológicos, científicos y filosóficos atribuibles a sus
respectivas sociedades. Decenios de experimentación habían colocado en sus
manos unos medios materiales de alcances insospechados para el resto de la
humanidad. Tanto en Europa como en América se habían alzado grandes emporios
industriales dedicados a la metalurgia, a la manufactura de productos químicos
de toda suerte, tejidos, construcción y producción de instrumentos que
realzaban cualquier faceta de la vida. Todo un proceso de descubrimientos,
diseño y mejora facilitaba un poder de magnitud inimaginable (aunque con
consecuencias ecológicas igualmente insospechadas por entonces), un proceso
posibilitado especialmente por el uso de una electricidad y combustible
baratos. La “era de los ferrocarriles” se encontraba ya muy avanzada y los
vapores surcaban las rutas marítimas del mundo. Con la proliferación del
telégrafo y el teléfono, la sociedad occidental se adelantaba al momento en que
iba a verse libre de los efectos limitativos que las distancias geográficas
habían impuesto a la humanidad desde la aurora misma de la historia. Los cambios que iban teniendo lugar en un nivel más profundo del
pensamiento científico revestían alcances incluso muy superiores. El siglo XIX
se había mantenido todavía bajo el influjo de la perspectiva newtoniana, la
cual concebía el mundo como un inmenso sistema de relojería. Ahora bien, a
fines de aquel siglo ya se habían producido los
avances que habrían de transformar semejante cuadro. Surgían por entonces
nuevas ideas que conducirían a la formulación de la mecánica cuántica; y no
hubo de transcurrir demasiado tiempo sin que los efectos revulsivos de la
teoría de la relatividad pusieran en solfa las creencias sobre el mundo, ideas
que hasta entonces se habían aceptado durante siglos como si fueran de sentido
común. Tamaños avances se vieron animados, y su influjo grandemente
amplificado, por el hecho de que la ciencia se había transformado al pasar de
ser una actividad propia de pensadores aislados a ser una ocupación acometida
de forma sistemática por parte de una comunidad internacional amplia e influyente,
la cual se movía en entornos universitarios, laboratorios y simposios
destinados al intercambio de descubrimientos experimentales. Tampoco se limitaba la potencia de las sociedades occidentales a los
avances científicos y técnicos. Conforme amanecía el siglo XX, la civilización
occidental pudo cosechar los frutos de una cultura filosófica que daba rienda
suelta a las energías de sus poblaciones, y cuyo influjo produciría un impacto
revolucionario en el mundo entero. Fue ésta una cultura que conducía al
gobierno constitucional, que hacía alarde del imperio de la ley y del respeto
hacia los derechos de todos los miembros de la sociedad, una cultura que
trazaba como horizonte para todos las perspectivas de una próxima edad de
justicia social. Si bien las proclamas de libertad e igualdad que inflaban la
retórica patriótica de los países occidentales no se comparaban en absoluto con
las condiciones imperantes, los occidentales podían, con razón, celebrar los
avances obtenidos a lo largo del siglo XIX en dirección hacia esos ideales. Desde una perspectiva espiritual, la época estaba hechizada por una
dualidad extraña y paradójica. En casi todos los ámbitos el horizonte
intelectual estaba ensombrecido por esas nubes de la superstición surgidas de
la imitación irreflexiva de otras épocas. Para la mayoría de la población
mundial, las consecuencias oscilaban entre una ignorancia profunda sobre las
potencialidades humanas o sobre el universo físico y el apego ingenuo a
teologías que ya no guardaban apenas relación con la experiencia. Allá donde
los vientos del cambio lograron despejar las brumas entre las clases educadas
de los países occidentales, las ortodoxias heredadas se vieron harto a menudo
reemplazadas por la plaga de un secularismo agresivo que cuestionaba tanto la
naturaleza espiritual de la humanidad como la autoridad de los propios valores
morales. En todas partes, la secularización de los niveles superiores de la
sociedad iba emparejada a un oscurantismo religioso, predominante entre el
grueso de la población. En el plano más profundo, y debido a que la influencia
de la religión suele calar hondo en la psique humana reclamando para sí una
clase singular de autoridad, durante generaciones sucesivas todos los países
han visto cómo los prejuicios religiosos mantenían vivos los rescoldos de los
odios viscerales que habrían de alimentar los horrores de los siguientes
decenios.[5] II Sobre el telón de fondo que dibujaba esta mezcla de falsa confianza y
profunda desesperación, de iluminación científica y penumbra espiritual, surgió
con el siglo XX la figura luminosa de ‘Abdu’l-Bahá. El camino que Le había
traído a esta coyuntura apoteósica en la historia de la humanidad había
recorrido más de cincuenta años de exilio, encarcelamiento y privaciones, de
los cuales ni un solo mes podría calificarse de sosiego o tranquilidad. Había
llegado a esta hora resuelto a proclamar tanto a los receptivos como a los
desatentos el establecimiento en la tierra de ese reino prometido de paz y
justicia universales que a lo largo de los siglos había dado alas a la
esperanza. Sus cimientos, declaró, los constituirían la unificación, en este
“siglo de la luz”, de las gentes del mundo: En este día (...) los medios de
comunicación se han multiplicado, y los cinco continentes de la tierra se han
fundido virtualmente en uno solo (...) Del mismo modo, todos los miembros de la
familia humana, ya se trate de pueblos o de gobiernos, de ciudades o de aldeas,
se han vuelto cada vez más interdependientes (...) De ahí que la unidad de la humanidad
pueda lograrse en este día. En verdad, ésta no es sino una de las maravillas de
esta prodigiosa edad, de este siglo glorioso.[6] Durante los prolongados años de encarcelamiento y destierro que siguieron a
la negativa de Bahá’u’lláh de servir a los intereses políticos de las
autoridades otomanas, a ‘Abdu’l-Bahá Le fue confiada la dirección de los
asuntos de la Fe junto con la responsabilidad de actuar como portavoz de Su
Padre. Un aspecto significativo de esta labor lo constituían las relaciones con
los funcionarios locales y provinciales que venían a recabar Su consejo con
relación a sus propios problemas. No muy diferentes eran las necesidades que
acuciaban en el país natal del Maestro. Ya en 1875, y en respuesta a las
instrucciones de Bahá’u’lláh, ‘Abdu’l-Bahá dirigió a los gobernantes y pueblos
de Persia el tratado titulado El secreto
de la civilización divina, en el que sentaba los principios espirituales
que habrán de guiar la configuración de esta civilización en la era de la
madurez humana. Los párrafos de apertura hacían un llamamiento al pueblo de
Irán instándolo a que reflexionase sobre las lecciones que la historia nos
depara en torno a las claves del progreso social: Considera atentamente: todos estos fenómenos
variados, estos conceptos, este conocimiento, estos métodos técnicos y sistemas
filosóficos, estas ciencias, artes, industrias e inventos; todos son
emanaciones de la mente humana. Cuanto más se han adentrado las gentes en este
océano sin fondo, tanto más se han superado. La dicha y el orgullo de una
nación consisten en esto, a saber, en que han de brillar como el sol en el alto
cielo del conocimiento. “¿Podrán los que poseen conocimiento y quienes no lo
poseen recibir idéntico trato?”.[7] El secreto de la
civilización divina presagiaba
la orientación que habría de fluir de la pluma de ‘Abdu’l-Bahá en los decenios
ulteriores. Tras la devastadora pérdida que siguió a la ascensión de
Bahá’u’lláh, los creyentes persas vieron revivir sus corazones con una marea de
Tablas procedentes del Maestro, Tablas que suministraban no sólo el necesario
sostén espiritual, sino también las directrices que
les permitirían orientarse en medio de la agitación que sacudía el orden
establecido de su país. Dichas comunicaciones, que alcanzaron incluso a las
aldeas más diminutas repartidas por el país, daban respuesta a requisitorias y
preguntas formuladas por un sinfin de creyentes, a quienes, por ese medio, se
les impartía ánimos, orientaciones y seguridad. Así, por ejemplo, en una Tabla
dirigida a los creyentes de la aldea de Kishih, se menciona por su
nombre a casi 160 habitantes; hablando de la época que alboreaba, dice el
Maestro: “Éste es el siglo de la luz”, y a continuación explica que el
significado de esta imagen es la aceptación del principio de la unidad y sus
implicaciones: Con ello quiero expresar que los amados del Señor
deben considerar a todos los malintencionados como deseosos del bien (...) esto
es, deben relacionarse con un enemigo como corresponde a un amigo, y tratar al
opresor como si fuera un compañero amable. No deberían fijarse en las faltas o
las transgresiones de sus enemigos, ni prestar atención a su enemistad,
iniquidad u opresión.[8] Cosa extraordinaria en este caso, esta pequeña compañía de creyentes
perseguidos, afincada en un rincón remoto de un país que todavía permanecía por
lo demás intacto y ajeno a la vida social e intelectual exteriores, queda
emplazada en virtud de esta Tabla a remontar la mirada por encima de las
preocupaciones locales y observar, desde el plano global, las implicaciones de
la unidad: Antes bien, deberían ver a los pueblos a la luz
del llamamiento de la Bendita Belleza en el sentido de que todos los miembros
de la raza humana son siervos del Señor de poder y gloria, ya que Él ha puesto
a la creación entera bajo el alcance de Su expresión munífica, y ha dispuesto
que les mostremos a todos amor y afecto, sabiduría y compasión, fidelidad y
unidad, sin discriminación alguna.[9] En este caso, el
llamamiento del Maestro no sólo invita a alcanzar un nuevo nivel de
comprensión, sino que también entraña la necesidad de comprometerse con hechos.
En la urgencia y confianza que destila este lenguaje puede apreciarse el poder
que habría de dar origen a los grandes logros protagonizados por los creyentes
persas en los decenios posteriores, tanto en la promoción mundial de la Causa
como en la adquisición de las capacidades que han de impulsar la civilización: ¡Oh vosotros amados del Señor! Con máxima gloria y
alegría, servid al mundo de la humanidad y amad a la raza humana. Desviad
vuestros ojos de las limitaciones y desembarazaos de las restricciones, pues
(...) librarse de ellas redunda en bendiciones y favores divinos. Por lo cual, no descanséis, ni siquiera un
instante; y no busquéis un minuto de tregua ni un momento de reposo. Alzaos,
como las olas de un enorme mar, y bramad como el leviatán del océano de la
eternidad. Por tanto, mientras haya un latido de vida en las
venas, hay que esforzarse y laborar, y afanarse por establecer unos cimientos
que el paso de los siglos y ciclos no pueda socavar, y por levantar un edificio
que el transcurso de las edades y eones no pueda derribar- un edificio que
resulte eterno y duradero, de modo que la soberanía del corazón y del alma
pueda asentarse y afianzarse en ambos mundos.[10] Desde una perspectiva mucho más desapasionada y global que la actualmente
posible, los historiadores sociales del futuro, beneficiarios de un acceso sin
obstáculos a toda la documentación primaria, estudiarán minuciosamente la
transformación lograda por el Maestro en aquellos albores. Día tras día, mes
tras mes, desde un exilio distante donde sufría el acoso continuo de una hueste
inclemente de enemigos, ‘Abdu’l-Bahá logró estimular la expansión de la
comunidad bahá’í persa, y más aún moldear su conciencia y vida colectivas. El
resultado fue el surgimiento de una cultura, no importa cuán localizada, que
carecía de paralelo alguno en la historia de la humanidad. Nuestro siglo, con
todas sus revueltas y pretensiones grandilocuentes de crear un nuevo orden,
carece de un ejemplo comparable de aplicación sistemática de los poderes de una
sola Mente a la construcción de una comunidad diferenciada y triunfante que cifraba su esfera última de actuación en el propio planeta. Pese a sufrir atrocidades intermitentes a manos del clero musulmán y sus
valedores, y sin contar con la protección de la sucesión de indolentes monarcas
Qájáres, la comunidad bahá’í persa halló un nuevo soplo de vida. El número de
creyentes se multiplicó en todas las regiones del país, se adhirieron personas
destacadas de la vida social, incluyendo miembros influyentes del clero, y los
precursores de las instituciones administrativas empezaron a asomar en forma de
rudimentarios cuerpos consultivos. Apenas cabe exagerar la importancia de este
último acontecimiento. Así fue cómo en un país y en medio de una población
acostumbrada desde siglos a un sistema patriarcal donde toda la autoridad
ejecutiva y decisoria se concentraba en manos de un monarca absoluto o de
mujtahides shí‘íes, surgía una comunidad, representativa de todos los
sectores de esa misma sociedad, que había roto con el pasado, asumiendo por sí
misma la responsabilidad de decidir sus asuntos mediante actuaciones
consultivas. En la sociedad y cultura que el Maestro iba desarrollando, las energías
espirituales se expresaban en los asuntos prácticos más cotidianos. El énfasis
en las enseñanzas sobre educación proporcionó el impulso que llevó al
establecimiento de escuelas bahá’ís en la capital y en otros centros
provinciales, incluyendo la escuela Tarbíyat de niñas [11], la cual habría de
alcanzar renombre en todo el país. Gracias al auxilio prestado por los colegas
bahá’ís norteamericanos y europeos, a estas iniciativas pronto habrían de
sumarse clínicas y otras instituciones médicas. Una red de correo de ámbito
nacional facilitaba a la esforzada comunidad bahá’í los rudimentos de un
servicio postal del que el resto del país carecía ostensiblemente. Los cambios
operados afectaban incluso a las circunstancias más caseras del día a día. Así
por ejemplo y atendiendo a las leyes del Kitáb-i-Aqdas, los bahá’ís persas
abandonaron el uso de los inmundos baños públicos, focos contagiosos de
enfermedades e infecciones, para dar paso al empleo de duchas de agua
corriente. Todos estos avances, ya fueran sociales, organizativos o prácticos,
derivaban su empuje de la transformación moral que de forma continua iba
distinguiendo a los bahá’ís -incluso a los ojos de quienes se mostraban
hostiles a la Fe- como candidatos para puestos de confianza. El que cambios de
tan grandes alcances se produjeran tan rápidamente en un segmento de la
población persa, destacándola de la mayoría circundante, casi toda ella hostil,
era una demostración de los poderes liberados gracias a la Alianza establecida
por Bahá’u’lláh con Sus seguidores y a la asunción de ‘Abdu’l-Bahá de la
jefatura de que esta misma Alianza Le había investido singularmente. Durante aquellos años la vida política persa no conoció prácticamente sino
el desconcierto. En tanto que el sucesor inmediato de Ná?iri’d-Dín Sháh, Mu?affari’d-Dín Sháh, se vio inducido
a aprobar una constitución en 1906, el sucesor de éste, Mu?ammad-‘Alí Sháh, disolvió de forma
temeraria los dos primeros parlamentos, en cierta ocasión llegando incluso a
atacar con cañones el edificio en donde se reunía el legislativo. El así
llamado “Movimiento Constitucional” que le derrocó y que obligó a A?mad Sháh, el último rey Qájár, a
convocar un tercer parlamento, se vio escindido por facciones rivales
manipuladas desvergonzadamente por el clero shí‘í. Los esfuerzos
realizados por los bahá’ís a fin de desempeñar un papel constructivo en este
proceso modernizador se vieron frustrados una y otra vez por las facciones
monárquica y popular, ambas inspiradas por el prejuicio religioso dominante que
veía en la comunidad un mero chivo expiatorio de conveniencia. Una vez más,
sólo una edad políticamente más madura que la nuestra podrá apreciar el modo en
que el Maestro -sentando un ejemplo de lo que serían los desafíos que
inevitablemente habría de afrontar la comunidad bahá’í en el futuro- guió a la
atribulada comunidad para que hiciera todo lo necesario para animar la reforma
política, y luego mostrarse dispuesta a hacerse a un lado cuando dichos
esfuerzos se vieran rechazados con cinismo. No fue sólo gracias a Sus Tablas como logró ‘Abdu’l-Bahá esta influencia en
la comunidad bahá’í, la cual había de experimentar tan rápido desarrollo en la
cuna de la Fe. A diferencia de sus correligionarios occidentales, los bahá’ís
persas carecían de atuendo o apariencia que los distinguiese de los demás
pueblos del Cercano Oriente, por lo que los viajeros venidos desde Persia no
despertaban las sospechas de las autoridades otomanas. En consecuencia, la
afluencia constante de peregrinos persas fue para ‘Abdu’l-Bahá otro medio
potente de inspirar a los amigos, de guiar sus actividades y de acercarlos
incluso más hondamente a la comprensión del propósito de Bahá’u’lláh. Algunos
de los nombres más eximios de la historia persa bahá’í figuran entre aquellos
que viajaron a ‘Akká y regresaron a sus hogares dispuestos a entregar la vida
si fuera necesario para hacer realidad la visión del Maestro. El inmortal Varqá
y su hijo Rú?u’lláh forman parte de este privilegiado contingente, al igual que ?ájí
Mírzá ?aydar ‘Alí, Mírzá Abu’l Fa?l, Mírzá Mu?ammad-Taqí
Afnán y otras cuatro
distinguidas Manos de la Causa, Ibn-i-Abhar, ?ájí Mullá Alí Akbar, Adíbu’l-Ulamá e
Ibn-i-A?daq. El
espíritu que hoy día sostiene a los pioneros persas en cualquier parte del
mundo y que desempeña un papel tan creativo en la construcción de la vida
comunitaria bahá’í discurre como una línea recta que atraviesa una familia tras
otra hasta remontarse a aquellos días heroicos. Retrospectivamente, se hace
evidente que el fenómeno que hoy día conocemos como los dos procesos hermanos
de expansión y consolidación también tienen su origen en aquellos años
portentosos. Inspirados por las palabras del Maestro de que daban cuenta a su regreso
los peregrinos, los creyentes persas se alzaron a emprender actividades de enseñanza
viajera por el Lejano Oriente. Ya durante los últimos años del Ministerio de
Bahá’u’lláh se habían establecido comunidades en la India y Birmania, y la Fe
había llegado incluso hasta la lejana China. Esa misma labor se veía ahora
reforzada. Prueba ostensible de los nuevos poderes de esta Causa fue la
erección en la provincia rusa de Turquestán, donde se había desarrollado una
vida comunitaria bahá’í vigorosa, de la primera Casa de Adoración bahá’í del
mundo [12], cuyo proyecto fue inspirado por el Maestro y guiado desde su
nacimiento por Sus consejos. Fue este amplio repertorio de actividades, llevadas a cabo por un conjunto
cada vez más seguro de sí mismos e integrado por creyentes establecidos en
tierras que se extendían desde el Mediterráneo hasta los mares de China, lo que
constituyó la base que permitió a ‘Abdu’l-Bahá proseguir las oportunidades
prometedoras que ofrecía el nuevo siglo y que ya habían comenzado a desplegarse
en Occidente. Un rasgo nada insignificante de este cimiento fue la ampliación
de su extensión con representantes de la gran diversidad de orígenes raciales,
religiosos y nacionales de Oriente. Dicho logro proporcionó a ‘Abdu’l-Bahá los
ejemplos, a los que recurriría repetidamente en Su proclamación ante audiencias
occidentales, de las fuerzas integradoras que habían sido liberadas con el
advenimiento de Bahá’u’lláh. La mayor victoria cosechada por el Maestro durante Sus primeros años de
ministerio fue la que supuso la erección en el Monte Carmelo, sobre el
emplazamiento designado a tal fin por Bahá’u’lláh y no sin inmensos desvelos,
del mausoleo destinado a acoger los restos del Báb, traídos a Tierra Santa tras
pasar por enormes riesgos y penalidades. Shoghi Effendi ha explicado que, en
tanto que en épocas pasadas la sangre de los mártires nutrió la simiente de la
fe de las personas, en este día se ha convertido en la simiente de las
instituciones administrativas de la Causa[13]. Tal observación confiere un
significado especial al modo en que el Centro Administrativo del Orden Mundial
de Bahá’u’lláh había de cobrar cuerpo a la sombra del Santuario del Profeta
Mártir de la Fe. Shoghi Effendi aquilata el logro del Maestro situándolo en su
perspectiva global e histórica: Pues, así como en el reino del espíritu la
realidad del Báb ha sido aclamada por el Autor de la Revelación Bahá’í como “el
Punto en torno al cual gira la realidad de los Profetas y Mensajeros”, del
mismo modo, en este plano visible, Sus sagrados restos constituyen el corazón y
centro de lo que debe considerarse como nueve círculos concéntricos [14], de
modo que con ello se establece un paralelo y se hace más hincapié en el puesto
central conferido por el Fundador de nuestra Fe a Aquel “de Quien Dios ha hecho
que emane el conocimiento de todo lo que ha sido y será”, “el Punto Primordial
a partir del cual se han generado todas las cosas creadas”.[15] El significado a los ojos del propio ‘Abdu’l-Bahá de la misión que había
cumplido a tan alto precio queda conmovedoramente descrito en palabras de
Shoghi Effendi: Cuando todo concluyó y los restos terrenales del
Profeta Mártir de Shiraz estaban, por fin, depositados a salvo para su eterno
descanso en el seno de la montaña sagrada de Dios, ‘Abdu’l-Bahá, Quien Se había
quitado el turbante, descalzo y sin capa, Se inclinó sobre el sarcófago todavía
abierto, al tiempo que Su cabello plateado ondeaba en torno a Su cabeza y a Su
rostro, transfigurado y reluciente, apoyó la frente en el borde del ataúd de
madera y, sollozando en alto, lloró con tal intensidad que todos los presentes
lloraron con Él. Esa noche no pudo dormir, tan abrumado estaba por la emoción”
[16] Entrado 1908, la denominada “Revolución de los Jóvenes Turcos” había
liberado no sólo a la mayoría de los prisioneros políticos del Imperio Otomano,
sino también a ‘Abdu’l-Bahá. De improviso, habían desaparecido las
restricciones que Le habían recluido en la ciudad prisión de ‘Akká y sus
aledaños permitiéndole ahora al Maestro acometer una empresa que Shoghi Effendi
más adelante describiría como uno de los tres logros principales de Su
ministerio: Su proclamación pública de la Causa de Dios en las grandes urbes
del mundo occidental. * Debido al giro dramático de los acontecimientos ocurridos en Norteamérica y
Europa, los relatos sobre las históricas travesías del Maestro tienden a veces
a pasar por alto el importante año inicial transcurrido en Egipto. ‘Abdu’l-Bahá
llegó a sus costas en septiembre de 1910 con intención de trasladarse
directamente a Europa; no obstante, Se vio forzado por enfermedad a convalecer
hasta agosto del año siguiente en Ramlih, un barrio de Alejandría. Como
resultado, los meses que siguieron constituyeron un período de gran
productividad cuyos plenos efectos sobre los destinos de la Causa,
especialmente en el continente africano, han de sentirse en muchos años por
venir. En alguna medida el camino había sido abonado por la cálida admiración
que por el Maestro sentía Shaykh Mu?ammad ‘Abduh, quien se había encontrado con Él en varias
ocasiones en Beirut y quien posteriormente llegó a ser Muftí de Egipto y figura
destacada de la Universidad de Al-Azhar. Una faceta de la estancia egipcia que merece especial atención lo constituye
la oportunidad que ésta propició para la primera proclamación pública del
mensaje de la Fe. El clima relativamente cosmopolita y liberal que se vivía en
El Cairo y Alejandría por la época dieron pie a discusiones francas e
inquisitivas entre el Maestro y figuras destacadas del mundo intelectual sunní.
Entre éstas figuraban clérigos, parlamentarios, administradores y aristócratas.
Además, los redactores y periodistas de los diarios más influyentes de lengua
árabe, cuya información sobre la Causa procedente de Persia y Constantinopla
había estado coloreada por los prejuicios,
disponían ahora de la oportunidad de conocer por sí mismos datos de primera
mano. Las publicaciones que en el pasado se habían mostrado abiertamente
hostiles cambiaron de tono, como fue el caso de los redactores de un periódico
que entonces abrían un artículo sobre la llegada del Maestro haciendo
referencia a “Su Eminencia Mírzá ‘Abbás Effendi, ilustre y erudita Cabeza de
los bahá’ís de ‘Akká y Centro de autoridad para los bahá’ís de todo el mundo”
al tiempo que expresaba su aprecio por Su visita a Alejandría [17]. Éste y
otros artículos hacían un elogio especial de la comprensión que ‘Abdu’l-Bahá
demostraba tener sobre el Islam y los principios de unidad y tolerancia
religiosa que subyacían a Sus enseñanzas. A pesar del quebranto de salud que padecía el Maestro, el interludio
egipcio se demostró una gran bendición. Los diplomáticos y funcionarios
occidentales pudieron observar de primera mano el extraordinario éxito de
relaciones obtenido por ‘Abdu’l-Bahá en Su trato con figuras destacadas de una
región del Oriente Próximo que tanto interés concitaba en los círculos
europeos. Así pues, para las fechas en que el Maestro embarcaba hacia Marsella
el 11 de agosto de 1911, Su fama ya Le había precedido. III Una Tabla dirigida por ‘Abdu’l-Bahá a un creyente norteamericano en 1905
contiene una declaración tan ilustrativa como conmovedora. Al referirse a Su
situación tras la ascensión de Bahá’u’lláh, ‘Abdu’l-Bahá menciona la carta
recibida de América en “una época en que resurgía el océano de las pruebas y
tribulaciones (...)”: Tal era nuestro estado cuando llegó una carta
procedente de los amigos norteamericanos. Habían pactado, así lo escribían,
permanecer unidos en todas las cosas, y (...) se habían comprometido a realizar
sacrificios en el sendero del amor de Dios, para de ese modo alcanzar la vida
eterna. En el mismo momento en que se leía esta carta, junto con las firmas que
llevaba al pie, ‘Abdu’l-Bahá experimentó una alegría tan intensa que no hay
pluma que la describa (...) [18] Por muchas razones reviste vital importancia para los bahá’ís
contemporáneos comprender las circunstancias en que tuvo lugar la expansión de
la Causa en Occidente. Nos ayudará a abstraernos de la cultura de comunicación
burda y entrometida que, de puro consabida, en nuestra sociedad pasa casi
inadvertida. Esta apreciación permitirá que caigamos en la cuenta de la ternura
con que el Maestro procuró presentar ante Sus audiencias occidentales los
conceptos sobre la naturaleza humana y la sociedad revelados por Bahá’u’lláh,
conceptos de repercusioness revolucionarias y enteramente ajenos a la
experiencia de Sus oyentes. Pone de manifiesto la delicadeza con que el Maestro
utilizaba las metáforas o Se valía de ejemplos históricos; explica el enfoque
frecuentemente indirecto que usaba, subraya la intimidad que podía conseguir a
voluntad, y la paciencia aparentemente ilimitada con que respondía a las
preguntas, muchos de cuyos presupuestos sobre la realidad han perdido desde
entonces cualquier validez que pudieran alguna vez haber poseído. Otra percepción que revela el examen desprendido de la situación histórica
abordada por el Maestro en Occidente ayudará a que nuestra generación aprecie
la grandeza espiritual de quienes respondieron ante Él. Aquellas almas dieron
respuesta a Su emplazamiento a pesar, no al revés, del mundo liberal y
económicamente avanzado que conocían, un mundo que sin duda apreciaban y
valoraban y en el que necesariamente habrían de desenvolverse. Su respuesta se
suscitó en un nivel de conciencia en el que reconocieron, aunque a veces sólo
fuese de forma tenue, la necesidad desesperada de la raza humana de hallar
iluminación espiritual. Permanecer firmes en su compromiso con esta perspectiva
requería que aquellos primeros creyentes -sobre cuyo autosacrificio descansa el
cimiento de gran parte de la comunidad bahá’í actual, tanto en Occidente como
en muchos otros países- resistieran no sólo las presiones familiares y
sociales, sino también las racionalizaciones simplistas propias de la
perspectiva en la que se habían educado y a la que todo a su alrededor les
exponía insistentemente. Había un heroísmo en la firmeza de estos primeros
bahá’ís occidentales que, a su modo y manera, resulta tan conmovedor como la de
sus correligionarios persas, quienes por aquellos mismos años sufrían
persecuciones y matanzas excusadas en la Fe que habían abrazado. En la vanguardia de los occidentales que respondieron al emplazamiento del
Maestro figuran los pequeños grupos de intrépidos creyentes a los que Shoghi
Effendi aclamó como “peregrinos ebrios de Dios”, quienes tuvieron el privilegio
de visitar a ‘Abdu’l-Bahá en la ciudad prisión de ‘Akká y de presenciar por sí
mismos la irradiación de Su Persona y de escuchar de Sus propios labios la
palabra que poseía el poder de transformar la vida humana. El efecto producido
sobre estos creyentes lo expresa así May Maxwell: “De aquel primer encuentro”, (...) “no puedo
rememorar ni alegrías ni penas, nada que pueda nombrarse. Repentinamente me
había visto trasladada a una altura demasiado elevada, mi alma había entrado en
contacto con el Espíritu divino, y esta fuerza, tan pura, tan santa, tan
poderosa, me había abrumado (...)” [19] Su regreso al
hogar se convirtió, como explica Shoghi Effendi, en “la señal de un estallido
de actividad sistemática y constante, la cual (...) se ramificó por Europa
occidental y los estados y provincias del continente norteamericano”[20]. Dando
empuje a sus empeños y a los de sus correligionarios, y atrayendo a la Causa a
un número creciente de seguidores, afluía toda una riada de Tablas que el
Maestro hacía llegar a destinatarios de ambas orillas del Atlántico, mensajes
que despertaron la imaginación a los conceptos, principios e ideales de la
nueva Revelación de Dios. El poder de esta fuerza creadora puede sentirse en
las palabras con que el primer creyente norteamericano Thornton Chase pretendía
describir lo que vio: Sus propios escritos [del Maestro], que se
difunden como blancas palomas desde el Centro de Su Presencia hasta los
confines de la tierra, son tantos (surgen cientos a diario) que es imposible
que Él haya podido detenerse a meditarlos o dedicarles los procesos mentales
del erudito: fluyen como torrentes procedentes de una fuente desbordada (...)
[21] Dichos sentimientos añaden su propia perspectiva a la determinación con que
el Maestro Se dispuso a emprender una aventura tan ambiciosa que causó
consternación en su entorno más próximo. Haciendo caso omiso de las
preocupaciones expresadas acerca de Su avanzada edad, Su salud quebrantada, y
las secuelas físicas originadas por decenios de encarcelamiento, ‘Abdu’l-Bahá
iba a emprender una serie de travesías que habrían de durar unos tres años, y
que Le llevarían finalmente hasta la costa del Pacífico del continente
norteamericano. Las penalidades y riesgos de los viajes internacionales de
aquellos primeros años del siglo constituían el menor de los obstáculos que
pudieran entorpecer la realización de los objetivos que Se había fijado. En
palabras de Shoghi Effendi: Él, Quien, en Sus propias palabras, había ingresado en prisión siendo un
joven y la había abandonado ya anciano, Quien nunca antes había hablado ante un
auditorio público, ni había asistido a escuela alguna, no Se había movido en los
círculos occidentales, y no estaba familiarizado con sus costumbres e idiomas,
Se había alzado no sólo a proclamar desde el púlpito y el estrado, en algunas
de las principales capitales de Europa y en las ciudades principales del
continente norteamericano, las verdades distintivas atesoradas en la Fe de Su
Padre, sino también a demostrar de igual manera el origen divino de los
profetas anteriores a Él, y a exponer la naturaleza de los vínculos que los
unían a dicha Fe.[22] * Apenas se podía desear un escenario para el acto de apertura de este gran
drama mejor que Londres, capital del Imperio más amplio y cosmopolita jamás
conocido. A los ojos de los pequeños grupos de creyentes que habían realizado
las gestiones y que añoraban contemplar Su rostro, el viaje fue un triunfo que
superaba con creces sus más acariciadas esperanzas. Funcionarios, eruditos,
escritores, redactores, industriales, dirigentes de movimientos reformistas,
miembros de la aristocracia británica y clérigos influyentes de numerosas denominaciones
recabaron ávidamente Su presencia, Le invitaron a sus tribunas, aulas, hogares
y púlpitos, mostrando aprecio por los puntos de vista que expresaba. El domingo
10 de septiembre de 1911, por primera vez ante una audiencia pública, el
Maestro dirigía la palabra desde el púlpito del City Temple. Sus palabras
sugerían ante los oyentes la visión de una nueva época en la evolución de la
civilización: Éste es un nuevo ciclo del poder humano. Todos los
horizontes del mundo son luminosos. En verdad, el mundo ha de convertirse en un
jardín paradisíaco (...) Vosotros ya estáis desprendidos de las viejas
supersticiones que han mantenido a los hombres en la ignorancia y que han
destruido los cimientos mismos de la verdadera humanidad. El don de Dios para esta época esclarecida es el
conocimiento de la unicidad de la humanidad y de la unicidad fundamental de la
religión. Cesarán las guerras entre las naciones, y por voluntad de Dios vendrá
la Más Grande Paz; el mundo será visto como un nuevo mundo, y todos los hombres
vivirán como hermanos.[23] Tras una estancia suplementaria de dos meses en París y tras Su regreso a
Alejandría, donde habría de pasar el invierno y recobrar la salud, ‘Abdu’l-Bahá
zarpaba el 25 de marzo de 1912 rumbo a Nueva York, ciudad a la que llegaría el
11 de abril de ese mismo año. Incluso en el plano físico más elemental, un programa repleto de centenares
de alocuciones públicas, conferencias y charlas en privado pronunciadas en más
de 40 ciudades de toda Norteamérica y en otras diecinueve de Europa, algunas de
ellas visitadas en más de una ocasión, fue una gesta que bien puede carecer de
paralelo en la historia moderna. En ambos continentes, pero sobre todo en
Norteamérica, ‘Abdu’l-Bahá recibió la bienvenida altamente apreciativa que le tendieron
unas audiencias distinguidas, entregadas al avance de intereses por la paz, los
derechos de la mujer, la igualdad racial, la reforma social y el desarrollo
moral. Casi a diario, Sus charlas y entrevistas fueron objeto de amplia
atención por parte de los periódicos de gran tirada. Él mismo había de escribir
más tarde que había “observado que todas las puertas estaban abiertas (...) y
que el poder ideal del Reino de Dios eliminaba toda traba u obstáculo”.[24] La actitud abierta con la que fue recibido permitió a ‘Abdu’l-Bahá
proclamar sin ambigüedades los principios sociales de la nueva Revelación.
Shoghi Effendi resume así las verdades que presentó: La búsqueda independiente de la verdad, desembarazada de supersticiones o
tradiciones; la unicidad de toda la raza humana, principio axial y doctrina
fundamental de la Fe; la unidad básica de todas las religiones; la condena de
toda forma de prejuicio, sea religioso, racial, de clase o nación; la armonía
que debe existir entre la religión y la ciencia; la igualdad del hombre y la
mujer, las dos alas con las que el pájaro del género humano puede levantar el
vuelo; la introducción de la educación obligatoria; la adopción de un idioma
universal auxiliar; la abolición de la riqueza y pobreza extremas; la institución
de un tribunal mundial para la resolución de litigios entre las naciones; la
exaltación del trabajo, cuando éste se realiza con espíritu de servicio, al
rango de adoración; la glorificación de la justicia como principio rector de la
sociedad humana, y de la religión como baluarte para la protección de todos los
pueblos y naciones; y el establecimiento de una paz permanente y universal como
meta suprema de toda la humanidad; éstos descuellan como los elementos
esenciales de la política divina que proclamó ante los grandes figuras
del pensamiento así como ante las masas en general en el curso de sus travesías
misioneras.[25] El núcleo del mensaje del Maestro consistía en el anuncio de que había
llegado el Día prometido para la unificación de la humanidad y el
establecimiento del Reino de Dios en la tierra. Ese Reino, tal como traslucían
las cartas y alocuciones de ‘Abdu’l-Bahá, nada debía a ninguno de los
presupuestos transmundanos tan corrientes en las enseñanzas de la religión
tradicional. Antes bien, el Maestro proclamó la llegada de la humanidad a su
madurez y el surgimiento de una civilización global en la que el desarrollo del
arco completo de potencialidades humanas será fruto de la interacción entre los
valores espirituales universales, por un lado, y por otro, los avances
materiales con los que apenas cabía soñar siquiera por entonces. El medio para alcanzar esta meta, declaraba ‘Abdu’l-Bahá, ya existía. Lo
que se necesitaba era la voluntad de actuar y la fe para persistir: Todos sabemos que la paz internacional es buena, que ella es la causa de la
vida; pero se necesita voluntad y acción. Por cuanto este siglo es el siglo de
la luz, la capacidad de alcanzar la paz está garantizada. Es cosa cierta que
estas ideas se difundirán entre los hombres a tal punto que darán pie a la
acción.[26] Aunque expresados con cortesía y consideración indefectibles, los
principios de la nueva Revelación quedaron sentados sin componendas tanto en
los encuentros privados como en los públicos. De forma invariable, los actos
del Maestro solían ser tan elocuentes como las palabras que empleaba. Así, por
ejemplo, en Estados Unidos, nada podía trasmitir más claramente la creencia
bahá’í en la unicidad de la religión que la prontitud con que ‘Abdu’l-Bahá
incluía referencias al Profeta Mu?ammad en Sus charlas dirigidas a audiencias cristianas, o Su taxativa
reivindicación del origen divino tanto del Cristianismo como del Islam ante la
congregación reunida en el Templo Emanu-El de San Francisco. Su capacidad para
inspirar en las mujeres de todas las edades la confianza de que poseían
capacidades espirituales e intelectuales plenamente equiparables a las de los
hombres, Su demostración sin provocaciones, pero clara, del significado de las
enseñanzas de Bahá’u’lláh sobre la unidad racial al dar la bienvenida a
invitados negros y blancos en Su propia mesa y a la mesa de Su destacadas
anfitrionas, y Su insistencia en la importancia trascendente de la unidad en
todos los aspectos del empeño bahá’í; tales demostraciones sobre el modo en que
deben compenetrarse los aspectos espirituales y prácticos de la vida abrieron
ante los creyentes amplios horizontes de renovadas posibilidades. El tono de
amor incondicional con el que estos desafíos solían expresarse conseguía que
las audiencias a las que Se dirigía el Maestro superasen sus miedos e
incertidumbres. Mayor aún que el esfuerzo dedicado a Sus exposiciones públicas de la Causa
fue el tiempo y energía que el Maestro dedicó a ampliar la comprensión de los
creyentes sobre las verdades espirituales de la Revelación de Bahá’u’lláh. En
una ciudad tras otra, desde la mañana temprano hasta bien entrada la noche, las
horas no ocupadas por las exigencias públicas de Su misión se dedicaban a
responder a las preguntas planteadas por los amigos, a atender a sus
necesidades y a infundirles un espíritu de confianza en las aportaciones que
cada uno podría realizar a la promoción de la Causa que habían abrazado. Su
visita a Chicago Le proporcionó a ‘Abdu’l-Bahá la oportunidad de colocar, con
Sus propias manos, la piedra angular de la primera Casa de Adoración Bahá’í de
Occidente, proyecto que se inspiraba en el que por entonces se acometía en ‘Ishqábád,
igualmente animado desde sus comienzos por ‘Abdu’l-Bahá. El Mashriqu’l-Adhkár es una de las
instituciones más esenciales del mundo, y tiene muchas ramas subsidiarias.
Aunque es una Casa de Adoración, también está vinculado a un hospital, un
dispensario de medicamentos, un hospicio para viajeros, una escuela de
huérfanos y una universidad de estudios avanzados (...) Es mi esperanza que el
Mashriqu’l-Adhkár se establezca ahora en América, y que luego
sigan a éste el hospital, la escuela, la universidad, el dispensario y el
hospicio, todo ello con arreglo a un funcionamiento eficiente y ordenado en
grado sumo.[27] Tal como ocurría con el proceso simultáneamente desplegado en Persia, sólo
los futuros historiadores podrán apreciar adecuadamente el poder creativo de
esta faceta de los viajes occidentales. Numerosos recuerdos y cartas dan
testimonio del modo en que incluso unos breves encuentros con el Maestro
bastaron para dar sostén a un sinfín de bahá’ís occidentales en sus esfuerzos
sacrificados de años posteriores dedicados a expandir y consolidar la Fe. Sin
la intervención del propio Centro de la Alianza, resulta imposible imaginarse
cómo aquellos grupúsculos de creyentes occidentales hubieran podido percatarse
con tal rapidez de lo que la Causa exigía de ellos y de emprender las
descomunales tareas que la empresa comportaba, máxime teniendo en cuenta que
carecían por completo del legado espiritual de que disfrutaban sus
correligionarios persas gracias a la dilatada participación de padres y abuelos
en las gestas heroicas de la primera historia bábí y bahá’í. Sus oyentes fueron emplazados a convertirse en protagonistas amorosos y
confiados de un gran proceso civilizador, cuyo eje lo constituía el
reconocimiento de la unicidad de la raza humana. ‘Abdu’l-Bahá había prometido
que, al alzarse a emprender su misión, encontrarían abiertas en sí mismos y en los
demás capacidades enteramente nuevas con las que Dios había dotado en este Día
a la raza humana: Debéis convertiros en el alma misma del mundo, el espíritu viviente del
cuerpo de los hijos de los hombres. En esta época maravillosa, y en este tiempo
en el que la Antigua Belleza, el Más Grande Nombre, portadora de innumerables
dones, se ha remontado sobre el horizonte del mundo, la Palabra de Dios ha
infundido en la esencia más íntima de la humanidad tal poder sobrecogedor que
ha dejado sin efecto las cualidades humanas de la persona, y, con Su potencia
conquistadora, ha unificado a los pueblos en un vasto océano de unicidad.[28] La unidad establecida entre los creyentes no impidió que expresaran
vívidamente en sus vidas personales las verdades de la Fe en diáfana respuesta
a este llamamiento. La relación entre la persona y la comunidad ha constituido
desde siempre uno de los componentes más difíciles del desarrollo de la
sociedad. Basta leer, incluso de pasada, relatos de la vida de los primeros
bahá’ís de Occidente para percatarse del elevado grado de individualidad que
caracterizaba a muchos de ellos, sobre todo a los más activos y creativos. De
forma no infrecuente, habían encontrado la Fe sólo tras haber indagado
intensamente en varios de los movimientos espirituales y sociales en boga, y
esta amplia comprensión de las preocupaciones e intereses de sus contemporáneos
sin duda les ayudó a convertirse en maestros efectivos de la Fe. Es igualmente
claro, sin embargo, que la amplitud de expresión y comprensión que les
caracterizaba no les impidió, ni a ellos ni a sus correligionarios, hacer
aportaciones efectivas a la construcción de una unidad colectiva, la cual
constituía el principal atractivo de la Causa. Tal como ponen de relieve las
memorias y relatos históricos de la época, el secreto de este equilibrio entre
comunidad y persona lo constituía el vínculo espiritual que relacionaba a todos
los creyentes con las palabras y ejemplo del Maestro. En un sentido importante
‘Abdu’l-Bahá era, para todos ellos, la Causa bahá’í. Quedaría inconclusa toda revisión objetiva de la misión de ‘Abdu’l-Bahá en
Occidente si se descuidara el hecho constatable de que sólo un puñado de los
que habían aceptado la Fe -y éstos a su vez una fracción infinitamente menor
del público que se hacinaba para escuchar Sus palabras- extrajo de estas
oportunidades inapreciables poco más que una tenue comprensión de las
implicaciones de Su mensaje. Sabedor de estas limitaciones de Sus oyentes,
‘Abdu’l-Bahá no dudó al relacionarse con los creyentes occidentales en promover
hechos que les inducían a lograr un nivel de conciencia muy por encima de la
mera tolerancia y liberalismo social. Ejemplo representativo del amplio
muestrario de intervenciones en este sentido fue Su tierna pero poderosa acción
al animar a que Louis Gregory y Louise Mathews -él negro y ella blanca-
contrajeran matrimonio. La iniciativa marcó la pauta de la comunidad bahá’í
americana en cuanto al significado real de la integración racial, por tímida y
lentamente que sus miembros respondiesen a las implicaciones centrales de este
reto. Aun a falta de una comprensión profunda de las metas del Maestro, quienes
abrazaron Su mensaje se dispusieron, a menudo a un elevado coste personal, a
expresar en la práctica los principios que Él enseñó. El compromiso con la
causa de la paz internacional; la abolición de los extremos de riqueza y
pobreza que socavaban la unidad de la sociedad; la superación de prejuicios
nacionales, raciales o de cualquier otro tipo; el fomento de la igualdad en la
educación de niños y niñas; la necesidad de sacudir los grilletes de dogmas
antiguos que estorbaban la investigación de la realidad; dichos principios
beneficiosos para el avance de la civilización habían causado honda impresión.
Pocos o ninguno de los oyentes del Maestro podían comprender el cambio
revolucionario que había de operarse en la propia estructura de la sociedad y
la consecuente sumisión voluntaria de la persona a la Ley divina, único factor
éste que, en última instancia, puede producir los cambios necesarios de actitud
y conducta. * La clave de esta visión sobre la futura transformación de la persona y de
la vida social de la humanidad fue el anuncio que ‘Abdu’l-Bahá realizó poco
después de Su llegada a Norteamérica, al proclamar la Alianza de Bahá’u’lláh y
el papel central que Él mismo había sido llamado a desempeñar en ella. En
palabras del propio Maestro: He aquí la característica más importante de la
revelación de Bahá’u’lláh, una enseñanza particular que no fue dada por ninguno
de los Profetas del pasado, a saber: el nombramiento del Centro de la Alianza.
En virtud de esta designación y disposición Él ha salvaguardado y protegido la
religión de Dios frente a las diferencias y cismas, imposibilitando con ello
que nadie origine una nueva secta o facción confesional.[29] Al escoger la ciudad de Nueva York para sus fines -designándola “La Ciudad
de la Alianza”- ‘Abdu’l-Bahá puso de manifiesto ante los creyentes occidentales
la transmisión de autoridad que operó el Fundador de su Fe con vistas a la
interpretación definitiva de Su Revelación. Lua Getsinger, una creyente
altamente respetada, fue llamada por el Maestro para preparar al grupo de
bahá’ís, reunido en la casa donde residía temporalmente, para este anuncio
histórico, tras lo cual Él mismo bajó las escaleras y habló en términos
generales sobre algunas de las repercusiones de la Alianza. Juliet Thompsom,
quien, junto con uno de los traductores persas, se encontraba en la sala
inferior en el momento en que esta misión le era confiada a su amiga, nos ha
dejado un relato de aquellas circunstancias. La autora pone en boca de
‘Abdu’l-Bahá las siguientes palabras: (...) Yo soy la Alianza, designada por Bahá’u’lláh, y nadie puede refutar
Su Palabra. Éste es el Testamento de Bahá’u’lláh. Lo encontraréis en el Libro
Sagrado del Aqdas. Salid a proclamar: “Ésta es la Alianza de Dios entre
vosotros”.[30] Concebida por Bahá’u’lláh como el Instrumento que, en palabras de Shoghi
Effendi, había de “perpetuar la influencia de [la] Fe, asegurar su integridad,
salvaguardarla del cisma y estimular su expansión mundial” [31], la Alianza
había sido violada por miembros de la propia familia de Bahá’u’lláh casi
inmediatamente después de Su ascensión. Reconociendo que la autoridad de que
había sido investido el Maestro en el Kitáb-i-‘Ahd, en la Tabla de la Rama y en
otros documentos relacionados frustraba sus esperanzas personales de explotar
la Causa en beneficio propio, estas mismas personas desataron una insidiosa
campaña destinada a socavar Su posición, primero en Tierra Santa y luego en
Persia, donde se concentraba el grueso de la comunidad bahá’í. Cuando todos
estos ardides fracasaron, procuraron entonces manipular los temores del
Gobierno otomano y la avaricia de sus representantes en Palestina. A su vez
todas estas esperanzas se vinieron abajo cuando la “Revolución de los Jóvenes
Turcos” derrocó el régimen de Constantinopla, hecho que se saldaría con el
ahorcamiento de unos 31 oficiales de primera fila, entre ellos varios de los
que habían estado implicados en los planes de los violadores de la Alianza. En Occidente, durante los primeros años del ministerio del Maestro, los
representantes que enviara habían conseguido neutralizar las maquinaciones de
Ibráhím Khayru’lláh -irónicamente la misma persona que había presentado
la Causa a gran número de creyentes americanos-, quien aspiraba a alzarse a la
jefatura mediante su asociación con los violadores de la Alianza de entre los
miembros de la Sagrada Familia. Tales experiencias sin duda prepararon a los creyentes
occidentales para la proclamación formal que había de hacer el Maestro al
anunciar Su posición e instar firmemente a los creyentes a que evitasen
cualquier trato con semejantes elementos facciosos. Sin embargo, sólo fue
gradualmente, conforme las nuevas comunidades pugnaban por superar las
diferencias de opinión y resistir la perenne tentación humana del
faccionalismo, como emergieron las implicaciones de esta gran ley organizativa
de la nueva Dispensación. Al tiempo que ‘Abdu’l-Bahá establecía tanto en Sus discursos públicos como
en conversaciones privadas la visión del mundo de unidad y paz que habría de
generar la Revelación de Dios para nuestro día, el Maestro avisaba
enfáticamente de los peligros que ennegrecían el horizonte inmediato de la Fe y
del mundo. A ambos, decía ‘Abdu’l-Bahá, en palabras de Shoghi Effendi,
aguardaba “un “invierno de severidad sin parangón”. Para la Causa de Dios, aquel invierno se reflejaría en desgarradoras
traiciones a la Alianza. En Norteamérica, por ejemplo, la inconstancia de un
pequeño número de personas, frustradas en sus aspiraciones personales de mando,
acarreó dificultades sin fin para la comunidad; hizo tambalear la fe de
algunos, en tanto que otros simplemente se fueron apartando de la Causa. En
Persia, asimismo, la fe de los amigos fue puesta a prueba reiteradamente por
las maquinaciones de algunas personas ambiciosas que, de improviso, habían
concebido posibilidades de engrandecimiento personal que creían adivinar en los
éxitos obtenidos por el Maestro en Occidente. En ambos casos, las consecuencias
de tales defecciones condujeron, a la postre, al aumento de la devoción de los
creyentes firmes. En cuanto a la humanidad en general, ‘Abdu’l-Bahá avisó en términos
ominosos de la catástrofe que veía aproximarse. Al tiempo que recalcaba la
urgencia de los esfuerzos de reconciliación que podrían aliviar en alguna
medida el sufrimiento de la población mundial, no dejó en Sus oyentes lugar a
dudas acerca de la magnitud del peligro. En uno de los principales periódicos
de Montreal, donde la atención prestada al viaje fue extraordinariamente
exhaustiva, se informaba: “Toda Europa es un campo de batalla. Los
preparativos bélicos terminarán necesariamente en una gran guerra. Los propios
armamentos engendran guerra. Tamaño arsenal debe volar por los aires. Nada hay
de profecía en este punto de vista”, manifestó ‘Abdu’l-Bahá; “se apoya tan sólo
en el razonamiento”.[32] El 5 de diciembre de 1912, la Figura que por toda Norteamérica había sido
aclamada como el “Apóstol de la Paz” zarpaba desde Nueva York a Liverpool. Tras
estancias relativamente breves en Londres y algunos centros británicos visitó
varias ciudades del continente, dedicando de nuevo varias semanas a París,
donde dispuso de los servicios de Hipoplyte Dreyfus, cuyo árabe y persa
escritos cumplían los requisitos del Maestro. Como capital cultural reconocida
de la Europa continental, París era el centro focal de visitantes de numerosas
partes del mundo, incluyendo Oriente. En tanto que las charlas pronunciadas durante
Sus dos prolongadas visitas a la ciudad hacen referencia frecuente a los
grandes temas sociales del momento, éstas se distinguen en particular por una
espiritualidad íntima que debe de haber calado profundamente en los corazones
de quienes tuvieron el privilegio de verle en persona: ¡Alzad vuestros corazones por encima del presente
y mirad con ojos de fe hacia el futuro! Hoy día la simiente está sembrada, el
grano cae en la tierra; mas contemplad el día en que hará crecer un árbol
glorioso cuyas ramas estarán cargadas de frutos. Regocijaos y alegraos pues
este día ha amanecido, tratad de comprender su poder, ¡pues en verdad es
maravilloso! [33] La mañana del 13 de junio de 1913, ‘Abdu’l-Bahá embarcaba en Marsella a
bordo del vapor S. S. Himalaya, que habría de trasladarle hasta Port Said,
Egipto, cuatro días más tarde. Con el regreso a Haifa un 5 de diciembre de 1913
concluía lo que Shoghi Effendi había denominando “Sus viajes históricos”. * Casi exactamente dos años después de lo declarado por ‘Abdu’l-Bahá al
redactor del Montreal Star, se venía estrepitosamente abajo ese mismo mundo que
había disfrutado de una sensación embriagadora de autoconfianza y cuyos
cimientos habían parecían inexpugnables. La catástrofe se relaciona
popularmente con el asesinato en Sarajevo del heredero del trono del Imperio
Austro-Húngaro, y, en efecto, la cadena de desatinos, amenazas temerarias y
llamamientos insensatos al “honor” que desembocaron en la Primera Guerra
Mundial prendieron por causa de este acontecimiento relativamente menor. Sin
embargo, a decir verdad, tal como el Maestro había indicado, los “barruntos”
habidos durante toda la primera década del siglo deberían haber alertado a los
dirigentes europeos sobre la fragilidad del orden existente. En los años 1904-1905, los imperios japonés y ruso habían entrado en guerra
con una violencia que acarreó la destrucción de prácticamente todas las fuerzas
navales de esta última potencia y la entrega de territorios que consideraba de
interés vital, una humillación que arrastraba grandes repercusiones en el
ámbito doméstico e internacional. Durante estos años iniciales del siglo hubo
dos ocasiones en que, gracias a la intervención interesada de otras potencias,
pudo evitarse por escasísimo margen una guerra entre Francia y Alemania
motivada por sus designios imperialistas para el Norte de África. De modo
parecido, en 1911 las ambiciones italianas provocaron una amenaza peligrosa
para la paz internacional al arrebatar al Imperio Otomano lo que hoy se conoce
como Libia. La inestabilidad internacional se agravó aun más, tal como
vaticinara el Maestro, cuando Alemania, sintiéndose constreñida por la malla
creciente de alianzas hostiles, se embarcó en un programa masivo de
construcción naval encaminado a trastocar la primacía británica hasta entonces
reconocida. Venían a exacerbar estos conflictos las tensiones surgidas entre los
pueblos sometidos a los imperios de los Romanov, Habsburgos y Otomanos.
Aguardando tan sólo a que un giro de los acontecimientos rompiese las costuras de
los maltrechos sistemas que los sometían, polacos, checos, eslovacos, bálticos,
rumanos, kurdos, árabes, armenios, griegos, macedonios, eslavos y albaneses
aguardaban ansiosamente al día de su liberación. Por otra parte, explotando
incansablemente esta red de fisuras en el orden existente se encontraba toda
una hueste de conspiraciones, grupos de resistencia y organizaciones
separatistas. Inspiradas por ideologías que oscilaban, en un extremo, desde un
anarquismo casi incoherente hasta obsesiones racistas y nacionalistas
exacerbadas, en otro extremo, estas fuerzas soterradas compartían una
convicción ingenua: si se daba un vuelco a la parte específica del orden
prevaleciente que se había convertido en su diana, la nobleza inherente al
sector que apoyaba sus metas, o la supuesta nobleza de la humanidad en general,
vendría a asegurar una nueva era de libertad y justicia. En medio de estos pretendidos agentes de cambio violento había un
movimiento de amplias bases que avanzaba de modo sistemático y con despiadada
claridad de propósito hacia la meta de la revolución mundial. El Partido
Comunista, cuyos bríos intelectuales y fe en su triunfo final se nutrían de los
escritos del ideólogo decimonónico Karl Marx, había logrado establecer grupos
activos de apoyo a lo largo de Europa y en varios otros países. Convencidos de
que el genio de su maestro había demostrado más allá de toda duda la naturaleza
esencialmente material de las fuerzas que habían dado origen tanto a la
conciencia humana como a la organización social, el movimiento comunista
descartaba la validez tanto de la religión como de las pautas morales
“burguesas”. Desde su punto de vista, la fe en Dios era una debilidad neurótica
en la que había caído la raza humana, una debilidad que meramente había permitido
a las clases gobernantes manipular la superstición trocándola en instrumento
esclavizador de las masas. Para los dirigentes europeos, cada vez más ciegamente próximos a la
conflagración mundial, producto del orgullo y la insensatez, los pasos de gigante
dados por la ciencia y la tecnología representaban en lo fundamental medios con
los que aventajar militarmente a sus rivales. Mas, el enemigo ya no lo
constituían las poblaciones coloniales sumidas en la pobreza, y en su mayoría
carentes de educación, a las que habían conseguido someter. La falsa confianza
que la cacharrería militar había infundido en las potencias europeas terminó
por abocarlas hacia una carrera imparable en pos de ejércitos mejor
pertrechados y de flotas dotadas del armamento moderno más avanzado, y todo
ello a una escala gigantesca. Ametralladoras, cañones de largo alcance,
acorazados, submarinos, minas terrestres, gases venenosos y la posibilidad de
equipar los aeroplanos con vistas a bombardeos dibujaban el perfil de lo que un
comentarista de la época había tachado de “tecnología de la muerte”.[34] Todo
este instrumental de aniquilación, tal como advirtió ‘Abdu’l-Bahá, iba a ser
desplegado y refinado en el curso de la contienda que se avecinaba. La ciencia y la tecnología ejercían asimismo otras presiones, si acaso más
sutiles, sobre el orden existente. La producción industrial a gran escala,
impulsada por la carrera armamentística, había acelerado el movimiento de
población hacia los centros urbanos. A finales del siglo anterior, dicho
proceso se encontraba ya minando lealtades y criterios heredados, exponiendo a
una porción creciente de la población a nuevas ideas sobre el cambio social, y
excitando el apetito de las masas en pos de beneficios materiales que con
anterioridad solamente estaban al alcance de una elite de la sociedad. Incluso
bajo sistemas relativamente autocráticos, el público comenzaba a percibir el
grado en que las autoridades civiles dependían de la eficacia con que lograran
granjearse el respaldo popular. Estos acontecimientos sociales iban a tener
consecuencias imprevistas y de gran alcance. A medida que la guerra se
prolongaba sin fin y se ponía en cuestión la fe irreflexiva en sus
simplicidades, millones de hombres de los ejércitos en armas de ambas partes comenzaron
a ver sus sufrimientos como un sinsentido por sí mismo y estériles en lo que al
bienestar de sus propias familias tocaba. Al margen de las repercusiones de estos cambios tecnológicos y económicos,
los avances científicos parecían abonar las presunciones más simplistas acerca
de la naturaleza humana, y fomentar esa película casi inapreciable que
Bahá’u’lláh denomina “el polvo oscurecedor de todo conocimiento adquirido”[35].
Estos puntos de vista no cuestionados se transmitían a audiencias cada vez mayores.
El sensacionalismo de la prensa popular, los enconados debates entre
científicos o eruditos, por un lado, y de teólogos o clérigos influyentes, por
otro, junto con la rápida difusión de la educación pública, continuaron
socavando la autoridad de las doctrinas religiosas aceptadas, así como de los
criterios morales prevalecientes. Las fuerzas sísmicas del nuevo siglo se aliaron para convertir la situación
que afrontaba el mundo occidental en 1914 en algo intensamente volátil. Por
tanto, al estallar la gran conflagración, la pesadilla superó con creces los
peores temores de las mentes más cuerdas. Carece de sentido analizar en detalle
aquí el cataclismo que supuso la Primera Guerra Mundial. Las solas estadísticas
desbordan cualquier capacidad humana de representación: se calcula que sesenta
millones de personas fueron arrojadas a ese infierno de horror cuyo igual jamás
presenciara la historia, ocho millones de los cuales perecieron en el curso de
la guerra, en tanto que otros diez quedaron permanentemente lesionados por
heridas incapacitantes, pulmones quemados y horribles desfiguraciones [36]. Los
historiadores apuntan que el coste económico
total quizá ascendió a 30 mil millones de dólares, con el resultado de que una
porción sustancial del capital total que constituía la riqueza europea quedó
barrido. Tamañas pérdidas apenas dan idea del panorama de destrucción ocurrido. Una
de las consideraciones que durante mucho tiempo retuvo al Presidente Woodrow
Wilson impidiéndole proponer al Congreso de Estados Unidos que aprobase la
declaración de guerra, que para entonces resultaba casi inevitable, era su
certeza sobre los daños morales que acarrearía. Entre
las distinciones que caracterizaron a este hombre extraordinario -un
hombre de estado cuya visión ensalzaron tanto ‘Abdu’l-Bahá como Shoghi Effendi-
figura su convicción de que el embrutecimiento del ser humano sería el peor
legado de esta tragedia que por entonces asolaba Europa, un legado cuya
corrección trascendía toda capacidad humana.[37] La reflexión sobre la magnitud de los sufrimientos experimentados por la
humanidad en los cuatro años de guerra, -y los reveses propinados al largo y
doloroso proceso de civilización del ser humano- confieren trágica fuerza a las
palabras que el Maestro había dirigido tan sólo dos o tres años antes a los
auditorios de diferentes ciudades europeas (Londres, París, Viena, Budapest y
Stuttgart) y norteamericanas. Hablando cierta noche en el hogar de los Maxwell
en Montreal, había dicho: Hoy día, el mundo de la humanidad camina en la
oscuridad debido a que ha perdido contacto con el mundo de Dios. Por ello no
percibimos los signos de Dios en los corazones de los hombres. El poder del
Espíritu Santo ya no ejerce influencia. Cuando la iluminación espiritual divina
se hace manifiesta en el mundo de la humanidad, cuando la instrucción y la guía
divinas hacen acto de presencia, es entonces cuando tiene lugar la iluminación,
cuando cobra forma dentro de él un nuevo espíritu, desciende un nuevo poder y
es dada una nueva vida. Es como nacer del reino animal al reino del hombre
(...) Rezaré, como vosotros asimismo debéis rezar, pidiendo que tal favor
celestial se vea cumplido; para que sean desterradas las luchas y la enemistad,
para que desaparezca la guerra y el derramamiento de sangre; para que los
corazones consigan comunicación ideal y para que todas las gentes beban de la
misma fuente.[38 ABC, pp. 31-32] El vengativo tratado de paz que las potencias aliadas impusieron a los
vencidos sólo consiguió, tal como ‘Abdu’l-Bahá y Shoghi Effendi han señalado,
sembrar la semilla de otro conflicto aún más terrible. Las ruinosas
reparaciones de guerra exigidas a los derrotados -y la injusticia que les
obligaba a aceptar toda la culpa por una guerra de la que cada una de las
partes era, en una medida u otra, responsable- figuran entre los factores que
prepararían a los desmoralizados pueblos de Europa a abrazar unas promesas
totalitarias de alivio que, de lo contrario, quizá no habrían contemplado. Irónicamente, por más severas que fuesen las reparaciones exigidas a los
vencidos, los supuestos vencedores cayeron penosamente en la cuenta de que su
triunfo -y las exigencias anejas de rendición incondicional- aparejaban un
precio igualmente devastador. Las impresionantes deudas de guerra pusieron fin
para siempre a la hegemonía económica que las naciones europeas habían logrado
sobre el resto del planeta a lo largo de tres siglos de explotación
imperialista. La muerte de millones de jóvenes, cuyas vidas hubieran sido
urgentemente necesarias para afrontar los desafíos de las décadas ulteriores
supuso una pérdida irrecuperable por siempre jamás. En efecto, la propia Europa
-que apenas unos pocos años antes había representado la cumbre visible de la
civilización y poderío mundiales- perdió a un tiempo su preeminencia y comenzó
el deslizamiento imparable de los decenios siguientes hacia su estatus como
elemento auxiliar del nuevo centro ascendente de poder: Estados Unidos. Inicialmente, parecía que la visión de futuro concebida por Woodrow Wilson
llegaría a cumplirse ahora. En parte sí se cumplió, en la medida en que los
pueblos sometidos de toda Europa conseguían la libertad para dirigir sus
propios destinos al resurgir como una serie de estados nacionales de entre las
ruinas de antiguos imperios. Más aún, los “Catorce Puntos” del Presidente
infundieron a sus declaraciones públicas una autoridad moral tan grande en la
mente de millones de europeos que ni siquiera el más recalcitrante de sus
colegas de las potencias aliadas hubiera podido desatender por completo sus
deseos. A pesar de meses de porfía en torno a las colonias, fronteras y
cláusulas insertas en el texto del tratado de paz, los acuerdos de Versalles
acomodaron una versión atenuada de la propuesta Sociedad de Naciones, una
institución que, se confiaba, podría solventar futuras disputas entre naciones
poniendo orden y concierto en los asuntos internacionales. El comentario de Shoghi Effendi sobre el significado de esta histórica
iniciativa exige reflexión por parte de todo bahá’í que desee comprender los
acontecimientos de este siglo turbulento. Al describir dos acontecimientos
estrechamente relacionados que suelen vincularse al surgimiento de la paz
mundial, recalca el hecho de que están “destinados a culminar, en la plenitud
del tiempo, en una sola gloriosa consumación” [39]. El primero lo relaciona el
Guardián con la misión de la comunidad bahá’í del continente norteamericano; el
segundo, con el destino de Estados Unidos en tanto nación. Hablando de este
último fenómeno, que se remontaba al estallido de la primera guerra mundial,
Shoghi Effendi escribe: Recibió su impulso inicial mediante la formulación
de los Catorce Puntos del Presidente Wilson, relacionando estrechamente por
primera vez a esa república con los destinos del Viejo Mundo. Sufrió su primer
revés al desvincularse dicha república de la recién nacida Sociedad de Naciones
que aquel Presidente se había afanado por crear (...) Y sin embargo, por muy
larga y tortuosa que sea la senda, debe conducir, mediante una serie de victorias
y reveses, a la unificación política de los Hemisferios oriental y occidental,
al surgimiento de un gobierno mundial y al establecimiento de la Paz Menor, tal
como lo predice Bahá’u’lláh y vaticinó el profeta Isaías. Finalmente ha de
culminar en el despliegue del estandarte de la Más Grande Paz, en la Edad de
Oro de la Dispensación de Bahá’u’lláh.[40] Cuán trágico, pues, fue el destino de la concepción que había inspirado los
esfuerzos del presidente norteamericano. No tardó en descubrirse que la Sociedad
de Naciones había nacido muerta. Aunque incluía rasgos tales como un poder
legislativo, judicial y ejecutivo, así como su propia burocracia, se le había
negado la autoridad esencial para realizar los cometidos para los que de forma
ostensible había sido ideada. Atrapada en la concepción decimonónica de una
soberanía nacional ilimitada, sólo podía tomar decisiones con el consentimiento
unánime de los Estados miembros, un requisito que en su mayor parte descartaba
cualquier actuación efectiva.[41] La vacuidad del sistema quedó puesta en
evidencia, igualmente, al no incluir a algunos de los países más poderosos del
mundo: Alemania había sido rechazada como nación derrotada y responsable de la
guerra; Rusia vio denegado su acceso debido a su régimen bolchevique, y Estados
Unidos mismo rechazó, como consecuencia de la cerrazón partidista en el
Congreso, sumarse a la Sociedad o ratificar el tratado. Irónicamente, incluso
los tibios esfuerzos realizados para proteger a las minorías étnicas que vivían
en los estados nacionales recién creados se demostraron poco más que armas
arrojadizas para los continuos conflictos fratricidas en Europa. En suma, precisamente en un momento de la historia humana en que un
estallido de violencia sin precedentes carcomía los venerables bastiones que
marcaban la pauta de la vida civilizada, los dirigentes políticos del mundo
occidental castraban el único sistema alternativo de orden internacional
surgido de la experiencia de la gran catástrofe, el único sistema que podía
haber aliviado el sufrimiento aún mayor que acechaba. Sirvan de contrapunto las
proféticas palabras de ‘Abdu’l-Bahá: “Paz, paz (...) proclaman sin cesar los
labios de los potentados y pueblos, en tanto que el fuego de odios sin apagar
todavía rescolda en sus corazones”. “Los males que padece el mundo hoy día”,
añadió en 1920, “se multiplicarán; la lobreguez que lo envuelve se espesará
(...) las potencias derrotadas continuarán agitándose. Recurrirán a todas las
medidas con tal de reavivar la llama de la guerra”.[42] * Mientras el infierno de la guerra se apoderaba del mundo, ‘Abdu’l-Bahá
dirigió Su atención a la única tarea de Su ministerio aún pendiente: asegurar
la proclamación por los rincones más recónditos de la Tierra de ese mismo
mensaje igualmente desoído o rechazado por las sociedades islámicas y
occidentales. El instrumento que concibió para este fin fue el Plan Divino,
dispuesto en catorce grandes Tablas, cuatro de las cuales iban dirigidas a la
comunidad bahá’í de Norteamérica y 10 de forma subsidiaria a cinco segmentos
específicos de dicha comunidad. Junto con la Tabla del Carmelo de Bahá’u’lláh y
el Testamento del Maestro, las Tablas del Plan Divino fueron descritas por
Shoghi Effendi como las tres “Cartas Fundacionales” de la Causa. El Plan
Divino, revelado durante los años aciagos de la guerra, entre 1916 y 1917,
emplazaba al pequeño conjunto de creyentes norteamericanos y canadienses a
asumir el papel rector en el establecimiento de la Causa de Dios por todo el
planeta. La repercusiones de esta encomienda eran asombrosas. En palabras del
Maestro: La esperanza que acaricia ‘Abdu’l-Bahá para vosotros es que el mismo
triunfo que fue cosechado por vuestros esfuerzos en América corone vuestros
afanes en otras partes del mundo, que a través de vosotros se extienda la fama
de la Causa de Dios por todo el Oriente y Occidente, y que el advenimiento del
Reino del Señor de las Huestes se proclame en los cinco continentes del globo.
En el momento en que este Mensaje divino sea trasladado por los creyentes norteamericanos
desde las orillas de América y se propague por los continentes de Europa, Asia,
África y Australia, y hasta las distantes islas del Pacífico, esta comunidad se
encontrará firmemente establecida en el trono de dominio sempiterno. Entonces
todos los pueblos del mundo presenciarán que esta comunidad está iluminada
espiritualmente y divinamente guiada. Entonces la tierra entera resonará con
las alabanzas de su majestad y grandeza (...) [43] Shoghi Effendi nos recuerda que esta misión histórica, descrita por él como
“el derecho de nacimiento de la Comunidad bahá’í norteamericana” [44], se funda
en las palabras de las dos Manifestaciones de Dios dirigidas a la edad de la
madurez de la humanidad. Se dio a conocer por vez primera en palabras del Báb, Quien
emplazó a los “pueblos de Occidente” a “salir de vuestras ciudades”, para
“ayudar a Dios hasta el Día en que el Señor de Misericordia descenderá sobre
vosotros a la sombra de las nubes (...)”, y para llegar a ser “verdaderos
hermanos en la única e indivisible religión de Dios, libres de distinción,
(...) de modo que os veáis reflejados en ellos, y ellos en vosotros” [45]. En
el emplazamiento que dirigió a los “gobernantes de América y los Presidentes de
sus Repúblicas”, el propio Bahá’u’lláh trasmitió un mandato que carece de
paralelo entre todos Sus pronunciamientos destinados a los dirigentes
mundiales: “ Al quebrantado, vendadlo con las manos de la justicia, y al
opresor floreciente, aplastadlo con la vara de los mandamientos de vuestro
Señor, el Ordenador, el Omnisciente”.[46] Fue también Bahá’u’lláh Quien enunció
una de las verdades más profundas sobre el proceso que informa el
desenvolvimiento de la civilización: “La Luz de su Revelación ha despuntado en
el Oriente; los signos de su dominio han aparecido en el Occidente. Examinad
esto en vuestros corazones, oh pueblo (...)”.[47] Aunque el Plan Divino iba a quedar “en suspenso” , tal como el Guardián
habría de manifestar más tarde, hasta que se diera cuerpo al necesario sistema
que habría de ejecutarlo, ‘Abdu’l-Bahá había seleccionado, facultado y
transmitido un mandato a una compañía de creyentes que encabezaría el
lanzamiento de la empresa. La propia vida del Maestro se acercaba rápidamente a
su fin; empero, los tres últimos años tras la conclusión de la guerra mundial,
vistos retrospectivamente, parecen dar una idea de las victorias que la propia
Causa habría de cosechar a lo largo del siglo. Las condiciones cambiantes de
Tierra Santa permitieron que el Maestro prosiguiera Sus labores sin estorbos,
pudiendo crear las condiciones en que el brillo de Su mente y espíritu habrían
de extender su influencia sobre los oficiales de Gobierno, los dignatarios de
toda condición que solían visitarle, y las diversas comunidades que constituían
la población de Tierra Santa. La propia Potencia Mandataria procuró expresar su
aprecio por el efecto integrador de Su ejemplo y labores filantrópicas
confiriéndole el rango de Caballero [48]. Más importante aún, un renovado flujo
del peregrinos y de Tablas dirigidas a las comunidades bahá’ís tanto de Oriente
como de Occidente estimularon una expansión de las labores de enseñanza y una
mayor comprensión por parte de los amigos acerca de las implicaciones del
mensaje bahá’í. Quizá nada ilustra con mayor viveza el triunfo espiritual alcanzado por el
Maestro en el Centro Mundial de la Fe como los acontecimientos vividos en Haifa
tras Su ascensión, ocurrida en la madrugada del 28 de noviembre 1921. Al día
siguiente una enorme multitud de miles de personas, representativas de las
diversas razas y sectas de la región, seguía los pasos del cortejo fúnebre
hasta las faldas del Monte Carmelo en un sentido duelo tal como la ciudad jamás
había presenciado. Encabezaban el paso representantes del Gobierno británico,
miembros de la comunidad diplomática y las máximas dignidades de todas las
confesiones religiosas de la zona, varias de las cuales participaron en los
oficios celebrados en el Santuario del Báb. El duelo de los concurrentes -real,
incontenido y solidario- reflejaba el súbito reconocimiento de que se había
producido la pérdida de una Figura cuyo ejemplo había sido foco de unidad en un
territorio airado y dividido. Para los dotados de visión, todo ello era en sí
mismo una reivindicación de la unidad de la humanidad que incansablemente
proclamara el Maestro. IV Con el
fallecimiento de ‘Abdu’l-Bahá, tocaba a su fin la Edad Apostólica de la Causa.
La intervención divina que había comenzado setenta años antes, la noche en que
el Báb declaró Su misión a Mullá ?usayn -y el propio ‘Abdu’l-Bahá había nacido-, concluía su trabajo. En
palabras de Shoghi Effendi, había sido “un período con cuyos esplendores no
podría compararse ninguna victoria, por más que brillante, de esta época o del
futuro (...)” [49]. Adelante quedaban los mil o miles de años en los que las
potencialidades que esta fuerza creativa ha implantado en la conciencia humana
habrán de desplegarse gradualmente. La contemplación de tan magna coyuntura en la historia de la civilización
subraya en marcado contraste la Figura cuya naturaleza y papel han sido únicos
en estos seis mil años de proceso histórico. Bahá’u’lláh denominó a
‘Abdu’l-Bahá “el Misterio de Dios”. Shoghi Effendi Lo describió como “el Centro
y Pivote” de la Alianza de Bahá’u’lláh, el “Ejemplo perfecto” de las enseñanzas
de la Revelación de Dios para la edad de la madurez humana, y el “Venero de la
Unidad de la Humanidad”. Ningún fenómeno que pueda compararse en modo alguno
con Su aparición ha caracterizado a ninguna de las Revelaciones divinas que
alumbraran a los demás grandes sistemas religiosos de la historia; y todos
éstos han sido esencialmente etapas que preparaban a la humanidad para su
madurez. ‘Abdu’l-Bahá fue la Creación suprema de Bahá’u’lláh, el Ser que hizo
posible todo lo demás. Comprender esta verdad es lo que impulsó a escribir lo
que sigue a un perspicaz creyente bahá’í norteamericano: Correspondía ahora hacer entrega del mensaje de
Dios, y no había humanidad que escuchase este mensaje. Por tanto, Dios concedió
al mundo a ‘Abdu’l-Bahá. ‘Abdu’l-Bahá recibió el mensaje de Bahá’u’lláh en
nombre de la raza humana. Él escuchó la voz de Dios; quedó inspirado por el
espíritu; alcanzó una conciencia y comprensión completas del significado de
este mensaje, y comprometió a la raza humana a que respondiese a la voz de Dios
(...) para mí ésa es la Alianza: el
que hubiera en esta tierra alguien que pudiera actuar como representante de una
raza todavía sin crear. Había sólo tribus, familias, credos, clases, etcétera,
pero no había hombre alguno excepto ‘Abdu’l-Bahá, y ‘Abdu’l-Bahá, en tanto
hombre, hizo Suyo el mensaje de Bahá’u’lláh prometiendo a Dios que atraería al
pueblo a la unidad de la humanidad, y que crearía una humanidad que pudiera ser
cauce de las leyes de Dios [50]. Al comenzar Su misión sin auxilio alguno, en calidad de prisionero de un
ignorante régimen brutal y asediado implacablemente por hermanos infieles que,
en última instancia, deseaban Su muerte, el Maestro hizo de la comunidad persa
bahá’í una espléndida demostración del desarrollo social que la Causa podía
originar, inspiró la expansión de la Fe por todo Oriente, alzó comunidades de
creyentes devotos a lo largo de Occidente, diseñó un plan para la expansión
mundial de la Causa, Se granjeó el respeto y la admiración de las autoridades
del pensamiento allá donde alcanzó Su influencia, y proporcionó a los
seguidores de Bahá’u’lláh de todo el mundo un conjunto inmenso de orientaciones
autoritativas relacionadas con el propósito de las leyes y enseñanzas de la Fe.
Con enorme dolor y dificultades, erigió sobre las laderas del Monte Carmelo el
Santuario que aloja los restos mortales del martirizado Báb, punto focal de los
procesos mediante los cuales habrá de organizarse gradualmente la vida de
nuestro planeta. Mediante todo ello, y en cada una de las menores ocasiones de
una vida repleta de cuitas y exigencias de toda clase -una vida expuesta en
todo tiempo al examen de amigos y enemigos por igual- aseguró Él que la
posteridad recibiese el tesoro con el que poetas, filósofos y místicos han
soñado en toda época: un dechado de inmaculada perfección humana. Y por último, fue ‘Abdu’l-Bahá Quien garantizó que el Orden Divino
concebido por Bahá’u’lláh para la unificación de la raza humana y la
institución de la justicia en la vida colectiva de la humanidad quedase
provisto de los medios requeridos para realizar el propósito de su Fundador.
Para que exista la unidad entre los seres humanos, incluso en el plano más
sencillo, han de darse dos condiciones. Quienes participen deben en primer
lugar estar de acuerdo sobre la naturaleza de la realidad, puesto que ello
afecta a sus relaciones mutuas y su trato con el mundo fenoménico. En segundo
lugar deben dar asentimiento a algún medio reconocido y autorizado que permita
la adopción de las decisiones que han de afectar a su relación recíproca y
determinar sus metas colectivas. La unidad no es meramente una condición que surja de ciertos sentimientos
de buena voluntad mutua o de propósito común, por más profundos y sinceros que
sean esos sentimientos, del mismo modo que un organismo no es mero producto de
la asociación fortuita y amorfa de varios elementos. La unidad es un fenómeno
de poder creativo, cuya existencia se hace aparente a través de los efectos que
produce la acción colectiva y cuya ausencia queda en evidencia por la
impotencia de tales esfuerzos. Por muy limitada que haya estado frecuentemente
debido a la ignorancia y la perversidad, dicha fuerza ha sido la influencia
primaria que ha impulsado el avance de la civilización, ha alumbrado códigos de
leyes, instituciones sociales y políticas, obras artísticas, innumerables
logros tecnológicos, grandes avances morales, la prosperidad material, y
dilatados períodos de paz pública cuyo resplandor ha pervivido en el recuerdo
de las generaciones ulteriores como soñadas “épocas de oro”. Mediante la Revelación transmitida por Dios a una humanidad llegada a su
madurez, las plenas potencialidades de esta fuerza creativa han sido liberados,
al fin, dando lugar a los medios necesarios para la realización del propósito
divino. En Su Testamento, descrito por Shoghi Effendi como la “Carta
Fundacional” del Orden Administrativo, ‘Abdu’l-Bahá pormenorizó la naturaleza y
papel de las dos instituciones que son Sus sucesoras designadas y cuyas funciones
complementarias garantizan la unidad de la Causa bahá’í y el logro de su misión
mientras dure la Dispensación: la Guardianía y la Casa Universal de Justicia.
Puso un énfasis especialmente intenso en la autoridad que así se transmitía: Cualquier cosa que ellos decidan es de Dios. Quienquiera que no le obedezca
a él o a ellos, no ha obedecido a Dios; quienquiera que se rebele contra él o
contra ellos, se ha rebelado contra Dios; quienquiera que se le oponga a él se
ha opuesto a Dios; quienquiera que dispute con ellos, ha disputado con Dios
(...) [51] Shoghi Effendi ha
explicado el significado de este Texto extraordinario: El Orden Administrativo que este Documento
histórico ha establecido, conviene señalar, es, en virtud de su origen y
carácter, único en los anales de los sistemas religiosos del mundo. Ningún
Profeta anterior a Bahá’u’lláh -puede afirmarse con seguridad-, (...) ha
establecido, de forma autorizada y por escrito, nada comparable al Orden
Administrativo que ha instituido el Intérprete autorizado de las enseñanzas de
Bahá’u’lláh, Orden que (...) habrá de resguardar del cisma, de una manera sin
parangón en ninguna religión previa, a la Fe de la cual ha brotado.[52] Antes de la lectura y promulgación del Testamento, la gran mayoría de los
miembros de la Fe daban por descontado que la siguiente etapa en la evolución
de la Causa sería la elección de la Casa Universal de Justicia, la institución
fundada por el propio Bahá’u’lláh en el Kitáb-i-Aqdas como órgano rector del
mundo bahá’í. Un hecho cuya comprensión reviste importancia para los bahá’ís
actuales es que antes de entonces el concepto de Guardianía era desconocido en
la comunidad bahá’í. Grande fue la alegría al tenerse noticia de la distinción
singular que el Maestro había conferido a Shoghi Effendi y de la continuidad
que este papel daba al vínculo establecido con los Fundadores de la Fe. Hasta
entonces, sin embargo, se desconocía que la intención de Bahá’u’lláh fuera la
de dar lugar a tal institución y la función de interpretación que le correspondería
cumplir, una función cuya importancia vital desde entonces se ha hecho evidente
y que el conocimiento posterior muestra claramente que estaba implícita en
determinados Escritos Suyos. Lo que desbordaba la imaginación de cualquier persona de aquel entonces,
fieles o no, fue la transformación que el Testamento del Maestro iba a producir
en la vida de la Causa. “Si supieras lo que ha de venir después de Mí”, había
declarado ‘Abdu’l-Bahá, “sin duda desearías que mi fin se apresure”.[53] V Para reconocer el
puesto de la Guardianía en la historia bahá’í debemos empezar por una
consideración objetiva sobre las circunstancias en las que hubo de llevarse a
efecto la misión de Shoghi Effendi. Especialmente importante es el hecho de que
la primera mitad de este ministerio se desarrollase durante el período de
entreguerras, un período caracterizado por una incertidumbre y ansiedad
acentuadas en todas las facetas de la vida humana. Por un lado, se habían
realizado avances significativos para superar las barreras entre naciones y
clases; por otro lado, la impotencia política y la parálisis económica
resultante limitaron en gran medida los esfuerzos realizados para aprovechar
estos avances. Cundía por doquier la sensación de que hacía falta urgentemente
una redefinición profunda de la sociedad y el papel que habían de desempeñar en
ellas las instituciones; en definitiva, claro es, hacía falta una redefinición
del propósito de la vida humana misma. Al término de la primera guerra mundial la humanidad se veía, en algunos
respectos importantes, capaz de explorar posibilidades jamás imaginadas con
anterioridad. Por toda Europa y Cercano Oriente habían quedado barridos los
sistemas absolutistas que habían figurado entre las barreras más poderosas
contra la unidad. Asimismo, en gran medida y por doquier eran puestos en
entredicho los fosilizados dogmas religiosos que habían prestado apoyo moral a
las fuerzas del conflicto y la alienación. Los pueblos antes sometidos
disponían ahora de libertad para trazar los planes que regirían sus destinos
futuros, asumiendo así responsabilidad sobre sus relaciones mutuas por la vía
de los nuevos estados nacionales que creara el tratado de Versalles. El mismo
ingenio que se había dedicado a producir armas de destrucción empezaba a
dedicarse a las tareas desafiantes, pero gratificadoras, de la expansión
económica. De los días más sombríos de la guerra habían aflorado historias
conmovedoras, tales como la que impulsó a los soldados británicos y alemanes a
abandonar brevemente los mataderos de las trincheras para conmemorar juntos el
nacimiento de Cristo, hecho en el que se adivinaba una vislumbre de la unidad
de la raza humana que el Maestro había proclamado incansablemente en Sus viajes
por ese mismo continente [54]. Más importante aún, un esfuerzo extraordinario
de imaginación había llevado a que la humanidad diera un paso adelante en su
unificación. Los dirigentes mundiales, bien que a su pesar, habían creado un
sistema consultivo internacional que, aun estando desgarrado por intereses
creados, confería al ideal de un orden internacional su primer amago de forma y
estructura. El propio despertar de la postguerra se expresó en todos los rincones del
mundo. Bajo la dirección de Sun Yat-sen, el pueblo chino arrojaba por la borda
el decadente régimen imperial que había malogrado el bienestar del país, y se
aprestaba a sentar las bases para el renacer de su antigua grandeza. A través
de Latinoamérica, pese a terribles y reiterados reveses, los movimientos
populares pugnaban igualmente por recobrar el control de los destinos de sus
países y hacer uso de los inmensos recursos naturales del continente. En la
India, una de las figuras más señeras del siglo, Mohandas Gandhi, se embarcaba
en una empresa que no sólo habría de revolucionar la trayectoria de su país,
sino que además permitió demostrar de forma concluyente ante el mundo lo que la
fuerza espiritual puede lograr. África todavía aguardaba a su hora predestinada
al igual que los habitantes de otras tierras coloniales; aun así, para cualquiera
con ojos para ver, era claro que estaba en marcha un proceso de cambio que, en
última instancia, no podría atajarse puesto que representaba los anhelos
universales de la humanidad. Dichos avances, por más que esperanzadores, no podían ocultar la tragedia
histórica ocurrida. Durante la segunda mitad del siglo XIX, la proclamación del
Día de Dios que Bahá’u’lláh hizo llegar a los gobernantes de la época, en cuyas
manos reposaban los destinos de la humanidad, o bien había sido rechazada o
bien había sido desoída por sus destinatarios tanto de Oriente como de
Occidente. Recapacitar sobre tamaña quiebra de fe arroja una perspectiva
aleccionadora sobre la respuesta subsiguiente que recibió la misión de
‘Abdu’l-Bahá en Occidente. Si bien cabe alegrarse de las alabanzas volcadas
desde todos los ámbitos sobre el Maestro, los resultados inmediatos de Sus
esfuerzos traslucían el inmenso fracaso moral de una porción considerable de la
humanidad y de sus rectores. El mismo mensaje que fuera acallado en Oriente sufría
en lo esencial idéntico desaire por parte del mundo occidental, presto a
deslizarse por el sendero de la ruina que desde tiempo atrás se había ido
labrando con su engreída complacencia, hasta desembocar, finalmente, en la
traición del ideal que encarnaba la Sociedad de Naciones. En consecuencia, los dos decenios que siguieron a la asunción de
responsabilidades por parte de Shoghi Effendi de reivindicar la Causa de Dios
fueron un período de penumbra creciente en todo el mundo occidental, hecho que
parecía reflejar un colosal revés en el proceso de integración y
esclarecimiento tan confiadamente proclamado por el Maestro. Era como si la
vida política, social y económica hubieran desembocado en una especie de limbo.
Surgieron graves dudas sobre si la tradición liberal democrática sería capaz de
afrontar los problemas de la época; y, en efecto, en varios países europeos,
los gobiernos inspirados por tales principios se vieron reemplazados por
regímenes autoritarios. Muy pronto, el desplome económico de 1929 abocó a la
reducción general del bienestar material, con todas las inseguridades morales y
psicológicas que se derivaron de ello. Apreciar estas circunstancias nos ayuda a comprender la magnitud del
desafío que hubo de afrontar Shoghi Effendi al comienzo de su ministerio. Por
lo que respecta a la condición objetiva de la humanidad, tal como la conoció,
nada había que inspirase confianza en que la visión del nuevo mundo que le
fuera legada al Guardián por los Fundadores de la Causa bahá’í pudiera abrirse
paso significativamente fuera cual fuese el plazo que le hubiera sido concedido
vivir. El instrumento de que disponía tampoco parecía haber alcanzado el fuste, la
elasticidad o la complejidad requeridas por la empresa. En 1923, cuando Shoghi
Effendi pudo asumir finalmente la plena dirección de la Causa, el grueso de los
seguidores de Bahá’u’lláh consistía en el conjunto de los creyentes de Irán, de
cuyo número apenas cabía entonces realizar cálculos fiables. Carente de una
mayoría de los medios necesarios para la promoción de la Causa, y gravemente
limitada en sus recursos materiales, la comunidad iraní sufría los embates de
un continuo acoso. En Norteamérica, tras serles encomendadas las
responsabilidades descomunales del Plan Divino, las pequeñas comunidades de
creyentes se debatían con las dificultades inmediatas de ganarse el sustento
para sí y sus familias a medida que se agudizaba la crisis económica. En
Europa, Australasia y el Lejano Oriente, la antorcha de la fe se mantenía
encendida gracias a grupos bahá’ís incluso más pequeños, al igual que lo hacían
los grupos, familias y creyentes aislados esparcidos por el resto del globo. La
bibliografía, incluso en inglés, resultaba inadecuada, y la tarea de traducir
los Escritos a otros idiomas principales o de allegar los fondos para su
publicación representaba una carga casi imposible. Aunque la visión transmitida por el Maestro ardía más brillante que nunca,
los medios a su disposición debieron de representárseles a los bahá’ís
penosamente inadecuados frente a las condiciones imperantes. Los toscos y
negros cimientos del futuro Templo Madre de Occidente, que dominaba el lago al
norte de Chicago, parecían una burla frente a la brillante concepción que había
deslumbrado al mundo arquitectónico tan sólo años antes. En Bagdad, la “Casa
Más Sagrada”, designada por Bahá’u’lláh como el centro focal de peregrinación
bahá’í, había sido capturada por oponentes de la Fe. En la propia Tierra Santa,
la Mansión de Bahá’u’lláh caía en ruinas como consecuencia de la incuria de los
violadores de la Alianza que la ocupaban, y el Santuario que albergaba los
preciosos restos del Báb y de ‘Abdu’l-Bahá apenas había pasado de ser la simple
estructura de piedra alzada por el Maestro. Una serie de consultas exploratorias celebradas con bahá’ís destacados dejó
patente ante el Guardián que incluso una discusión formal con creyentes
cualificados sobre la creación de una secretaría internacional no sólo sería
inútil, sino probablemente contraproducente. Por tanto, fue en soledad como
Shoghi Effendi acometió la tarea de dar impulso a la inmensa empresa que le
fuera confiada en sus manos. Cuán completamente solo se halló es algo casi
imposible de comprender para la presente generación de bahá’ís; mas en la
medida en que se advierte, el resultado se revela agudamente doloroso. Al comienzo, el Guardián dio por descontado que los miembros de la familia
extensa del Maestro, Cuyo distinguido ascendiente les había procurado inmenso
respeto por parte de los bahá’ís de todo el mundo, acogerían la oportunidad de
ayudarle en la realización del propósito que el Maestro había establecido con
un lenguaje tan imperativo y conmovedor. En consecuencia invitó a sus hermanos,
primos y a una de sus hermanas, cuya educación los capacitaba para semejantes cometidos,
a proporcionar el apoyo administrativo que exigía la labor de la Guardianía.
Trágicamente, con el paso del tiempo, todas y cada una de estas personas se
demostraron insatisfechas e indiferentes al papel de apoyo que se les había
encomendado. Cosa mucho más seria, Shoghi Effendi hubo de afrontar una
situación en la que la autoridad que le había sido conferida, aunque expresada
en términos tajantes en el Testamento, se miraba entre sus familiares como
revestidas de un carácter relativamente nominal. Estas personas prefirieron
considerar que la jefatura de la Fe era esencialmente un asunto familiar en el
que habría de concederse gran peso a los puntos de vista de las figuras de más
edad, supuestamente mejor cualificadas para ejercer tal prerrogativa. Comenzando
por demostraciones de hosca resistencia, la situación experimentó un continuo
deterioro hasta el extremo de que en determinado momento los hijos y nietos de
‘Abdu’l-Bahá se arrogaron la libertad de mostrar su desacuerdo con el sucesor
designado y de desobedecer sus instrucciones. Rú?íyyih Khánum,
testigo de las últimas etapas de este proceso degenerativo, padeció enormemente
al presenciar sus efectos en las labores de la Causa y en la persona del
Guardián. Hablando de esta situación escribe: (...) hay que comprender la vieja historia de Caín y Abel, la historia de
los celos familiares que, cual sombría madeja en el tejer de la historia
entrecruza todas sus épocas, puede rastrearse en todos sus acontecimientos
(...). La debilidad del corazón humano, que tan a menudo se apega a un objeto
indigno, la debilidad de la mente humana, predispuesta al orgullo y
engreimiento en sus opiniones, sumergen a los seres humanos en un remolino de
emociones que ciegan su juicio y los desencaminan (...). Aunque este fenómeno
de la violación de la Alianza parece ser un aspecto inherente de la religión,
no quiere ello decir que carezca de efectos dañinos sobre la Causa (...). Sobre
todo, no significa que no se traduzca en un efecto devastador en el Centro de
la Alianza misma. La vida entera de Shoghi Effendi se vio ensombrecida por los
sañudos ataques personales vertidos contra su persona.[55] Tan sombrío panorama arroja si acaso una luz más intensa sobre los méritos
de la Hoja Más Sagrada, hermana de ‘Abdu’l-Bahá y última superviviente de la
Edad Heroica de la Fe. Bahíyyih Khánum desempeñó un papel vital en la
salvaguarda de los intereses de la Causa a la muerte del Maestro, tiempo
durante el cual se convirtió en el único apoyo efectivo de Shoghi Effendi. Su
fidelidad despertó en su pluma los pasajes más hondamente conmovedores que
escribiera el Guardián. El apóstrofe que le dedicó a su muerte en 1932 queda
reflejado en una carta dirigida a los bahá’ís de “todo Occidente”, la cual reza
en parte: Sólo las generaciones del futuro y plumas más
hábiles que la mía podrán rendir y rendirán digno tributo a la sobresaliente
grandeza de su vida espiritual, al papel señero que desempeñó durante las
etapas tumultuosas de la historia bahá’í, a las expresiones de incalificable
alabanza que brotaron de la pluma tanto de Bahá’u’lláh como de ‘Abdu’l-Bahá, el
Centro de Su Alianza, al influjo que ella ejerció en el curso de algunos de los
magnos acontecimientos en los anales de la Fe, aunque no haya quedado
registrado y en lo fundamental no tenga siquiera sospecha de ello la masa de
sus apasionados admiradores de Oriente y Occidente, igual que los sufrimientos
que padeció, los sacrificios que hizo, los raros dones de constante compasión
que ella demostraba tan sorprendentemente: éstos y otros muchos rasgos aparecen
tan inseparablemente entrelazados con el tejido de la propia Causa que ningún
historiador del futuro podrá permitirse desatenderlos o rebajarlos (...) ¿Cuál
de las bendiciones habré de referir, bendiciones que en su solicitud
incondicional derramó sobre mí en las horas más críticas y agitadas de mi vida?
Para mí, tan completamente necesitado de la gracia vivificante de Dios, ella
fue el símbolo viviente de muchos de los atributos que había aprendido a
admirar en ‘Abdu’l-Bahá.[56] Durante largos años, el Guardián sintió que la protección de la Causa le
exigía mantener silencio sobre el deterioro de la situación de la Sagrada
Familia. Sólo cuando la oposición dio paso a un estallido de actos de abierto
desafío, que al final condujo a los familiares a la vergonzosa colaboración e
incluso matrimonio con miembros de la misma camarilla de violadores de la
Alianza (contra cuya traición había advertido el Testamento del Maestro en
términos vehementes) así como con una familia vecina profundamente hostil a la
Causa, sólo entonces se sintió forzado Shoghi Effendi a poner en evidencia ante
el mundo bahá’í la naturaleza de las fechorías con las que había tenido que
enfrentarse.[57] Tan lamentable historia importa para una comprensión de la Causa en el
siglo XX no sólo, en términos del Guardián, por “los estragos” que ocasionó en
la Sagrada Familia, sino también por la luz que arroja sobre los desafíos
crecientes que la comunidad bahá’í habrá de arrostrar en los años futuros,
desafíos predichos en lenguaje explícito tanto por el Maestro como por el
Guardián. Aparte de la insinceridad que caracterizara a un crecido número de
ellos, los parientes de Shoghi Effendi demostraron tener poca o ninguna
conciencia de la naturaleza espiritual del papel que le había sido conferido en
el Testamento. El hecho de que la Revelación de Dios para la edad de la madurez
de la humanidad llevase aparejada, como rasgo central de su misión, la
autoridad esencial para la reestructuración del orden social representaba un
reto espiritual que apenas parecían capaces de comprender (si es que lo
intentaron alguna vez). El abandono en que dejaron al Guardián constituye una
lección que quedará para la posteridad a lo largo de los siglos de la
Dispensación bahá’í. El destino de esta compañía sumamente privilegiada, aunque
indigna, de seres humanos subraya ante los lectores de su historia tanto el
significado que reviste la Alianza de Bahá’u’lláh para la unificación de la
humanidad como las exigencias irrenunciables que impone a quienes se acogen a
su amparo. * Al considerar los acontecimientos del ministerio de Shoghi Effendi, los
bahá’ís deben hacer un esfuerzo imaginativo por contemplar, a través de sus
ojos, la naturaleza de la misión que le fuera otorgada. Nuestra guía la
constituye el conjunto de escritos que nos dejó. ‘Abdu’l-Bahá había proclamado
en incontables Tablas y alocuciones el principio axial del mensaje de
Bahá’u’lláh: “En esta maravillosa Revelación, este glorioso siglo, el cimiento
de la Fe de Dios, el rasgo distintivo de Su Ley lo constituye la conciencia de
la Unidad de la Humanidad” [58]. ‘Abdu’l-Bahá había sido igualmente enfático al
afirmar –como ya indicábamos– que los cambios revolucionarios que estaban
teniendo lugar en todos los ámbitos del quehacer humano convertían la
unificación de la humanidad en un objetivo realista. Fue esta visión la que,
durante 36 años de Guardianía, nutrió la fuerza organizadora presente en las
labores de Shoghi Effendi. Sus repercusiones fueron el tema de algunos de los
mensajes más importantes surgidos de su pluma. Al dirigirse Shoghi Effendi en
1931 a los amigos de Occidente, éste era el brillante panorama que exponía ante
su mirada: El principio de la Unidad de la Humanidad -eje en torno al cual giran todas
las enseñanzas de Bahá’u’lláh- no es un mero brote de sentimentalismo ignorante
o una expresión de esperanzas vagas y piadosas. Su llamamiento no ha de
identificarse meramente con el renacer del espíritu de hermandad y buena
voluntad entre los hombres, ni tampoco aspira tan sólo a fomentar la colaboración
armoniosa entre los pueblos y naciones. Sus implicaciones son más profundas,
sus cimientos mayores que cualquiera de los que se Les permitiera presentar a
los Profetas de antaño. Su mensaje se aplica no sólo a la persona, sino que se
ocupa primordialmente de la naturaleza de las relaciones esenciales que deben
vincular a todos los Estados y naciones como miembros de una sola familia
humana (...) implica un cambio orgánico en la estructura de la sociedad actual,
un cambio tal como el mundo jamás ha experimentado (...) Requiere nada menos
que la reconstrucción y la desmilitarización del conjunto del mundo civilizado,
un mundo orgánicamente unificado en todos los aspectos esenciales de su
existencia, maquinaria política, aspiraciones espirituales, comercio y finanzas,
escritura e idioma, y no obstante infinito en cuanto a la diversidad de las
características nacionales de sus unidades federadas.[59] Un concepto que se manifestaba con fuerza en los escritos del Guardián era
la metáfora orgánica con la que Bahá’u’lláh, y posteriormente ‘Abdu’l-Bahá,
había figurado el proceso milenario que iba a conducir a la humanidad hasta la
culminación de su historia colectiva. Dicha imagen metafórica consistía en la
analogía que puede trazarse entre, por un lado, las etapas en que la sociedad
humana se había organizado e integrado gradualmente, y, por otro lado, el
proceso mediante el cual cada ser humano se desarrolla lentamente pasando de
las limitaciones de la existencia infantil a los poderes de la madurez. La
metáfora aparece destacada en varios de los escritos en que Shoghi Effendi
alude a las transformaciones de nuestra época: Las dilatadas etapas de infancia y niñez que tuvo
que recorrer la raza humana han sido relegadas a un segundo plano. La humanidad
experimenta ahora las conmociones invariablemente ligadas a la etapa más
turbulenta de su evolución, la etapa de adolescencia, en que la impetuosidad y
vehemencia juveniles llegan a su apogeo, y deben gradualmente verse
reemplazadas por la calma, la sabiduría y la sazón que caracterizan la etapa de
madurez.[60] Meditar sobre esta gran concepción llevó a Shoghi Effendi a proporcionar al
mundo bahá’í una descripción coherente del futuro, la cual, desde entonces, ha
permitido que tres generaciones de creyentes puedan articular ante los
gobiernos, medios de difusión y público en general de todo el mundo la
perspectiva desde la cual la Fe bahá’í acomete sus labores: La unidad de la raza humana, tal como la previera
Bahá’u’lláh, implica el establecimiento de una mancomunidad mundial en la que
todas las naciones, razas, credos y clases estén estrecha y permanentemente
unidos, y en la que la autonomía de sus Estados miembros y la libertad personal
e iniciativa de los individuos que la componen estén definitiva y completamente
salvaguardadas. Esa mancomunidad, en la medida en que podemos figurárnosla,
debe consistir en un poder legislativo mundial, cuyos miembros, en tanto
fiduciarios de la humanidad entera, controlarán en última instancia los
recursos enteros de todas las naciones constitutivas, y promulgarán las leyes
que se requieran para regular la vida, satisfacer las necesidades y ajustar las
relaciones de todas las razas y pueblos. Un ejecutivo mundial, respaldado por
una Fuerza internacional, pondrá en marcha las decisiones adoptadas, aplicará
las leyes promulgadas por ese poder legislativo mundial y salvaguardará la
unidad orgánica del conjunto de la mancomunidad. Un tribunal mundial fallará y
emitirá veredictos definitivos y obligatorios en todas y cada una de las desavenencias
que surjan entre los diversos elementos integrantes de ese sistema universal
(...) Se organizarán los recursos económicos del mundo, se aprovecharán y
utilizarán plenamente sus fuentes de materias primas, se coordinarán y
desarrollarán sus mercados, y se regulará equitativamente la distribución de
sus productos.[61] Al presentar en “La Dispensación de Bahá’u’lláh” una interpretación
definitiva del Orden Administrativo, Shoghi Effendi formulaba una referencia
especial al papel que la institución que él mismo encarnaba iba a desempeñar al
permitir que la Causa adoptase “una amplia e ininterrumpida perspectiva sobre
una sucesión de generaciones (...)”. Tan singular legado se expresaba con
particular claridad al describir la naturaleza dual de los procesos históricos
que él veía desplegarse en el siglo XX. El panorama que configuraba el
escenario internacional –señaló–, iba a verse moldeada de modo creciente por
las dos fuerzas de “integración” y “desintegración”, las cuales, a la postre,
escapan al control humano. A la luz de lo que alcanza hoy día nuestra vista,
sus previsiones en torno a la operación de este proceso dual resultan
sobrecogedoras: la creación de “un mecanismo de intercomunicación mundial (...)
que habrá de funcionar con maravillosa celeridad y perfecta regularidad”[62];
la erosión del Estado nacional como árbitro principal de los destinos humanos;
los efectos pavorosos que la quiebra moral generalizada por todo el mundo
habría de tener en la cohesión social; la amplia desilusión pública provocada
por la corrupción política; e –inimaginable para otros contemporáneos– el auge
de los organismos mundiales dedicados a promover el bienestar humano, a
coordinar la actividad económica, definir los patrones internacionales y
fomentar un sentido de solidaridad entre las diversas razas y culturas. Estos y
otros acontecimientos –explicaba el Guardián– alterarían de modo fundamental
las condiciones en que la Causa bahá’í iba a proseguir su misión en los
decenios ulteriores. Uno de los cambios sorprendentes de este género, y que Shoghi Effendi
apreció en las Escrituras que se vio llamado a interpretar, hacían referencia
al papel futuro de Estados Unidos como nación, y, en menor medida, de sus
naciones hermanas del hemisferio occidental. Su capacidad de visión resulta
tanto más notable por cuanto cabe recordar que escribía durante un período de
la historia en el que Estados Unidos se mostraba decididamente aislacionista
tanto en su política exterior como en las convicciones de una mayoría de sus
ciudadanos. Sin embargo, Shoghi Effendi previó que el país iba a ejercer un
“papel activo y decisivo (...) en la organización y resolución pacífica de los
asuntos de la humanidad”. Recordó a los bahá’ís el vaticinio de ‘Abdu’l-Bahá en
el sentido de que, debido a la naturaleza singular de su composición social y
desarrollo político –y no por alguna “excelencia inherente o mérito especial de
sus gentes”– Estados Unidos había desarrollado capacidades que la facultarían
para ser “la primera nación en sentar los cimientos del acuerdo internacional”.
En efecto, previó que los gobiernos y pueblos de todo el hemisferio acabarían
por orientarse en esta misma dirección.[63] El papel que la comunidad bahá’í debe desempeñar para coadyuvar a esta
consumación del proceso histórico había quedado prefigurado en los
emplazamientos que, en el mismo momento en que nacía la Causa, dirigió el Báb a
Sus seguidores: ¡Oh Mis amados amigos! Sois los portadores del
nombre de Dios en este Día (...) Sois los humildes de quienes así ha hablado
Dios en Su Libro: “Y deseamos mostrar favor a quienes fueron humillados en la
tierra, y convertirlos en adalides espirituales entre los hombres y trocarlos
en herederos Nuestros”. Habéis sido llamados a esta posición; la alcanzaréis
sólo si os alzáis hollando bajo vuestros pies todo deseo terrenal y si os
afanáis por convertiros en “siervos honrados Suyos que no hablan hasta que Él
haya hablado, y que cumplen Su voluntad” (...) No reparéis en vuestra debilidad
o flaqueza; fijad vuestra mirada en el poder invencible del Señor, vuestro
Dios, el Todopoderoso (...) Alzaos en Su nombre, poned vuestra confianza
enteramente en Él y estad seguros de la victoria final” [64] Ya en 1923, Shoghi Effendi se sintió movido a desahogar su corazón sobre
este tema ante los amigos de Norteamérica: Recemos a Dios porque, en estos días de penumbra
universal, en que las fuerzas oscuras de la naturaleza, de odio, rebelión,
anarquía y reacción amenazan la estabilidad misma de la sociedad, en que los
frutos más preciosos de la civilización sufren pruebas severas y sin parangón,
podamos todos comprender, más profundamente que nunca, que aunque seamos un
mero puñado entre las agitadas masas del mundo, somos en este día los
instrumentos escogidos de la gracia de Dios, que nuestra misión es urgentísima
y esencial para el destino de la humanidad, y, así fortificados por estos
sentimientos, nos dispongamos a lograr la santa voluntad de Dios para con la
humanidad.[65] * Plenamente consciente de la condición en que se encontraba la sociedad, de
las consecuencias de la traición sufrida a manos de familiares en cuyo apoyo
debía haber podido confiar, y de la relativa debilidad de los recursos de la
propia comunidad bahá’í, Shoghi Effendi se dispuso a forjar los medios
necesarios para realizar la misión que le había sido encomendada en herencia. Sin duda, la mayoría de los bahá’ís comprendía en alguna medida que las
asambleas que se les instaba a formar poseían un significado muy por encima de
la mera gestión de los asuntos prácticos que les había sido confiada.
‘Abdu’l-Bahá, Quien había guiado este proceso, Se había referido a ellas como: (...) lámparas brillantes y jardines celestiales, desde los cuales se
difunden por todas las regiones las fragancias de santidad, y desde donde las luces
del conocimiento se derraman sobre todas las cosas creadas. De ellas brota en
todas direcciones el espíritu de la vida. Realmente, son fuentes potentes para
el progreso del hombre, en todo tiempo y en cualquier condición.[66] No obstante, fue
Shoghi Effendi quien hubo de ayudar a que la comunidad comprendiese el lugar y
papel de estos cuerpos consultivos nacionales y locales en el marco del Orden
Administrativo creado por Bahá’u’lláh y elaborado en las disposiciones del
Testamento del Maestro. Un obstáculo que estorbaba a un número significativo de
creyentes en este sentido era la suposición gratuita según la cual muchos
entendían que la Causa era esencialmente una asociación “espiritual” en la que
la organización, aunque no necesariamente antitética, no constituía un rasgo
inherente del propósito divino. Al subrayar que el Kitáb-i-Aqdas y el
Testamento de ‘Abdu’l-Bahá “no sólo son complementarios, sino que (...) se
confirman mutuamente y constituyen partes inseparables de una unidad completa”
[67], el Guardián invitaba a los creyentes a reflexionar en profundidad en
torno a una de las verdades centrales de la Causa que habían abrazado: Pocos dejarán de reconocer que el Espíritu insuflado por Bahá’u’lláh en el
mundo, y que se manifiesta en grados variables de intensidad mediante los
esfuerzos conscientemente desplegados por Sus valedores declarados e
indirectamente mediante ciertas organizaciones humanitarias, nunca podrá calar
y ejercer una influencia permanente en la humanidad hasta que no se encarne en
un Orden visible que porte Su nombre, se identifique plenamente con Sus
principios y funcione de conformidad con Sus leyes.[68] Prosiguió encareciendo a los seguidores de la Fe a que comprendiesen la
diferencia esencial entre la Causa de Bahá’u’lláh, cuyos Textos revelados
contenían disposiciones detalladas para tal Orden autorizado, y las
Revelaciones preparatorias cuyas Escrituras en su mayor parte nada decían sobre
la administración de los asuntos y sobre la interpretación de la intención de
sus Fundadores. En palabras de Bahá’u’lláh: “En verdad, el Ciclo profético ha
terminado. Ha llegado ahora la Verdad eterna. Él ha izado la Enseña del Poder
(...)” [69]. A diferencia de las Dispensaciones del pasado, la Revelación de
Dios para esta época –aseguraba Shoghi Effendi– había alumbrado “un organismo
vivo”, cuyas leyes e instituciones constituían “los elementos esenciales de una
Economía Divina”, “un modelo para la sociedad del futuro”, y “el único
organismo para la unificación del mundo, y para la proclamación del reino de
rectitud y justicia sobre la tierra”.[70] Por tanto, los amigos debían afanarse por apreciar –así instaba el
Guardián– que las Asambleas Espirituales que, a duras penas, se esforzaban por
establecer por todo el mundo, eran las precursoras de las “Casas de Justicia”
locales y nacionales previstas por Bahá’u’lláh. Como tales, eran parte
integrante de un Orden Administrativo que, a su debido tiempo, “hará valer su
derecho y demostrará su capacidad de ser considerado no sólo como el núcleo
sino como el modelo mismo del Nuevo Orden Mundial destinado a abrazar, en la
plenitud del tiempo, a la humanidad entera”.[71] Para unas pocas personas de entre las jóvenes comunidades de Occidente, tal
desviación respecto de las concepciones tradicionales sobre la naturaleza y
papel de la religión se demostraron una prueba demasiado grande, por lo que las
comunidades bahá’ís sufrieron el dolor de ver cómo valiosos compañeros de
trabajo se desligaban en pos de empeños espirituales más próximos a sus inclinaciones.
Sin embargo para la gran mayoría de los creyentes, los grandes mensajes
surgidos de la pluma del Guardián, como por ejemplo “La meta de un Nuevo Orden
Mundial” y “La Dispensación de Bahá’u’lláh”, arrojaban una luz deslumbrante
precisamente sobre el tema que más les preocupaba -la relación entre la verdad
espiritual y el desarrollo social- inspirándoles la firme determinación de
desempeñar su parte en la cimentación del futuro de la humanidad. El Guardián proporcionó, asimismo, la imagen organizativa que habría de
adoptar esta inmensa labor. La “Edad Heroica” de la Dispensación de
Bahá’u’lláh, declaró, había terminado con el fallecimiento de ‘Abdu’l-Bahá. La
comunidad bahá’í se embarcaba ahora en la “Edad de Hierro”, la “Edad
Formativa”, en la que el Orden Administrativo sería erigido en todo el planeta,
sus instituciones se establecerían y los poderes “constructivos de la sociedad”
inherentes a ella se revelarían por completo. Muy distante se encontraba lo que
Shoghi Effendi denominaba la “Edad de Oro” de la Dispensación, que habría de
llevar al surgimiento de la Mancomunidad Mundial bahá’í que constituirá el
establecimiento del Reino de Dios en la tierra y la creación de una
civilización mundial.[72] El impulso que se había comunicado inicialmente a las
conciencias mediante la revelación de la Palabra Creativa misma, cuyas
implicaciones sociales revolucionarias habían sido proclamadas por el Maestro,
estaba siendo ahora traducido por su intérprete designado al vocabulario de la
transformación política y económica en el que por doquier iba fraguándose el
discurso público del siglo. Concediendo al proceso una fuerza irresistible,
iluminando siempre nuevas dimensiones de la experiencia bahá’í, y sirviendo
como el venero de la unificación de la humanidad que proclamaba, se encontraba
la Alianza que Bahá’u’lláh había establecido entre Él mismo y los que se habían
vuelto hacia Él. Aunque al principio no llegaron a designarse con el nombre de “Asambleas
Espirituales”, los consejos que las comunidades bahá’ís locales de Persia se
habían visto animadas por ‘Abdu’l-Bahá a crear habían asumido la
responsabilidad de la administración de sus asuntos. A la luz de lo que habría
de seguir, nadie con cierta perspectiva histórica dejará de asombrarse por el
hecho de que la primera Asamblea Espiritual de la Fe, la de Teherán, se fundase
en 1897, el año mismo que vio nacer a Shoghi Effendi. Bajo la guía del Maestro,
las reuniones intermitentes celebradas por las cuatro Manos de la Causa en
Persia llegaron a convertirse gradualmente en esta institución que sirvió
simultáneamente como “Asamblea Espiritual Central” de Persia y como el cuerpo
rector de la comunidad local establecida en la capital. Ya al fallecer
‘Abdu’l-Bahá, las Asambleas Espirituales Locales establecidas en Persia
superaban la treintena. En 1922 Shoghi Effendi hizo un llamamiento para el
establecimiento formal de la Asamblea Espiritual Nacional de Persia, un logro
aplazado hasta 1934 debido a la exigencia de adoptar un censo fiable de la
comunidad como base para la elección de los delegados. Fuera de Persia, los creyentes de ‘Ishqábád, en el Turquestán ruso,
eligieron su primera Asamblea Espiritual Local, entidad que asumió un papel
importante en el proyecto para la construcción del primer Mashriqu’l-Adhkár
bahá’í, emplazado en ‘Ishqábád. En Norteamérica, una gama de entidades
consultivas -”Juntas de Consejo”, “Juntas Consejeras”, “Juntas de Consulta” y
“Comités de Trabajo”- desarrollaron funciones análogas, hasta evolucionar
gradualmente y convertirse en cuerpos electos, precursores de las Asambleas
Espirituales. Al fallecer el Maestro, quizá funcionaban en Norteamérica
cuarenta consejos de este género. Todos estos pasos allanaron el camino para el
nacimiento posterior de la primera Asamblea Espiritual Nacional de los Bahá’ís
de Estados Unidos y Canadá, la cual surgió de la “Junta de Unidad del Templo”,
organismo creado en 1909 para coordinar la construcción de la futura Casa de
Adoración. Se formó en 1923, aunque los requisitos administrativos sentados por
el Guardián para este paso sólo se cumplieron en 1925, fecha en la que se
habían establecido Asambleas Nacionales en las Islas Británicas, Alemania,
Austria, Egipto y Sudán.[73] A medida que iban formándose las Asambleas Espirituales Nacionales y
Locales, el Guardián comenzó a recalcar la importancia de lograr que fueran
reconocidas como “personas jurídicas” acogidas a la ley civil. Al asegurar tal
personalidad jurídica, según la modalidad que fuera factible, las instituciones
administrativas bahá’ís quedaban habilitadas para gestionar propiedades,
celebrar contratos y asumir gradualmente una gama de derechos legales vitales
para los intereses de la Causa. La importancia que Shoghi Effendi atribuía a
esta nueva etapa de la evolución administrativa se pone de manifiesto en las
fotocopias de estos documentos civiles, las cuales comenzaron a convertirse en
un rasgo principal del despliegue fotográfico de la expansión de la Fe en los
volúmenes sucesivos de The Bahá’í World.
Más aún, una vez que la Mansión de Bahjí quedó plenamente recuperada y
restaurada a su condición original, y adecuadamente amueblada, Shoghi Effendi
reunió una colección de esta preciadísima documentación para exponerla allí
como aliciente y educación de la creciente afluencia de peregrinos que acudía
al Centro Mundial. El proceso de reconocimiento legal comenzó con la adopción en 1927 de la
Declaración Fiduciaria y Estatutos de la Asamblea Espiritual Nacional de
Estados Unidos y Canadá, la cual alcanzó reconocimiento civil como asociación voluntaria
dos años después. El 17 de febrero de 1932 la primera Asamblea local bahá’í, la
de Chicago, adoptó una documentación de legalización que, junto con la
presentada por la de Nueva York el 31 de marzo de ese mismo año, habrían de
sentar la pauta para tales instrumentos en todo el mundo. Ya en 1949, la
Asamblea Espiritual Nacional de los Bahá’ís de Canadá- formada a raíz de la
separación en dos comunidades bahá’ís norteamericanas, ocurrida el año
anterior- pudo conseguir el reconocimiento formal de su condición jurídica ante
la ley civil gracias a una Ley especial aprobada por el Parlamento, victoria
que Shoghi Effendi aclamó como “un acto carente por completo de parangón en los
anales de la Fe de cualquier país, ya sea de Oriente u Occidente”.[74] Estas apremiantes exigencias administrativas no distrajeron a Shoghi
Effendi de otras tareas que eran vitales para configurar la vida espiritual de
la comunidad global. La más importante de ellas fue la ardua tarea que sólo él
podía realizar, a saber, proporcionar a un conjunto creciente de creyentes que
carecían de antecedentes persas un acceso directo y fiable a los Escritos de
los Fundadores de la Fe. Las Palabras Ocultas, el Kitáb-i-Íqán, el inapreciable
tesoro recopilado con tanto amor y percepción bajo títulos como Pasajes de los Escritos de Bahá’u’lláh,
Oraciones y Meditaciones de Bahá’u’lláh y la Epístola al Hijo del Lobo
surtieron el alimento espiritual que las labores de la Causa requerían
urgentemente, como asimismo lo hiciera la traducción y edición que Shoghi
Effendi realizó de la “Narración” de Nabíl bajo el título Los Rompedores del Alba. Los peregrinos bahá’ís obtuvieron enriquecimiento espiritual de otro género
en los Sagrados Lugares y en los emplazamientos históricos que el Guardián iba
adquiriendo -a menudo a expensas de negociaciones prolongadas y agotadoras- y
restaurando con tanto esmero. Fue Shoghi Effendi igualmente sensible a las
inesperadas oportunidades que se presentaron ante su perspectiva histórica. En
1925 un tribunal religioso sunní de Egipto denegaba el reconocimiento civil a
los matrimonios contraídos entre mujeres musulmanas y hombres bahá’ís,
insistiendo que en que “la Fe bahá’í es una religión nueva, enteramente
independiente” y que “por tanto, ningún bahá’í puede considerarse musulmán” (y
en consecuencia capacitado para contraer matrimonio con quien sí lo fuese).[75]
Aprovechando las implicaciones de mayor alcance de esta aparente derrota, el
Guardián hizo amplio uso del juicio definitivo del tribunal para reforzar en los
círculos internacionales las alegaciones que avalaban a la Fe como religión
independiente, separada y distinta de sus raíces islámicas. * Conforme la comunidad bahá’í iba estableciendo los cimientos
administrativos que le permitirían desempeñar un papel efectivo en los asuntos
humanos, el proceso acelerado de desintegración que Shoghi Effendi había
reconocido iba minando el tejido del orden social. Sus orígenes, por muy
imprecisamente conocidos que fuesen para una mayoría de teóricos sociales y
políticos, comienzan pasados varios decenios a reconocerse en las conferencias
internacionales dedicadas a la paz y el desarrollo. En nuestra época ya no es
inusual encontrarse en estos círculos con francas referencias al papel esencial
que las fuerzas “espirituales” y “morales” deben desempeñar en el logro de
soluciones a los problemas urgentes. Para el lector bahá’í, tal reconocimiento
tardío despierta ecos de los avisos dirigidos por Bahá’u’lláh, hace más de un
siglo, a los rectores de los asuntos humanos: “La vitalidad de la fe de los
hombres en Dios se esta extinguiendo en todos los países (...) la corrosión de
la impiedad está carcomiendo las entrañas de la sociedad (...)” [76] La responsabilidad de ésta la peor tragedia –recalcaba el Guardián– recaía
principalmente sobre los hombros de los dirigentes religiosos del mundo. La
condena más severa de Bahá’u’lláh quedaba reservada para quienes, presumiendo
de hablar en nombre de Dios, han impuesto sobre las crédulas masas todo un
fárrago de dogmas y prejuicios convertido en la mayor traba visible contra la
que se ha visto forzada a combatir la civilización. Al tiempo que reconocía los
servicios humanitarios prestados a título personal por incontables clérigos,
señalaba las consecuencias que arrastraba la forma en que estas autodesignadas
elites religiosas se han interpuesto a lo largo de la historia entre la
humanidad y todas las voces del progreso, sin excluir a las de los Mensajeros
de Dios mismo. “¿Qué ‘opresión’ es más dolorosa , preguntaba Bahá’u’lláh, “que el hecho
de que un alma busque la verdad y desee alcanzar el conocimiento de Dios, y no
sepa adónde dirigirse (...) ?”.[77] En una época de avances científicos y amplia educación popular, los
efectos acumulados de la desilusión resultante hicieron que la fe religiosa
pareciese insignificante. Impotentes ellos mismos ante la crisis espiritual,
una mayoría de estos clérigos, procedentes de diversas confesiones, que habían
cobrado conciencia del mensaje de Bahá’u’lláh pasaron por alto la influencia
moral que estaba demostrando dicho mensaje o bien se opusieron a él
activamente.[78] El reconocimiento de este rasgo de la historia no mengua el daño ocasionado
por quienes procuraron aprovechar el vacío espiritual producido. El anhelo de
creer es inextinguible; es parte inherente al ser humano. Cuando este anhelo se
ve frenado o traicionado, el alma racional se ve arrastrada a buscar algún
punto de referencia, por inadecuado o indigno que sea, en torno al cual pueda
organizar la experiencia y atreverse a asumir los riesgos que son parte
inevitable de la vida. Fue desde esta perspectiva como Shoghi Effendi previno a
los miembros de la Fe, en términos inusualmente tajantes, que debían esforzarse
por comprender la calamidad espiritual que anegaba a gran parte de la humanidad
durante los decenios transcurridos entre las dos guerras: Dios mismo ha sido realmente destronado del corazón de los hombres, en
tanto que el mundo idólatra ha aclamado y adorado con apasionamiento y
estruendo a los falsos dioses fatuamente creados por sus propias vanas
fantasías y exaltados impíamente por sus manos desencaminadas (...) Sus sumos
sacerdotes son los políticos y los doctos mundanos, los así llamados sabios de
la época; su sacrificio, la carne y sangre de las multitudes masacradas; sus encantamientos,
dogmas desgastados y fórmulas insidiosas e irreverentes; su incienso, el humo
de la angustia que asciende de los corazones lacerados de los dolientes, los
mutilados y los desamparados sin hogar.[79] Cual infecciones oportunistas, las ideologías agresivas aprovecharon la
situación creada por el declive de la vitalidad religiosa. Aunque
indistinguibles entre sí en cuanto a la corrupción de fe que encarnaban, los
tres sistemas de creencia que desempeñaron un papel dominante en los asuntos humanos
durante el siglo XX diferían agudamente en sus características secundarias y
más conspicuas sobre las que el Guardián llamó la atención. Al denunciar “las
oscuras, las falsas, y torcidas doctrinas” que iban a acarrear la destrucción a
cualquier hombre o pueblo que creyese en ellas”, Shoghi Effendi puso especial
acento en “los tres dioses del Nacionalismo, Racismo y Comunismo”.[80] Del régimen fundador del fascismo, creado en 1922 por la así llamada
“marcha a Roma”, poco hace falta decir. Mucho antes de que éste y su guía
cayeran en el olvido en los meses finales de la segunda guerra mundial, el
fascismo se había convertido en objeto de ridículo entre la mayoría de la
gente, incluidos aquellos que lo habían apoyado en sus comienzos. Su
significado descansa, antes bien, en la hueste de imitadores que proliferaría a
lo largo de las décadas ulteriores por todo el mundo cual cascada maligna de
mutaciones. Propulsada por un nacionalismo maníaco, esta aberración del
espíritu humano deificaba el Estado, descubría en todas partes amenazas
imaginarias a la supervivencia nacional de cualquier pueblo desgraciado al que
aprisionara, y predicaba a todos los que la escuchasen la idea de que la guerra
tenía una influencia “ennoblecedora” sobre el alma humana. Los desfiles de
opereta a base de uniformes, botas relucientes, banderas y trompetas con los
que por lo común se la relacionan no deberían ocultar al observador
contemporáneo el legado virulento que ha dejado en nuestra propia época,
ocultando bajo vocabulario político angustiosos términos tales como
“desaparecidos”. Pese a compartir la idolatría fascista hacia el Estado, su ideología
hermana, el nazismo, se convirtió en la voz de una perversión más antigua e
insidiosa. En su malvado corazón latía la obsesión por esa entelequia que sus
procuradores denominaban “pureza de raza”. La determinación maniática con que
acometió sus fines asesinos no se vio en modo alguno menguada por los
postulados demostradamente falsos en los que estaba basada. El sistema nazi fue
único por la absoluta bestialidad que caracteriza al acto con que de forma más
frecuente se relaciona su nombre: el programa de genocidio llevado a cabo
sistemáticamente contra las poblaciones consideradas carentes de valor o
nocivas para el futuro de la humanidad, un programa que comportaba un intento
deliberado de exterminar literalmente a todo el pueblo judío. En última
instancia, el empeño nazi en que una fantasiosa “raza superior” debía regir el
planeta entero fue el principal causante de que se cumpliese el aviso profético
de ‘Abdu’l-Bahá, pronunciado veinte años antes, de que otra guerra, mucho más
terrible que la primera, habría de estragar al mundo. Al igual que el fascismo,
el nazismo también ha dejado un detritus en nuestra propia época. En este caso adopta
la forma de un lenguaje y símbolos mediante los cuales algunos elementos
marginales de la sociedad actual, desmoralizados por el declive económico y
social que les rodea y desesperados por la ausencia de soluciones, airean su
rabia impotente contra las minorías a las que culpan de sus frustraciones. El falso dios que el Maestro Se había sentido movido a señalar
explícitamente, el mismo que denunció Shoghi Effendi por su nombre, había
demostrado su carácter desde un principio al destruir brutalmente, a finales de
la Primera Guerra Mundial, al primer gobierno democrático jamás establecido en
Rusia. Durante largos años, el sistema soviético creado por Vladimir Lenin
consiguió presentarse ante muchos como benefactor de la humanidad y defensor de
la justicia social. A la vista de los acontecimientos históricos tales
pretensiones resultan grotescas. La documentación de que hoy se dispone
proporciona evidencia irrefutable de crímenes tan enormes y de disparates tan
abismales que carecen de paralelo en los 6000 años de historia escrita. En un
grado jamás acometido, o siquiera imaginado, la conspiración leninista contra
la raza humana también se proponía sistemáticamente extinguir la fe en Dios.
Sea cual sea el punto de vista que sobre la situación sostengan actualmente los
teóricos, nadie puede sorprenderse de que tal violencia deliberada desatada
contra las raíces mismas de la motivación humana desembocase inexorablemente en
la ruina económica y política de las sociedades a las que cupo el infortunio de
caer bajo la férula soviética. Trágicamente, su efecto espiritual a largo plazo
iba a ser el de pervertir, al servicio de sus propios y amorales propósitos,
los anhelos legítimos de libertad y justicia que albergaban los pueblos
sometidos de todo el mundo. Desde un punto de vista bahá’í, el culto de la humanidad a ídolos de su
propia invención reviste gravedad no sólo por los acontecimientos históricos
que se vinculan a estas fuerzas, horrorosos como son, sino por las lecciones
que nos enseñan. Al remontarnos al mundo de penumbras en el que aquellas
fuerzas diabólicas asomaron sobre el horizonte de la humanidad, cabe
preguntarse qué clase de debilidad abonaba en la naturaleza de los hombres el
que se volviesen vulnerables a este género de influencias. Reconocer en alguien
como Benito Mussolini la figura de un “Hombre del Destino”, sentirse obligado a
concebir las teorías raciales de Adolfo Hitler como nada que no fueran
productos evidentes de mentes enfermas, haber acometido seriamente la
interpretación de la experiencia humana a la luz de los dogmas que alumbraron a
la Unión Soviética de Josef Stalin, tan gratuito abandono de la razón por parte
de un segmento considerable de la intelectualidad exige una rendición de
cuentas para la posteridad. Si se emprende de forma desapasionada, tal
evaluación debe, tarde o temprano, centrar la atención sobre una verdad que
recorre como hilo central las Escrituras de todas las religiones de la
humanidad. En palabras de Bahá’u’lláh: Sobre la realidad del hombre (...) ha dirigido la irradiación de todos Sus
nombres y atributos, convirtiéndola en un espejo de Su propio Ser (...) Sin
embargo, estas energías (...) permanecen latentes dentro de él, tal como la
llama se oculta en la candela o los rayos de luz se encuentran potencialmente
presentes en la lámpara (...) Ni la candela ni la lámpara pueden encenderse
mediante sus propios esfuerzos sin ayuda, como tampoco es posible que el espejo
se desprenda de su propia escoria.[81] La consecuencia de ese engreimiento de la humanidad bajo el efecto de
ideologías concebidas por su propia mente fue la de producir una aceleración
terrorífica de los procesos de desintegración que ya estaban disolviendo el
tejido social y cultivando los más bajos impulsos de la persona. El
embrutecimiento que la primera guerra mundial había engendrado se ha convertido
ahora, en gran parte del planeta, en un rasgo omnipresente de la vida social.
“Hemos reunido, pues, a los obradores de la iniquidad”, así rezaba el aviso que
dio Bahá’u’lláh hacía más de un siglo. “Los vemos corriendo hacia su ídolo
(...) se apresuran hacia el Fuego Infernal, y lo confunden con la luz”.[82] VI Mientras cobraba forma la estructura
administrativa de la Causa, Shoghi Effendi dirigió su atención a la tarea que
durante tanto tiempo se había visto obligado a posponer: la ejecución del Plan
Divino del Maestro. En Persia, este avance se encontraba muy desarrollado.
Dirigido primero por Bahá’u’lláh y posteriormente por ‘Abdu’l-Bahá, un cuerpo
de maestros especialmente designados –muballighín–
estimuló las labores locales emprendidas por todo el país, en tanto que la
existencia de una vibrante vida comunitaria ayudaba a la integración,
relativamente rápida, de los nuevos conversos. Los fondos del
?uqúqu’lláh, complementado con la práctica de la designación, que ya por
entonces era un rasgo establecido en la conciencia bahá’í persa, proporcionaron
apoyo material para esta actividad de enseñanza. En Occidente, la fuente de
inspiración en favor de la promoción de la Fe la aportó la respuesta dada a los
llamamientos del Maestro por personas tan destacadas como Lua Getsinger, May
Maxwell y Martha Root. La mera mención de estos nombres resalta un rasgo del
surgimiento de la Causa en Occidente al que el Maestro prestó particular
atención: En América las mujeres han
sobrepasado a los hombres en este aspecto y han tomado la
delantera en este campo. Se esfuerzan con más tesón por guiar a los pueblos del
mundo, y su empeño es mayor. Están confirmadas por las bendiciones
y los favores celestiales.[83] En Oriente, las condiciones sociales de la
época casi obligaban a que la iniciativa en la promoción de la Causa fuera
tomada sobre todo por los hombres. Pocas restricciones de este género imperaban
en Norteamérica y Europa, donde una pléyade de mujeres inolvidables se
convirtieron en las principales expositoras del mensaje bahá’í a ambas orillas
del Atlántico. Piénsese en Sarah Farmer, cuya escuela de Green Acre proporcionó
a la naciente comunidad bahá’í un foro para la introducción de la Fe a pensadores
influyentes; o en Sara Lady Blomfield, cuya posición social imprimió nuevos
bríos al ardor con que abanderó las enseñanzas; o en Marion Jack, inmortalizada
por Shoghi Effendi como modelo de pioneros bahá’ís; o en Laura Dreyfus-Barney,
quien entregó a la Fe la inapreciable colección de charlas de sobremesa del
Maestro: Contestación a unas preguntas;
o en Agnes Parsons, fundadora junto con Louis Gregory de las reuniones “Race
Amity”, que inspirase el propio ‘Abdu’l-Bahá; o en Corinne True, Keith Ransom-Keheler,
Helen Goodall, Juliet Thompson, Grace Ober, Ethel Rosenberg, Clara Dunn, Alma
Knobloch y toda una distinguida compañía de muchas más, la mayoría de las
cuales abrieron algún nuevo campo del servicio bahá’í. A esta lista debe agregarse
el nombre de la Reina María de Rumanía, a quien las edades aclamarán como la
primera cabeza coronada en reconocer la Revelación de Dios para este día. La
valentía evidenciada por esta mujer solitaria al declarar públicamente su fe,
mediante cartas que intrépidamente dirigió a los editores de varios periódicos
tanto de Europa como de Norteamérica, con toda probabilidad le permitió
presentar el nombre de la Causa ante una audiencia que se contaba por millones
de lectores. Pese a la impresionante
respuesta que obtuvieron los primeros esfuerzos de este género, la falta de
medios organizativos con que capitalizar los resultados limitaron en un
principio los beneficios obtenidos por las comunidades bahá’ís de los países
occidentales. El auge del Orden Administrativo modificó radicalmente esta
situación. Según iban surgiendo Asambleas Espirituales Locales, se establecían
metas, se disponían recursos para respaldar las iniciativas personales de
enseñanza, y los nuevos creyentes pasaban a participar en las numerosas
actividades de una vida comunitaria bahá’í cada vez más animada. Fue posible
entonces traducir sistemáticamente y publicar bibliografía bahá’í, compartirse
noticias de interés general y reforzar los lazos que unían a los creyentes con
el Centro Mundial de la Fe. Los dos instrumentos
principales mediante los cuales Shoghi Effendi se propuso cultivar una
dedicación realzada a la enseñanza, tanto en Oriente como Occidente, fueron los
mismos que había utilizado el Maestro. Una corriente fluida de comunicación
epistolar con las comunidades así como con los creyentes abrió el camino para
que sus destinatarios descubriesen nuevas dimensiones en las creencias que
habían abrazado. Sin embargo, las comunicaciones más importantes de este género
pasaron a ser las dirigidas a las Asambleas Espirituales Nacionales y Locales.
Su efecto se vio intensificado por el flujo de peregrinos que regresaban a sus
hogares para compartir las impresiones obtenidas en el contacto directo con el
Centro de la Causa. Gracias a estos lazos, cada creyente se vio animado a verse
como un instrumento del poder que fluye a través de la Alianza. La imponderable
compilación que habría de aparecer bajo el título de Mensajes dirigidos a América 1932-1946 ofrece una panorámica de los
pasos en virtud de los cuales Shoghi Effendi fue haciendo cada vez más patente
ante los creyentes norteamericanos las implicaciones del Plan Divino del
Maestro para “la conquista espiritual del planeta”: Por la sublimidad y
serenidad de su fe, por la constancia y claridad de su visión, la
incorruptibilidad de su carácter, el rigor de su disciplina, la santidad de su
moralidad y el ejemplo singular de su vida comunitaria, pueden y en efecto
deben demostrar en un mundo contaminado por sus incurables corrupciones,
paralizado por los temores que le acechaban, desgarrado por odios devastadores,
y languideciente bajo el peso de pavorosas desgracias, la validez de su derecho
a ser considerados como el único repositorio de esa gracia de cuya operación
depende la liberación completa, la reorganización fundamental y la felicidad
suprema de toda la humanidad.[84] El Guardián dibujó ante la
mirada de la comunidad bahá’í norteamericana una visión de su destino
espiritual. Sus miembros eran, venía a decir, “los descendientes espirituales
de los héroes de la Causa de Dios”, sus instituciones incipientes eran “los
símbolos visibles de la soberanía indudable de su [Fe]”, los maestros pioneros
que enviaba al exterior eran los “portadores de la antorcha de una civilización
todavía por nacer”, su desafío colectivo era el de asumir “una parte
preponderante” en el asentamiento de las bases del Orden Mundial “que el Báb
había anunciado, que la mente de Bahá’u’lláh había contemplado, y cuyos rasgos
‘Abdu’l-Bahá, su Arquitecto, había delineado (...)”[85] El lenguaje de los mensajes
es soberbio y cautivador. Al reconocer la oscuridad que el descreimiento, la
violencia y la inmoralidad galopantes estaban engendrando, Shoghi Effendi
describió el papel que los bahá’ís, dondequiera que estén, deben desempeñar como
instrumentos al servicio del poder transformador de la nueva Revelación: Suya es la tarea de
sostener, bien alto y despejada, la antorcha de la guía divina mientras
descienden las tinieblas de la noche hasta envolver a la raza humana entera.
Suya es la función, en medio de sus tumultos, peligros y agonías, de dar fe de
la visión y proclamar la cercanía de esa sociedad recreada, de ese Reino
prometido por Cristo, de ese Orden Mundial cuyo impulso generador es el
espíritu de nada menos que el propio Bahá’u’lláh, cuyo dominio es el planeta
entero, cuya contraseña es la unidad, cuyo poder animador es la fuerza de la
Justicia, cuyo propósito rector es el reinado de la rectitud y la verdad, y
cuya suprema gloria es la felicidad completa, tranquila y sempiterna de todo el
género humano.[86] En 1936 el Guardián juzgó
que la estructura administrativa de la Causa era ya lo suficientemente amplia y
estaba lo bastante consolidada en Norteamérica como para iniciar la primera
etapa en la ejecución del Plan Divino. Mientras el mundo se deslizaba hacia
otra conflagración global y las posibilidades de los creyentes persas se veían
severamente limitadas, el centro de atención necesariamente iba a girar en
torno a la expansión y consolidación de la comunidad bahá’í en el hemisferio
occidental, en preparación de empresas mucho más amplias que vendrían después.
En su llamamiento a los “ejecutores” designados del Plan (los creyentes de
Norteamérica) el Guardián les tendía un Plan de Siete Años, que habría de
abarcar desde 1937 a 1944. Sus objetivos se cifraban en establecer al menos una
Asamblea Espiritual Local en todos los estados de Estados Unidos y en cada
provincia de Canadá, así como abrir a la Causa catorce repúblicas de
Latinoamérica. A estos objetivos se añadía la tarea, inmensamente exigente para
una comunidad todavía muy poco numerosa y severamente acuciada por la escasez
de recursos económicos, de completar la ornamentación exterior del “Templo
Madre de Occidente”. Ru?íyyih Khánum
ha señalado un paralelo sorprendente entre dos acontecimientos que tenían lugar
durante este mismo período histórico. Por un lado, unas cuantas naciones
poderosas lanzaban sus ejércitos de invasión con las miras puestas en
apoderarse de los recursos naturales de las naciones vecinas, o simplemente por
su afán de conquista. Durante ese mismo período, Shoghi Effendi movilizaba al
pequeño, dolorosamente pequeño, conjunto de pioneros de que disponía,
enviándolos a cumplir las metas de enseñanza del Plan que había creado. En unos
escasos años, los inmensos batallones de la agresión sufrieron un descalabro
irremisible, sus nombres y conquistas quedaron borrados de la historia. La
minúscula compañía de creyentes que habían salido con nada más que su vida en
la mano para cumplir la misión que les fuera encomendada por el Guardián,
habían conseguido o superado todos sus objetivos, que pronto se convirtieron en
los cimientos de comunidades florecientes.[87] A fin de apreciar esta
empresa será conveniente que los bahá’ís comprendan no sólo el papel que la
planificación desempeña en la vida de la Causa, sino también la naturaleza
singular de este instrumento en su modalidad bahá’í. La identificación
sistemática de los objetivos que han de lograrse y las decisiones en cuanto a
la forma de lograrlos no significa que la comunidad bahá’í haya asumido la
responsabilidad de “diseñar” el futuro por y para sí misma, tal como se suele
sobreentender en el concepto de planificación. Antes bien, lo que las instituciones
bahá’ís realizan es un esfuerzo por ajustar las labores de la Causa con el
proceso divinamente impulsado que ven desplegarse de continuo en el mundo,
proceso que en última instancia colmará su propósito con independencia de las
circunstancias y acontecimientos históricos. El reto del Orden Administrativo
consiste en asegurar que, en la medida en que lo permita la Providencia, los
esfuerzos bahá’ís estén en armonía con el Plan Mayor de Dios, pues es al
lograrlo como fructifican las potencialidades que Bahá’u’lláh implantó en la
Causa. Que las disposiciones del Kitáb-i-Aqdas y del Testamento de ‘Abdu’l-Bahá
garantizan el buen fin de los esfuerzos bahá’ís queda dramáticamente demostrado
en la ininterrumpida carrera de triunfos que sellaron los planes creados por
Shoghi Effendi. Hacia agosto de 1944, Shoghi
Effendi pudo celebrar la culminación del primer Plan de Siete Años. El Guardián
subrayó el momento con un regalo destinado a los bahá’ís del mundo y que
representa uno de los mayores logros de su vida. La publicación, en 1944, de Dios pasa, su exhaustiva y meditada
historia de los primeros cien años de la Causa, en donde exponía a la mirada de
los creyentes toda una panorámica del proceso espiritual con que se van
cumpliendo los deseos de Bahá’u’lláh para toda la humanidad. La historia es un
instrumento poderoso. Desde su cara amable, pone en perspectiva el pasado y
arroja luz sobre el futuro. Puebla la conciencia humana de héroes, santos y
mártires, cuyo ejemplo despierta en todos los tocados por ella capacidades que
ni siquiera habían imaginado poseer. Ayuda a darle sentido al mundo y a la
experiencia humana. Inspira, consuela e ilustra. Enriquece la vida. En el gran
conjunto de la literatura y leyendas legadas a la humanidad, la mano de la
historia puede observarse configurando gran parte del curso de la civilización.
Así se aprecia en las leyendas que desde el amanecer de la historia han
inspirado los ideales de todos los pueblos desde el alba de la escritura, e
igualmente en los relatos épicos del Ramayana,
en las celebradas hazañas de la Odisea
y la Eneida, en las sagas nórdicas,
en el Shahnameh y en no poco de la
Biblia y del Corán. Dios pasa elevó esta gran empresa a
una cota en pos de la cual en vano se había afanado la mente humana en el
pasado. Quienes se asoman a esta visión descubren en ella un cauce que les
permite comprender el Propósito de Dios, un cauce que confluye en la magnífica
ensenada formada por las incomparables
traducciones que el Guardián diera de los Textos Revelados. La aparición de
esta obra en el centenario del nacimiento de la Causa –precisamente cuando el
mundo bahá’í celebraba el triunfo del primer esfuerzo colectivo que había
emprendido– invitaba a todos los creyentes del mundo a contemplar la plena
majestad y significado de cien años de esfuerzos sacrificados e incesantes. * En una hora relativamente
temprana de la segunda guerra mundial, el Guardián situó la contienda en una
perspectiva muy diferente de la que prevalecía por entonces. La guerra debía
considerarse –decía– “como una continuación directa” de la conflagración
prendida en 1914. Llegaría a verse como “el requisito esencial para la
unificación del mundo”. La entrada en guerra de Estados Unidos, cuyo Presidente
había promovido el proyecto de un sistema de orden internacional, el mismo país
que había rechazado aquella iniciativa visionaria, iba a conducir a la nación,
predecía Shoghi Effendi “a asumir, en virtud de la adversidad, su parte
preponderante de la responsabilidad en sentar, de una vez por todas, los cimientos
mundiales e inatacables de aquel Sistema desacreditado y, pese a todo,
inmortal”.[88] Estas declaraciones se
demostraron proféticas. Con el fin de las hostilidades, se hizo gradualmente
claro que la conciencia pública mundial había experimentado un gran giro.
Habían hecho quiebra los supuestos, instituciones y prioridades recibidos en
herencia, progresivamente asediados por las fuerzas que habían actuado durante
la primera mitad del siglo. Aunque el cambio no podía describirse como una fe
reforzada en la unidad de la humanidad, a ningún observador objetivo se le
oculta el hecho de que las barreras que ponían freno a esa convicción, barreras
que habían sobrevivido todos los asaltos lanzados contra ellas a comienzos del
siglo, iban por fin remitiendo. Traen estos hechos al recuerdo las palabras
proféticas del Corán: “Veis las montañas y pensáis que son sólidas, pero
pasarán, como pasan las nubes” (78:20). Su efecto fue el de inspirar en las
mentes progresivas una sensación de confianza en que sería posible la
construcción de una nueva clase de sociedad, la cual, amén de garantizar una
paz mundial duradera, enriquecería la vida de todos sus ciudadanos. En
sustancia, este renacer de la esperanza había surgido, tal como Shoghi Effendi
había previsto, de la “calamitosa tribulación”, la cual había logrado por fin
“implantar ese sentido de responsabilidad” del que los dirigentes de comienzos
de siglo prefirieron hacer dejación.[81] A esta nueva conciencia se añadían los
efectos de los miedos inducidos por la invención y uso de las armas atómicas,
reacción que recuerda a los bahá’ís la presciencia del Maestro cuando, en sus
declaraciones en tierras de Norteamérica, avisó que la paz, en última
instancia, llegaría porque las naciones se verían forzadas a aceptarla. El
Montreal Daily Star citaba a ‘Abdu’l-Bahá con estas palabras: “[La paz] será
universal en el siglo XX. Todas las naciones se verán forzadas a ella”.[90] Los
años inmediatamente posteriores a 1945 presenciaron avances en la formulación
de un nuevo orden social que superaba con creces las esperanzas más optimistas
de anteriores decenios. Lo más importante era la
voluntad demostrada por los gobiernos nacionales de formar un nuevo sistema de
orden internacional, y dotarlo de la autoridad pacificadora que tan
trágicamente le había sido negada a la difunta Liga de Naciones. El encuentro
celebrado en San Francisco en abril de 1945, en el mismo Estado en que
‘Abdu’l-Bahá había declarado proféticamente: “Que la primera bandera de la paz
internacional sea enarbolada en este Estado”- los delegados de 50 naciones
adoptaron la Carta de la Organización de Naciones Unidas, nombre que propuso el
Presidente Franklin D. Roosevelt.[91] En octubre se produjo la ratificación por
parte del número requerido de naciones miembro, y la primera Asamblea General
de la nueva organización se reunió el 10 de enero de 1946, en Londres. En
octubre de 1949 se colocaba la primera piedra de la sede permanente de Naciones
Unidas en la ciudad de Nueva York, a la que 37 años antes había aclamado
‘Abdu’l-Bahá titulándola “Ciudad de la Alianza”. Durante Su visita había
predicho: “No hay duda de que (...) la bandera del acuerdo internacional se
desplegará aquí para extenderse más y más entre todas las naciones de la
tierra”.[92] De modo significativo, fue
también por iniciativa de un dirigente político de una de las naciones del
hemisferio occidental a las que Se había dirigido Bahá’u’lláh, como Su
llamamiento en pro de la seguridad colectiva pudo alcanzar finalmente una
materialización práctica, cuyo primer reflejo iban a constituirlo las sanciones
nominales acordadas por la Liga de Naciones contra la agresión fascista en
Etiopía. En noviembre de 1956 Lester Bowles Pearson, a la sazón Ministro de
Asuntos Exteriores y más tarde Primer Ministro de Canadá, consiguió la creación
por parte de Naciones Unidas de la primera fuerza internacional de paz, logro
que le valió a su autor el Premio Nobel de la Paz.[93] Durante la segunda mitad
del siglo el significado pleno de la autoridad que contenía tal mandato iba a
aflorar como un rasgo fundamental de las relaciones internacionales. Empezando
por el seguimiento de los acuerdos alcanzados entre Estados hostiles, el
principio de actuación colectiva en defensa de la paz adoptó gradualmente la
forma de intervenciones militares como ocurrió en la Guerra del Golfo, en la
que el cumplimiento de las resoluciones del Consejo de Seguridad fue impuesto
por la fuerza a los Estados o facciones agresoras. Junto con el establecimiento
del nuevo sistema de Naciones Unidas y los pasos destinados a ejecutar sus
sanciones, tuvo lugar un segundo avance histórico. Antes incluso de que
acabasen las hostilidades, el mundo quedaba conmocionado al ver filmada la
liberación de los campos nazis de concentración, poniendo así en evidencia las
horrendas consecuencias del racismo. La conciencia mundial se vio zarandeada
por un sentido que bien puede calificarse de profunda vergüenza ante las simas
de malignidad en las que la humanidad se había demostrado capaz de caer. Fue
aprovechando ese breve lapso felizmente entreabierto a la esperanza cuando un
grupo de hombres y mujeres preclaros, que actuaban bajo la dirección inspirada
de figuras como Eleanor Roosevelt, pudieron lograr la adopción por parte de
Naciones Unidas de la Declaración Universal de Derechos Humanos. El compromiso
moral que representaba quedó institucionalizado con el ulterior establecimiento
de la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas. A su debido tiempo, la
propia comunidad bahá’í iba a poder apreciar, con buen fundamento y de primera
mano, la importancia de este sistema como escudo protector de las minorías
frente a los abusos del pasado. Subrayando el significado de
ambos avances figuraba la decisión de las naciones triunfadoras en la última
gran conflagración de someter a juicio a las figuras principales del régimen
nazi. Por primera vez en la historia, los dirigentes de una nación soberana
-hombres que procuraron avalar la constitucionalidad de los puestos políticos
que habían ocupado- hubieron de comparecer ante un tribunal público que pasó
revista y documentó sin paliativos sus crímenes, hallándolos formalmente
culpables, de modo que los que no lograron eludir sus sentencias con el
suicidio sufrieron la horca o bien fueron sentenciados a cumplir penas de
prisión prolongadas. Ninguna protesta seria fue levantada contra este
procedimiento jurídico que, en teoría, constituía un cambio fundamental frente
a las normas existentes de derecho internacional. Aunque la integridad de los
procesos se vio gravemente mermada por la participación de jueces designados
por la dictadura soviética, cuyos propios crímenes eran comparables, si es que
no superaban, a los de régimen acusado, el hecho sentó un precedente histórico:
Por primera vez se demostraba que el fetiche de la “soberanía nacional” contaba
con límites reconocibles y susceptibles de imponerse. Por esos mismos años, un
ideal largo tiempo aplazado se materializaba con la disolución de los grandes
imperios que, amén de sobrevivir a la barrera de 1918, habían conseguido
incluso reforzar su poderío mediante nuevos “mandatos”, “protectorados” y
colonias arrebatadas a los poderes derrotados. En esta hora los anticuados
sistemas de opresión política iban a quedar inmersos en una gigantesca marea de
movimientos de liberación nacional que desbordaban su debilitada capacidad de
resistencia. Con asombrosa celeridad, todos ellos abandonaron de buena gana sus
pretensiones, o bien lo hicieron forzados por la rebelión colonial, sellando
así su suerte con el mismo destino que les fuera deparado a comienzos de siglo
a las dinastías otomana y habsburguesa. Inesperadamente, los pueblos
del mundo se encontraron en un foro donde podían comparecer con dignidad,
expresar sus preocupaciones más acuciantes y presenciar los tímidos comienzos
del papel que les estaba reservado en la forja de su propio futuro y del de la
humanidad en general. Llegar a este punto de inflexión requirió seis o más
milenios de historia. A pesar de la persistencia de todas las desventajas
educativas, las desigualdades económicas y los obstáculos creados por los
cabildeos políticos y diplomáticos -descontadas todas estas limitaciones
prácticas, pero históricamente transitorias-, lo cierto es que había surgido
una nueva autoridad que entendía de los asuntos comunes a toda la humanidad y a
la que todos podían razonablemente confiar en apelar. Los representantes de
pueblos antes sometidos, cuyos guerreros exóticamente revestidos habían
marchado a la cola del gran alarde que, tan sólo 50 años antes, presenciara Londres
con motivo del desfile de las Bodas de Diamante, se presentaban ahora como
delegados ante el Consejo de Seguridad, prestos a ocupar sus escaños en
Naciones Unidas y en las organizaciones no gubernamentales de toda suerte. El
mejor símbolo de la magnitud de los cambios realizados lo ofrece el hecho de
que el Secretario General de Naciones Unidas sea hoy día un ganés, y que sus
dos predecesores inmediatos hayan sido respectivamente un egipcio y un
peruano.[94] Tampoco revestía este cambio
un valor meramente formal o administrativo. Con el paso del tiempo, un número
creciente de figuras destacadísimas de todos los estamentos sociales iban a
desbordar los límites consabidos que habían definido hasta entonces la
identidad racial, cultural o religiosa. En todos los continentes del globo,
nombres como Anne Frank, Martín Lutero King, Paulo Freire, Ravi Shankar,
Gabriel García Márquez, Kiri Te Kanawa, Andrei Sajarov, la Madre Teresa y Zhang
Yimou se convertían en fuentes de inspiración y esperanza para gran número de
sus conciudadanos.[95] En todas las esferas de la vida, el heroísmo, la
excelencia profesional o la distinción moral iban valiendo cada vez más por sí
mismos, al ser crecientemente reconocidos por la generalidad de la humanidad.
La grandísima efusión mundial de afecto y alegría que saludó la excarcelación
de Nelson Mandela y su elección posterior como presidente del país reflejaba
cierto sentimiento entre los pueblos de toda raza y nación de que estos
acontecimientos históricos representaban victorias de la propia familia humana.
Se hizo evidente, asimismo,
que las concepciones prebélicas relativas al uso y distribución de la riqueza
requerían ser reexaminadas. Aparte de los principios de justicia social, que
sin duda motivaron a gran número de los comprometidos con este empeño, los
descalabros económicos producidos por los acontecimientos de los tres decenios
anteriores pusieron de manifiesto la ineficacia y desfase de los dispositivos
existentes. Los experimentos destinados a afrontar en el plano nacional tales
problemas ya se habían emprendido en varios países en respuesta a la Depresión
de los años 30. A diferencia de entonces, ahora se ponía en marcha de forma
sucesiva un sistema entrelazado de instituciones orientadas hacia el
reconocimiento de que las economías nacionales constituyen elementos de un
conjunto global. El Fondo Monetario Internacional, el Acuerdo General sobre
Tarifas y Comercio, el Banco Mundial y varios organismos subsidiarios
comenzaron de forma tardía a afrontar las repercusiones de la integración del
mundo y los temas relacionados con la distribución de riqueza inherente a estos
acontecimientos. Los pensadores de los países en desarrollo no tardaron en
indicar que tales iniciativas servían sobre todo a las necesidades del mundo occidental.
No obstante, la promoción de éstas supuso un cambio fundamental de timón que
favorecería la creciente participación por parte de una amplia gama de Estados
e instituciones. Una iniciativa humanitaria
de un género nunca antes concebido inauguraba una nueva etapa de la integración
global. Comenzando con el “Plan Marshall” concebido por el gobierno de Estados
Unidos para rehabilitar a las desgarradas naciones europeas, las naciones
beneficiarias pudieron reflexionar seriamente sobre los programas susceptibles
de promover el desarrollo social y económico de las naciones emergentes. La
amplia publicidad acompañante despertó la solidaridad con el resto de ese mundo
en aquellos pueblos que disfrutaban de niveles razonables de educación, sanidad
y nivel tecnológico. A su debido tiempo, tan ambiciosa iniciativa fue objeto de
ataques contra algunas motivaciones dudosas que se le atribuían. Tampoco puede
nadie negar que los resultados a largo plazo de los proyectos de desarrollo han
fracasado desalentadoramente pues no han logrado cerrar la brecha galopante que
sigue creciendo entre ricos y pobres. Con todo, ni una ni otra circunstancias
pueden empañar el sentido de humanidad compartida que se trasluce en sus
objetivos y que quizá hablaron con mayor elocuencia a través de la respuesta
que todo ello evocó en un ejército de jóvenes idealistas de numerosos países. Paradójicamente, sobre todo
en el Lejano Oriente, incluso la guerra llegó a tener ciertos efectos
liberadores sobre la conciencia. Ya en 1904, el conflicto ruso-japonés había
sido visto en algunas partes de Oriente como una evidencia esperanzadora de que
los pueblos no occidentales podían contrarrestar la hegemonía supuestamente
invencible de Occidente. El efecto quedó realzado por los acontecimientos de la
primera guerra mundial y en gran medida potenciados por los éxitos del ejército
japonés en su resistencia al prolongado y masivo esfuerzo occidental centrado
en derrotarlos durante el período 1941-1945. La segunda mitad del siglo vio
cómo esta pericia tecnológica daba lugar a economías modernas en una media
docena de naciones de la región, cuyos productos innovadores y potencial
industrial, particularmente en los campos del transporte y de la tecnología de
la información, rivalizaban con lo mejor que el resto del mundo podía ofrecer. * Hacia 1946, el fin de las
hostilidades dejó expedito el camino para el lanzamiento por parte de Shoghi
Effendi de un segundo Plan de Siete Años. Esta vez contaba con el suelo abonado
de la nueva receptividad hacia el mensaje de la Fe, producto de un vuelco de
conciencia que por entonces era ya ostensible. Una vez más, la comunidad
norteamericana bahá’í fue emplazada a asumir una responsabilidad exigente, que
en lo esencial se trataba de construir y ampliar sobre los logros del Plan
anterior y desarrollarlos. No obstante, la gran diferencia era que otras
comunidades bahá’ís se encontraban ahora en condiciones de participar. Ya en
1938, los bahá’ís de la India, Pakistán y Birmania se habían fijado su propio
plan. Conforme las hostilidades internacionales fueron cesando gradualmente,
las Asambleas Espirituales Nacionales de Persia, de las Islas Británicas, de
Australia y Nueva Zelanda, de Alemania y Austria, de Egipto y Sudán, así como
de Irak -una vez liberadas de las limitaciones impuestas por la guerra- se
embarcaban en proyectos de diversa duración cuyos fines se cifraban en ampliar
la base del Orden Administrativo, establecer pioneros en metas domésticas y
externas, y multiplicar la gama de obras y publicaciones bahá’ís disponibles. Llegados a la meta de 1953,
todas estas empresas se habían visto completadas. Se habían establecido tres
nuevas Asambleas Espirituales Nacionales, las cuales a su vez habían emprendido
planes suplementarios de enseñanza, se había formado en Europa un conjunto de
nuevas Asambleas Espirituales Locales, varias iniciativas por parte de cinco
comunidades nacionales diferentes que actuaban coordinadas por la Asamblea
Espiritual Nacional de las Islas Británicas habían logrado el asentamiento de pioneros
en África oriental y occidental, y al fin concluía el gran proyecto puesto en
marcha por el Maestro al colocar la primera piedra del Templo Madre de
Occidente.[96] Antes de que los creyentes
pudiesen celebrar estos logros, Shoghi Effendi desplegó ante la vista de todos
un nuevo desafío de proporciones descomunales. Impulsado por fuerzas históricas
que sólo él estaba en condiciones de apreciar, el Guardián anunció el
lanzamiento para el siguiente Ri?ván de un Plan de diez años de duración
cuyo alcance mundial lo convertía en “Cruzada Espiritual”. Apoyándose en las
energías que acumulaban las doce Asambleas Espirituales Nacionales existentes,
-la duodécima era la integrada por la comunidad italosuiza- el Plan requería el
establecimiento de la Fe en otros 131 países y territorios, la formación de 44
nuevas Asambleas Espirituales Nacionales, 33 de las cuales habrían de
legalizarse, un vasto aumento de obras y publicaciones bahá’ís, la erección de
Casas de Adoración en Irán y Alemania (la primera fue reemplazada por la
construcción de templos tanto en África como en Australia, cuando el proyecto
de Teherán quedó bloqueado), y la expansión del número de Asambleas
Espirituales Locales por todo el mundo hasta integrar un total de 5000, de las
cuales 350 debían legalizarse. Nada en su experiencia colectiva había preparado
a los bahá’ís del mundo para tan colosal empresa. La magnitud del desafío se
ponía de manifiesto en un telegrama de Shoghi Effendi fechado el 8 de octubre
de 1952: Siento
hora propicia para proclamar ante el mundo entero bahá’í el lanzamiento
previsto (...) Cruzada Espiritual, cargada destino, provocadora entusiasmo,
decenio duración, alcance mundial (...), participación concertada de todas
Asambleas Espirituales Nacionales del mundo bahá’í encaminada a la extensión
inmediata del dominio espiritual de Bahá’u’lláh (...) a todos Estados Soberanos
restantes, dependencias principales integradas por principados, sultanatos, emiratos,
bajalatos, protectorados, territorios en fideicomiso
y colonias reales esparcidas por la superficie del planeta entero. Todo el
conjunto de los valedores declarados de la conquistadora Fe de Bahá’u’lláh son
ahora emplazados a lograr en un solo decenio gestas que eclipsen en su
totalidad los logros que en el curso de los once decenios precedentes
iluminaron los anales del pioneraje bahá’í.[97] La victoria en tan ambiciosa empresa
significaba que la Fe abarcaría el globo entero, que los cimientos
institucionales de su Orden Administrativo iban al menos a quintuplicarse, y
que su vida comunitaria se enriquecería mediante la participación de creyentes
procedentes de un gran conjunto inexplorado de culturas, naciones y tribus. En efecto, el Plan requería
que la Causa diera un paso de gigante que sortease lo que, en caso contrario,
hubiese requerido varias etapas de su propia evolución. Lo que Shoghi Effendi
vio claramente -como sólo los poderes de previsión inherentes en la Guardianía
podían permitírselo- era que toda una conjunción histórica de circunstancias
ofrecía a la comunidad bahá’í una oportunidad irrepetible y de la que
dependería por completo el éxito de futuras etapas en la prosecución del Plan
divino. Lo que no dudó en llamar el “emplazamiento del Señor de las Huestes”
quedó encarnado en un mensaje que cautivó la imaginación de los bahá’ís de todo
el mundo: Por más
largo que sea el período que los separa de la victoria última; por muy ardua
que sea la tarea; por más formidables que sean los esfuerzos que se exijan de
ellos; por muy sombríos que sean los días que una humanidad perpleja y
gravemente probada ha de atravesar en sus horas de parto; por más severas que
sean las cargas que habrán de afrontar los que hayan de redimir su suerte (...)
les adjuro por la preciosa sangre que fluyó con tan gran profusión, por la vida
de los innumerables santos y héroes que fueron inmolados, por el sacrificio
supremo y glorioso del Profeta Heraldo de nuestra Fe, por las tribulaciones que
su propio Fundador Se prestó voluntariamente a padecer para que sobreviviese Su
Causa, para que Su orden redimiese a un mundo destrozado y su gloria se
difundiese por el planeta entero; les adjuro, según se avecina esta hora
solemne, a que se dispongan a no inmutarse jamás, a no dudar jamás, a no cejar
jamás hasta tanto todos y cada uno de los objetivos de los Planes que han de
promulgarse en fecha ulterior se vean plenamente consumados.[98] La respuesta fue inmediata.
En el curso de escasos meses comenzaron a brotar mensajes en los que el Centro
Mundial compartía las nuevas sobre una sucesión de victorias cosechadas en un
país tras otro. A los pioneros que por vez primera lograban establecer la Fe en
un país o territorio se les designaba “Caballeros de Bahá’u’lláh”; y sus
nombres pasaron a inscribirse en la orla que con el tiempo habría de
depositarse, tal como instaba el Guardián, bajo el umbral de la entrada del
Santuario de Bahá’u’lláh. Nada atestigua de forma más espectacular las
previsiones plasmadas en los sucesivos planes de Shoghi Effendi como el hecho
de que, dentro de cada uno de los nuevos estados nacionales surgidos después de
la segunda guerra mundial, las comunidades bahá’ís y Asambleas Espirituales
fuesen ya una parte de la vida y tejido nacionales. A los éxitos iniciales
siguió toda una serie de logros muy destacados. Ya en octubre de 1957, año en
el que la Fe se encontraba establecida
en más de 250 países y territorios, Shoghi Effendi pudo anunciar la compra de
los solares correspondientes a diez nuevos emplazamientos de templos bahá’ís,
así como el comienzo de la construcción de las Casas de Adoración de Kampala,
Sydney y Frankfurt; la adquisición de propiedades destinadas a la meta de
cuarenta y seis ?a?iratu’l-Quds nacionales; un gran aumento de la
producción de obras y publicaciones bahá’ís; el reconocimiento legal de nuevas
Asambleas, que elevaban el número total a 195; el reconocimiento creciente del
matrimonio y de los Días Sagrados
bahá’ís; las labores avanzadas de construcción de los Archivos Internacionales
Bahá’ís, el primer edificio en construirse dentro del amplio arco que el
Guardián trazó sobre las faldas del Monte Carmelo. Nadie que repase los
acontecimientos de aquellos días dejará de quedar hondamente afectado por el
paternal cuidado con que Shoghi Effendi aseguró el logro de estos magníficos
resultados, tal como lo reflejaba la trabajosa mención que hiciera por su
nombre, en el último mensaje general que escribió sobre la Cruzada, fechado en
abril de 1957, de cada una de las 63 conferencias regionales de enseñanza e
institutos celebrados aquel año a lo ancho del mundo bahá’í. Tal repaso quedaría incompleto
si desatendiésemos los avances paralelos que durante aquellos años acometió el
Guardián en el Orden Administrativo en el ámbito internacional. Éstos se
demostraron fundamentales no sólo para ganar la Cruzada, sino también para
consolidar y proteger el futuro de la Causa. Junto con la potestad decisoria
que recae en las instituciones electas de la Fe, otra función paralela del
Orden Administrativo consiste en ejercer una influencia espiritual, moral e
intelectual tanto en dichas instituciones como en la vida de los miembros de la
comunidad. Concebida por el propio Bahá’u’lláh, esta responsabilidad de
“difundir las fragancias divinas, edificar las almas de los hombres, promover
el saber, mejorar el carácter de todos los hombres (...)” quedó en virtud del
Testamento del Maestro investida de modo especial en las Manos de la Causa de
Dios.[99] Durante los ministerios
tanto de Bahá’u’lláh como de ‘Abdu’l-Bahá los creyentes a los que se concedió
tan alta distinción habían desempeñado en Oriente un papel capital para el
avance de las labores de enseñanza. Conforme el concepto de la Cruzada de Diez
Años iba cobrando forma en su mente, Shoghi Effendi pasó a movilizar el apoyo
espiritual que esta institución podía aportar para el logro de las tareas del
Plan. En un telegrama del 24 de diciembre de 1951, anunció el nombramiento del
primer contingente de doce Manos de la Causa de Dios, destinadas por igual a
trabajar en Tierra Santa, Asia, las Américas y Europa. A estos siervos
distinguidos de la Causa se les encomendó centrarse directamente en el desafío
que representaba movilizar las energías de los amigos y proporcionar e impartir
ánimos y consejo a los cuerpos elegidos. Al poco tiempo se elevó su número de
doce a diecinueve. Los recursos disponibles
para el cumplimiento de esta responsabilidad se vieron grandemente
incrementados con la decisión que el Guardián adoptó en octubre de 1952 al
instar a las Manos de la Causa a crear cinco cuerpos auxiliares, uno por cada
continente: los de las Américas, Europa y África constaban de nueve miembros
cada uno, en tanto que los de Asia y Australia estaban integrados por siete y
dos respectivamente. Con posterioridad, se crearon separadamente cuerpos
auxiliares para ayudar a la otra de las dos funciones principales asignadas a
las Manos de la Causa: la protección de la Fe. Un mensaje fechado el 3 de
junio de 1957 celebraba la actuación del gobierno israelí al ejecutar la
decisión definitiva del Tribunal de Apelación de dicho país, en virtud de la
cual la banda superviviente de violadores de la Alianza fue desalojada del ?aram-i-Aqdas que rodea el Centro focal del mundo bahá’í, en Bahjí.[100]
Apenas transcurrido un día, un segundo telegrama avisaba ominosamente de la
urgente necesidad de que las instituciones supremas de la Fe actuasen en
concierto para escudarla frente a los nuevos peligros que el Guardián veía
espesarse en el horizonte. A esto siguió en octubre el mensaje por el que se
anunciaba que el número de Manos de la Causa de Dios se había elevado de 19 a
27, se les designaba “ Comisarios Principales de la Embrionaria Mancomunidad
Mundial de Bahá’u’lláh”, y se les encomendaba la responsabilidad de consultar
con las Asambleas Espirituales Nacionales sobre las medidas urgentemente
necesarias para proteger la Fe. Ni siquiera había
transcurrido un mes cuando el mundo bahá’í quedó desolado por la noticia de la
muerte de Shoghi Effendi, ocurrida el 4 de noviembre de 1957 por causa de las
complicaciones ocurridas a raíz de un ataque de gripe asiática contraída en el
curso de una visita a Londres. El Centro de la Causa que, durante 36 años,
había guiado día a día su evolución, cuya visión abarcaba tanto el flujo de
acontecimientos como los actos que la comunidad bahá’í debía acometer, y cuyos
mensajes de aliento habían constituido el andarivel espiritual de infinidad de
bahá’ís de todo el planeta, se había ido de repente, dejando la gran Cruzada a
medio terminar y el futuro del Orden Administrativo en crisis. * El duelo y abrumador
sentimiento de desolación que produjo la pérdida del Guardián confiere mayor
significado al triunfo del Plan que había concebido e inspirado. El 21 de abril
de 1963, las papeletas de los delegados de cincuenta y seis Asambleas
Espirituales Nacionales, incluyendo los cuarenta y cuatro nuevos cuerpos
propuestos y felizmente formados durante la Cruzada de Diez Años, alumbraban la
Casa Universal de Justicia, el cuerpo rector de la Causa que concibiera
Bahá’u’lláh y al que garantizó inequívocamente la guía Divina en el ejercicio
de sus funciones: Corresponde
a los Fiduciarios de la Casa de Justicia reunirse en consejo para tratar de
aquellas cosas que no han sido reveladas explícitamente en el Libro, y hacer cumplir lo que a ellos les resulte
aceptable. Dios, ciertamente, les inspirará con todo lo que Él desee, y Él, en
verdad, es el Proveedor, el Omnisciente..[101] Parecía especialmente oportuno que la
elección -efectuada por los delegados reunidos y los que votaban por correo-
tuviera lugar en la Casa del Maestro, Cuyo Testamento había trazado, casi
sesenta años antes, el sentido y ámbito de la autoridad conferida por las
palabras de Bahá’u’lláh: Cada uno
debe remitirse al Libro Más Sagrado y todo lo que no esté expresamente
mencionado en él debe remitirse a la Casa Universal de Justicia. Lo que este
cuerpo, ya sea por unanimidad o por mayoría, lleve a efecto, eso es en verdad
la Verdad y el Propósito de Dios mismo. Quienquiera que se desvíe de ello es,
en verdad, de los que aman la discordia, ha mostrado malevolencia y se ha
separado del Señor de la Alianza.[102] Un importante paso
preliminar para la elección había sido dado por Shoghi Effendi en 1951 al
designar a los miembros del Consejo Internacional, formado por personas que
habrían de ayudarle en sus labores. En 1961, tal como había explicado que
sucedería, se adoptaba el segundo paso en el proceso cuando esta institución
evolucionó hasta convertirse en un Consejo de nueve miembros, elegido por los
miembros de las Asambleas Espirituales Nacionales. En consecuencia, cuando la
Cruzada de Diez Años llegó a su victorioso final en 1963, el mundo bahá’í
disponía ya de una importante experiencia previa al trascendental acto que
había sido llamado a realizar. Los historiadores sin duda
reconocerán que el mérito por movilizar los esfuerzos que posibilitaron este
momento corresponde a las Manos de la Causa, quienes facilitaron la
coordinación de la que el mundo bahá’í se había visto privado tras la pérdida
de la jefatura del Guardián. Recorriendo la tierra incansablemente para la
promoción del Plan de Shoghi Effendi, reuniéndose en cónclaves anuales para
repartir aliento e información, inspirando los esfuerzos de sus recién
nombrados lugartenientes, y desbaratando los esfuerzos de una nueva camarilla
de violadores de la Alianza que pretendían minar la unidad de la Fe, esta
pequeña compañía de hombres y mujeres dolientes lograron asegurar que los
ambiciosos objetivos de la Cruzada se cumpliesen en la hora indicada y que los
cimientos necesarios estuvieran asentados en su lugar en el momento en que
habría de alzarse la corona del Orden Administrativo. Al solicitar que sus
propios miembros quedasen al margen de la elección de la Casa Universal de
Justicia, de modo que se les permitiese realizar los servicios que el Guardián
les había asignado, las Manos dieron al mundo bahá’í, como segundo gran legado,
una distinción espiritual que carece de precedentes en la historia humana.
Nunca antes las personas en cuyas manos se había depositado el poder supremo de
una gran religión, y que disfrutaban de un nivel de consideración sin parangón
en su comunidad, habían solicitado que no se les considerara elegibles para el
ejercicio de la autoridad suprema, colocándose así enteramente al servicio del
Cuerpo escogido por la comunidad de sus correligionarios a tal fin.[103] VII Por más que la distancia sea grande entre la
Guardianía y la singular dignidad del Centro de la Alianza, el papel
desempeñado por Shoghi Effendi a la muerte del Maestro ocupa un puesto único en
la historia de la Causa cuya centralidad en la vida de la Fe perdurará durante
los siglos venideros. En algunos respectos importantes puede afirmarse que
Shoghi Effendi amplió con otros treinta y seis años trascendentales la
influencia que había ejercido la mano guiadora del Maestro en la construcción
del Orden Administrativo y en la expansión y consolidación de la Fe de
Bahá’u’lláh. Para comprenderlo mejor osemos imaginar lo que hubiera sido del
destino de la infante Causa de Dios de no haber estado firmemente establecida
durante el período de su máxima vulnerabilidad, bajo las riendas de quien,
habiendo sido preparado por ‘Abdu’l-Bahá para este menester, había aceptado
servir -en el pleno sentido de la palabra- en calidad de Guardián. Aun subrayando ante el
conjunto de sus correligionarios que los dos Sucesores del Maestro eran
“inseparables” y “complementarios” por lo que respecta a las funciones que
habían de desempeñar individualmente, es claro que Shoghi Effendi había
reconocido las implicaciones del hecho de que la Casa Universal de Justicia no
podía surgir hasta que, pasado un dilatado proceso de desarrollo
administrativo, se hubiera creado la requerida estructura de apoyo integrada
por las Asambleas Nacionales y Locales. Fue totalmente franco con la comunidad
bahá’í al mencionar las implicaciones del hecho de que él había sido llamado a
ejercer por sí solo esta responsabilidad suprema. En sus propias palabras: Separada
de la institución no menos esencial de la Casa Universal de Justicia, este
mismo Sistema del Testamento de ‘Abdu’l-Bahá se vería paralizado en su
actuación, incapaz de colmar las lagunas que el Autor del Kitáb-i-Aqdas ha
dejado deliberadamente en el conjunto de Sus disposiciones legislativas y
administrativas.[104] Consciente de esta verdad,
Shoghi Effendi actuó con escrupulosa consideración hacia las restricciones que
por mor de las circunstancias le venían impuestas, y esta fidelidad será motivo
de orgullo para los seguidores de Bahá’u’lláh a lo largo de las edades por
venir. Sus 36 años de servicios a la Fe describen una trayectoria que, abierta
como la de su Abuelo a la revisión y valoración de la posteridad, carece, tal
como aseguró a la comunidad bahá’í, de actuación alguna por su parte que, en la
más mínima medida, “infrinja la sagrada y prescrita esfera” de la Casa
Universal de Justicia. No se trata tan sólo de que Shoghi Effendi se abstuviera
entonces de promulgar legislación; sino de que pudiese cumplir su mandato
introduciendo nada más que disposiciones provisionales, dejando la decisión
última en tales asuntos enteramente en manos de la Casa Universal de Justicia. En ningún apartado resulta
más llamativo esta autocontención que en el tema capital de la sucesión de la
Guardianía. Shoghi Effendi carecía de herederos propios; por otro lado, las
demás ramas de la Sagrada Familia habían violado la Alianza. Aunque los
Escritos bahá’ís no aportaban orientaciones sobre tales supuestos, el
Testamento del Maestro es explícito en cuanto a cómo han de resolverse todos
los asuntos que no están claros: Incumbe a
estos miembros (de la Casa Universal de Justicia) reunirse en cierto lugar y deliberar
sobre todos los problemas que han causado diferencias, cuestiones que sean
oscuras y asuntos que no estén expresamente consignados en el Libro. Cuanto sea
que ellos decidan posee el mismo efecto que el propio Texto.[105] De conformidad con esta orientación surgida
de la pluma del Centro de la Alianza, Shoghi Effendi se abstuvo de
pronunciarse, dejando la cuestión sobre un posible sucesor o sucesores en manos
del único Cuerpo autorizado para decidir sobre el particular. Cinco meses
después de sus comienzos, la Casa Universal de Justicia clarificó el asunto en
un mensaje de fecha 6 de octubre de 1963 dirigido a todas las Asambleas
Espirituales Nacionales: En estado
de oración y tras el atento estudio de los Textos Sagrados (...) y tras
prolongadas consideraciones (...) la Casa Universal de Justicia concluye que no
hay modo de designar o legislar para hacer posible el nombramiento de un
segundo Guardián que sucediera a Shoghi Effendi.[106] Al embarcarse en una misión
para la que la historia no le ofrecía precedentes, Shoghi Effendi no disponía,
a fin de recabar la guía que su labor precisaba, de otras fuentes que no fuesen
los Escritos de los Fundadores de la Fe y el ejemplo del Maestro. Ningún cuerpo
asesor podía ayudarle a determinar el significado de los Textos que había sido
llamado a interpretar a beneficio de una comunidad bahá’í que, por su parte,
tenía depositada en él toda su confianza. Sus amplias lecturas de los trabajos
publicados por historiadores, economistas y pensadores políticos apenas podía
reportarle a su indagación poco más que materia prima que su inspirada visión
de la Causa debía a continuación organizar. La confianza y valor requeridos
para conseguir que una comunidad heterogénea de creyentes acometiese tareas
que, medidas por cualquier rasero objetivo, excedían las capacidades de éstos,
sólo podían hallarse en los fondos espirituales de su propio corazón. Ningún
observador desapasionado del siglo XX, por muy escéptico que se muestre en
torno a los fundamentos de la religión, dejará de reconocer que la integridad
con que un joven en sus veinte y pocos años de edad aceptó tan sobrecogedora
responsabilidad, -y la magnitud de la victoria que labró- es evidencia del
inmenso poder espiritual inherente a la Causa que acaudilló. Admitir todo ello es
reconocer que las capacidades con que la Alianza había dotado a la Guardianía
no eran una suerte de magia. Ejercitarlas cumplidamente suponía, tal como
Ru?íyyih Khánum ha descrito de forma conmovedora, un proceso
inacabable consistente en probar, evaluar y refinar. Aturde la precisión con
que Shoghi Effendi analizaba los procesos sociales y políticos en sus fases
iniciales, y el dominio con que su mente abarcaba un caleidoscopio de
acontecimientos, tanto actuales como históricos, relacionando sus implicaciones
con el despliegue de la Voluntad de la Providencia. Que esta labor del
intelecto fue llevada más allá del nivel con que la conciencia humana
acostumbra a operar no significa que el esfuerzo fuera menos real o exigente.
Antes bien, dada la percepción que Shoghi Effendi tenía de la naturaleza y de
la motivación humanas, rasgos inseparables de la institución que representaba,
cabe afirmar justamente lo contrario.[107] Con la perspectiva que
ofrecen los más de cuarenta años transcurridos desde el fallecimiento de Shoghi
Effendi, empieza a apreciarse con meridiana claridad el significado que sus
labores han revestido en la evolución a largo plazo del Orden Administrativo.
Si las circunstancias hubieran sido diferentes, el Testamento del Maestro había
contemplado la posibilidad de que uno o más sucesores continuasen la
institución que Shoghi Effendi encarnaba. Obviamente no podemos penetrar en la
mente de Dios. Lo que es claro e innegable, sin embargo, es que, mediante su
autoridad interpretativa, la estructura del
Orden Administrativo así como la trayectoria que su futuro desarrollo ha de
adoptar han quedado fijados permanentemente en virtud del cumplimiento que
diera Shoghi Effendi -hasta el más mínimo detalle y al máximo nivel imaginable-
al mandato que le confió el Maestro. Igualmente claro e innegable es el hecho
de que tanto la estructura como la trayectoria
representan la Voluntad de Dios. VIII Tal como Shoghi Effendi había avisado
proféticamente, las fuerzas que corroían las convicciones y sistemas heredados
de todo género proseguían su avance al par que lo hacían los procesos
integradores presentes en el mundo. Por tanto, no es de sorprender que tanto en
Europa como en Oriente se demostrara brevísima la euforia inducida por la
restauración de la paz. Apenas habían cesado las hostilidades cuando estallaron
las divisiones ideológicas entre el marxismo y la democracia liberal dando paso
a diversos intentos por asegurar el dominio entre los bloques respectivos de
naciones acogidas a su inspiración. El fenómeno de la “Guerra Fría”, en que la
pugna por llevar la delantera rayó casi en abierto conflicto militar, acabó
aflorando como el paradigma político dominante de los siguientes decenios. La amenaza planteada por la
nueva crisis del orden internacional se vio agudizada por los grandes avances
en tecnología nuclear y el éxito de ambos bloques en pertrecharse con una
colección cada vez mayor de armas de destrucción masiva. Las horrendas imágenes
de Hiroshima y Nagasaki despertaron en la humanidad la pavorosa posibilidad de
que una serie de contratiempos relativamente menores, tan imprevisibles como el
proceso iniciado en 1914 con el incidente de Sarajevo, pudiera abocar con el
tiempo a la aniquilación de una porción considerable de la población mundial,
dejando inhabitables amplias zonas del globo. Para los bahá’ís, la perspectiva
así abierta sólo podía traer a la memoria vivos recuerdos del tétrico aviso
pronunciado decenios antes por Bahá’u’lláh: “Extrañas y portentosas cosas
existen en la tierra, pero están ocultas a la mente y al entendimiento de los
hombres. Estas cosas son capaces de alterar la atmósfera entera de la tierra y
su contaminación puede resultar letal”.[108] Con diferencia, la mayor
tragedia achacable a esta disputa en pos del dominio fue el hecho de que
frustrase las esperanzas con que los pueblos antes sometidos habían saludado la
oportunidad que parecía ofrecérseles de diseñar y emprender, por cuenta propia,
una nueva vida. El obstinado empeño de algunas potencias coloniales
supervivientes en sofocar tales esperanzas, aunque condenado al fracaso a los
ojos de cualquier observador objetivo, dejó las ansias de liberación de
numerosos países sin otro recurso que el de adoptar el carácter de una lucha
revolucionaria. Hacia 1960, estos movimientos, que por cierto ya habían sido un
rasgo del paisaje político de los anteriores decenios del siglo, comenzaron a
representar la principal forma de actividad política indígena en una mayoría de
las naciones sometidas. Puesto que la fuerza
propulsora del propio colonialismo era la explotación económica, resultaba
quizás inevitable que una mayoría de los movimientos de liberación presentaran
un sello ideológico más bien socialista. En el espacio de unos pocos años,
dichas circunstancias crearon un terreno fértil para la explotación de las
superpotencias mundiales. Para la Unión Soviética, la situación parecía
brindarle la oportunidad de inducir un giro en la alineación de las naciones,
siempre que ganase una influencia preponderante en lo que empezaba a conocerse
como el “Tercer Mundo”. La respuesta de Occidente -allá donde la ayuda al
desarrollo no consiguió retener las lealtades de las poblaciones receptoras-
consistió en alentar y armar a una amplia variedad de regímenes autoritarios. Conforme las fuerzas externas manipulaban
a los nuevos gobiernos, la atención iba alejándose crecientemente de la
consideración objetiva de las necesidades del desarrollo para concentrarse en
luchas ideológicas y políticas que apenas guardaban relación alguna con la
realidad social o económica. Los resultados fueron uniformemente devastadores.
La bancarrota económica, las graves violaciones de los derechos humanos, la
quiebra de la administración civil y el surgimiento de elites oportunistas que
en el sufrimiento de sus países sólo veían vías de enriquecimiento personal;
tal fue el destino demoledor que asoló, una tras otra, a aquellas nuevas
naciones que, sólo pocos años antes, habían comenzado su andadura de forma tan
prometedora. Venía a inspirar estas crisis
políticas, sociales y económicas el auge y consolidación inexorables de una
enfermedad del alma humana infinitamente más destructiva que ninguna de sus
manifestaciones específicas. Su triunfo marcó una nueva y ominosa etapa en el
proceso de degeneración social y espiritual que Shoghi Effendi había
identificado. Apadrinado por el pensamiento europeo decimonónico, inmensamente
recrecida en su influencia mediante los logros de la cultura capitalista
norteamericana, y dotada de la credibilidad engañosa propia de dicho sistema
gracias al marxismo, el materialismo emergió con toda su fuerza en la segunda
mitad del siglo XX, convertido en una suerte de religión universal que
reclamaba autoridad absoluta sobre la vida personal y social de la humanidad.
Su credo era el colmo de la ingenuidad: La realidad, incluyendo la realidad
humana y el proceso por el que se desenvuelve, sería de naturaleza
esencialmente material. La meta de la vida humana es, o debiera ser, la
satisfacción de necesidades y carencias materiales. La sociedad existiría para
facilitar este empeño, y la preocupación colectiva de la humanidad habría de
dirigirse al refinamiento continuo del sistema, con vistas a hacerlo cada vez
más eficiente en el desempeño de esta tarea que le ha sido encomendada. Con el colapso de la Unión
Soviética, desaparecieron los impulsos dirigidos a concebir y promover
cualquier sistema formal de creencias materialistas. Tampoco es que mediante
semejantes esfuerzos se hubiera colmado ningún propósito útil, no en vano el materialismo
pronto iba a quedarse sin retos significativos en la mayor parte del mundo. La
religión, allá donde no se hubiera replegado en forma de fanatismo y rechazo
irreflexivo del progreso, se vio paulatinamente reducida a una suerte de
preferencia personal, una predilección o una búsqueda destinada a satisfacer
las necesidades espirituales y emocionales de la persona. El sentido de misión
histórica que había definido a los principales credos religiosos aprendió a
contentarse con endosar con su firma religiosa las campañas de cambio social
llevadas a cabo por los movimientos seculares. El mundo académico, antes
escenario de grandes hazañas de la mente y el espíritu, se acomodó al papel de
cierta docta industria preocupada con atender a su maquinaria de disertaciones,
simposios, créditos de sus publicaciones y subvenciones. Ya sea en tanto visión del
mundo o en tanto simple apetito, el efecto del materialismo es el de despojar
del seno de la motivación humana -e incluso del interés- los impulsos espirituales
que distinguen al alma racional. “Pues el amor a uno mismo”, había dicho
‘Abdu’l-Bahá, “está entreverado con la misma arcilla del hombre, y no es
posible que, sin ninguna esperanza de recompensa sustancial, descuide su propio
bienestar material presente”.[109] En ausencia de convicciones en torno a la
naturaleza espiritual de la realidad y a la realización personal que sólo ella
ofrece, no es de sorprender que encontremos en el corazón mismo de la crisis
actual de la civilización un culto al individualismo, que cada vez admite menos
restricciones y que eleva la adquisición y avance personal al estatus de
valores culturales fundamentales. La atomización resultante de la sociedad ha
marcado una nueva etapa en el proceso de desintegración al que tan urgente
referencia hacen los escritos de Shoghi Effendi. Aceptar voluntariamente la
ruptura de una fibra tras otra del tejido moral que guía y disciplina la vida
de la persona y de cualquier sistema social es una forma autodestructiva de
afrontar la realidad. Si las cabezas pensantes fueran francas en su valoración
de las evidencias disponibles, es aquí donde hallarían la causa radical de
problemas aparentemente no relacionados como la contaminación del medio
ambiente, el descalabro económico, la violencia étnica, la generalización de la
apatía pública, el aumento masivo de la delincuencia, y las epidemias que
arrasan poblaciones enteras. Por muy importante que sea la aplicación del
conocimiento experto legal, sociológico o técnico en tales temas, carece de realismo
imaginar que los esfuerzos de este género vayan a producir cualquier
recuperación significativa si quedan huérfanos de un cambio fundamental de
conciencia y conducta morales. * Lo que el mundo bahá’í ha
conseguido durante estos mismos años redobla su brillo al contrastarse con este
horizonte de sombras. Es imposible exagerar el significado de los logros que
condujeron al nacimiento de la Casa Universal de Justicia. Durante unos seis
mil años la humanidad ha experimentado con una variedad casi ilimitada de
métodos colectivos de toma de decisiones. Desde el mirador privilegiado que
ofrece el siglo XX, la historia política del mundo presenta un panorama de
constantes mudanzas en el que el ingenio humano apenas ha desaprovechado la
menor oportunidad. Los sistemas basados en principios tan diferentes como la
teocracia, la monarquía, la aristocracia, la oligarquía, la república, la
democracia y la cuasi-anarquía han proliferado ad libitum, acompañadas de una ilimitada oferta de innovaciones que
han probado a combinar diferentes rasgos deseables de todo este surtido. Aunque
la mayoría de las opciones se han prestado a abusos de
un género u otro, las más de ellas sin duda han contribuido en mayor
o menor grado a satisfacer las esperanzas de aquellos a cuyos intereses
supuestamente servían. Durante este largo proceso
evolutivo, tanto más dilatado cuanto más numerosas y diversas eran las
poblaciones que caían bajo la esfera de control de uno u otro sistemas de
gobierno, la tentación del imperio universal hizo presa en la imaginación de
los césares y napoleones que animaban esta suerte de expansión. La resultante
retahíla de calamitosos fracasos, la misma que confiere a la historia gran
parte de su capacidad de fascinación y revulsión, parece abonar la persuasiva evidencia
de que realizar tamaña ambición desborda cualquier cauce humano, no importa
cuán grandes sean los recursos de que se disponga o cuánta sea la confianza
depositada en el genio de su cultura particular. No obstante, la unificación
de la humanidad bajo un sistema de gobierno que pueda liberar las plenas
potencialidades latentes en la naturaleza humana, y que permita su expresión en
programas para beneficio de todos, constituye claramente la próxima etapa en la
evolución de la civilización. La unificación física del planeta en nuestro
tiempo y el despertar de las aspiraciones de las masas de sus habitantes han
producido, por fin, las condiciones que permiten la consecución de este ideal,
aunque de una manera muy diferente a la imaginada en las ensoñaciones
imperialistas del pasado. A este esfuerzo han contribuido los gobiernos del
mundo al fundar la Organización de Naciones Unidas, con todas sus grandes
bendiciones y todas sus lamentables carencias. Más allá, en algún punto se
extienden los grandes cambios que habrán de impulsar, a su debida hora, la
aceptación del concepto del gobierno mundial mismo. Naciones Unidas carece de
este mandato, y nada hay en el discurso de los dirigentes políticos
contemporáneos que contemple seriamente tan radical reestructuración de la
administración de los asuntos del planeta. Que tal cosa llegará a suceder en su
sazón es algo que Bahá’u’lláh ha puesto inconfundiblemente de manifiesto. Que
han de ser necesarios aun mayores sufrimientos y desilusiones para impulsar a la
humanidad a que dé este gran paso adelante parece, por desgracia, igualmente
claro. Su establecimiento ha de requerir que los gobiernos nacionales y otros
centros de poder sometan a la decisión internacional, de modo incondicional e
irreversible, la plena medida de una autoridad superior e implícita en la
palabra “gobierno”. Éste es el contexto en el
que los bahá’ís deben procurar apreciar la victoria única que la Causa ganó en
1963 y que desde entonces no ha hecho sino consolidarse. Comprender plenamente
su significado está fuera del alcance de las generaciones actuales de creyentes
y quizá siga estándolo para varias generaciones más. En la medida en que los
bahá’ís lo comprendan, no vacilarán en su determinación de servir al despliegue
de su propósito. El proceso que condujo a la
elección de la Casa Universal de Justicia -posibilitado por la feliz conclusión
de las tres primeras etapas del Plan Divino del Maestro bajo la dirección de
Shoghi Effendi- constituyó muy probablemente la primera elección global y
democrática de la historia. Cada una de las elecciones sucesivas celebradas
desde entonces ha contado con un electorado más amplio y más diverso formado
por los delegados escogidos de la comunidad, hecho que en la actualidad la
sitúa en un punto en el que incontestablemente ostenta la voluntad de un sector
representativo de cada una de las partes de la raza humana entera. En efecto,
no hay nada previsto o realizado por ninguna agrupación de personas que pueda
parangonarse en modo alguno con este logro. Si, además, se reflexiona
sobre la atmósfera espiritual que domina las elecciones bahá’ís y la conducta
conforme a principio que se exige incluso en sus detalles más simples, no cabe
sino sentirse más humilde ante un reconocimiento aún superior. Al erigir la
institución suprema de gobierno de nuestra Fe, se presencia el máximo esfuerzo
de que es capaz la persona por ganarse el beneplácito de Dios, una decisión
colectiva y fervorosa de que nada, ya sea en las condiciones culturales o en
los impulsos del deseo individual, debe consentirse que empañe la pureza de
este acto colectivo supremo. Se roza en este punto el límite de la capacidad
humana. Mediante este acto, la humanidad hace literalmente todo lo que puede, y
Dios acepta este esfuerzo consagrado por parte de quienes han abrazado Su Causa
y faculta a las instituciones así constituidas con los poderes prometidos en el
Kitáb-i-Aqdas y en el Testamento de ‘Abdu’l-Bahá. No es de sorprender que
‘Abdu’l-Bahá viera en este proceso, llamado a consumarse en la histórica fecha
de 1963, centenario de la declaración de la misión de Bahá’u’lláh, el
cumplimiento de la visión del profeta Daniel: “Bendito sea el que aguarde y
llegue a 1335 días”. En palabras del Maestro: Pues de acuerdo con este
cálculo habrá de transcurrir un siglo desde el alba del Sol de la Verdad, y
será entonces cuando las enseñanzas de Dios quedarán firmemente establecidas en
la tierra, y la luz divina inundará el mundo desde Oriente hasta Occidente. En
se día, los fieles se regocijarán.[110] Con el establecimiento de la
Casa Universal de Justicia, surgía la segunda de las dos instituciones
sucesorias nombradas por ‘Abdu’l-Bahá como garantes de la integridad de la
Causa. El vasto conjunto de los escritos del Guardián y la pauta de vida
administrativa que había creado y que estaba impresa indeleblemente en la
conciencia bahá’í habían surtido al mundo bahá’í de los medios con que asegurar
conformidad universal en torno a las intenciones de la Revelación de Dios. Con
la Casa Universal de Justicia, poseía también ahora la autoridad última
concebida por Bahá’u’lláh para el ejercicio de las funciones decisorias del
Orden Administrativo. Tal como el Testamento explica, las dos instituciones
comparten conjuntamente la promesa divina de guía indefectible: La rama
sagrada y juvenil, el Guardián de la Causa de Dios, así como la Casa Universal
de Justicia, que ha de elegirse y establecerse universalmente, están ambas bajo
el cuidado y protección de la Belleza de Abhá, al abrigo y guía infalible de Su
Santidad, el Exaltado (que mi vida sea ofrecida por ambos). Cuanto sea que
ellos decidan es de Dios.[111] La relación entre estos dos
centros de autoridad, había explicado además Shoghi Effendi, es de carácter
complementario, una relación en la que algunas funciones son compartidas en
común y otras son propias de una u otra institución. No obstante, puso gran
cuidado en recalcar: Debe
(...) comprenderse claramente por parte de todo creyente que la institución de
la Guardianía en ninguna circunstancia abroga, ni tampoco merma siquiera en la
menor medida, los poderes concedidos por Bahá’u’lláh en el Kitáb-i-Aqdas a la
Casa Universal de Justicia, repetida y solemnemente confirmados por
‘Abdu’l-Bahá en Su Testamento. No constituye en modo alguno contradicción del Testamento
y Escritos de Bahá’u’lláh, ni anula ninguna de Sus instrucciones
reveladas.[112] Comprender la singularidad
de lo creado por Bahá’u’lláh fecunda la imaginación abriéndola a las
aportaciones que la Causa puede brindar a la unificación de la humanidad y a la
construcción de una sociedad global. La responsabilidad inmediata de establecer
el gobierno mundial descansa sobre los hombros de los estados nacionales. Lo
que la comunidad bahá’í ha sido llamada a realizar, en esta etapa de la
evolución social y política de la humanidad, es contribuir por todos los medios
posibles a la creación de las condiciones que alienten y faciliten esta empresa
enormemente exigente. Tal como Bahá’u’lláh aseguró a los monarcas de Su época
que “no es Nuestro deseo apropiarnos de vuestros reinos”, [113”], del mismo
modo puede afirmarse que la comunidad bahá’í carece de agenda política, es
ajena a cualquier implicación en actividades partidistas y acepta sin reservas
la autoridad del gobierno civil en los asuntos públicos. Cualquier preocupación
que los bahá’ís lleguen a albergar en torno a las condiciones actuales o sobre
las necesidades de sus propios miembros se expresa a través de cauces
constitucionales. El poder de la Causa para
influir en el curso de la historia descansa no sólo en la potencia espiritual
de su mensaje, sino en el ejemplo que ofrece. “Tan potente es la luz de la
unidad”, asegura Bahá’u’lláh, “que puede iluminar la tierra entera”.[114] La
unidad de la humanidad encarnada en la Fe, tal como subraya Shoghi Effendi, no
representa “un mero brote de sentimentalismo ignorante o una expresión de esperanzas vagas y
piadosas”. La unidad orgánica del conjunto de los creyentes –y el Orden
Administrativo que la posibilita– dan testimonio de lo que Shoghi Effendi denominó
“el poder que posee su Fe para construir la sociedad”.[115] Conforme la Causa
se expanda y cuanto más aparentes se vuelvan las capacidades latentes en su
Orden Administrativo, tanto más atraerá la atención de las figuras del
pensamiento e inspirará en las mentes progresivas la seguridad de que sus
ideales son, en última instancia, realizables. En palabras de Shoghi Effendi: Los
dirigentes religiosos, los exponentes de las teorías políticas, los gobernantes
de las instituciones humanas, esos mismos que en la actualidad presencian con
perplejidad y consternación la bancarrota de sus ideas y la desintegración de
su obra, harían bien en volver su mirada hacia la Revelación de Bahá’u’lláh y
en meditar sobre el Orden Mundial que, atesorado en Sus enseñanzas, se yergue
lenta e imperceptiblemente entre la vorágine y caos de la civilización
actual.[116] Tal examen centrará la
atención sobre el poder que ha hecho posible el logro de la unidad bahá’í, y
que ésta pueda mantenerse y consolidarse. “La luz de los hombres”, asegura
Bahá’u’lláh, “es la Justicia”, cuyo propósito, añade, “es la aparición de la
unidad entre los hombres. El océano de la sabiduría divina surge dentro de esta
exaltada palabra”.[117] La designación de “Casas de Justicia”, conferida a las instituciones
que gobernarán el Orden Mundial que Él concibió, en los planos local, nacional
e internacional, refleja la centralidad de este principio dentro de las
enseñanzas de la Revelación y de la vida de la Causa. A medida que la comunidad
bahá’í se convierta en un participante cada vez más presente en la escena
pública, su experiencia dará pruebas tanto más alentadoras de esta ley, tan
crucial para la curación de la infinidad de enfermedades que, en última
instancia, son consecuencia de la desunión que aflige a la familia humana.
“Sabe en verdad”, explica Bahá’u’lláh, “que estas grandes opresiones que se han
abatido sobre el mundo lo preparan para el advenimiento de la Más Grande
Justicia” [118]. Huelga decir que esa etapa culminante en la evolución de la
sociedad tendrá lugar en un mundo muy diferente del que ahora conocemos. IX El efecto inmediato de haber ganado la
Cruzada de Diez Años y del establecimiento de la Casa Universal de Justicia fue
el de añadir un poderoso empuje al avance de la Causa. Esta vez el progreso
–que había afectado prácticamente a todos los aspectos de la vida bahá’í–
adoptó la forma de una serie de cambios profundos cuyo perfil se aprecia mejor
al contraluz que ofrece todo el período transcurrido desde 1963 hasta el final
del siglo. Durante esos treinta y siete años las labores avanzaron rápidamente
siguiendo dos cursos paralelos: la expansión y consolidación de la propia
comunidad bahá’í y, al mismo tiempo, el aumento espectacular en el influjo que
la Fe llegaba a ejercer en la vida social. Mientras se diversificaba la gama de
actividades bahá’ís, la mayor parte de tales esfuerzos tendían a potenciar
directamente una u otra de las dos principales vías de progreso. Una decisión adoptada en
fecha temprana por la Casa de Justicia resultó ser decisiva para todos los
aspectos del desarrollo de la enseñanza y de la administración. Comprender que
no había sucesor de Shoghi Effendi supuso reconocer que tampoco sería posible
el nombramiento de nuevas Manos de la Causa. Cuán esenciales eran las funciones
de esta institución para el progreso de la Fe se demostró con fuerza
inolvidable durante los trepidantes seis años transcurridos entre 1957 y 1963.
En consecuencia, de conformidad con el mandato que la autorizaba a crear nuevas
instituciones bahá’ís [119], según las necesidades de la Causa lo requerían, la
Casa de Justicia creó en junio de 1968 los Cuerpos Continentales de Consejeros.
Dotada de facultades para extender hacia el futuro las funciones de protección
y propagación de la Fe ejercidas por las Manos de la Causa, la nueva
institución asumió la responsabilidad de guiar las labores de los Cuerpos
Auxiliares ya existentes y sumó fuerzas con las Asambleas Nacionales
compartiendo responsabilidades en el avance de la Fe. Las grandes victorias
celebradas en 1973 al término del Plan de Nueve Años, aunque espléndidas en sí
mismas, reflejaron la extraordinaria facilidad con que la nueva agencia
administrativa había asumido sus deberes y la avidez con que había sido
bienvenida por creyentes y Asambleas por igual. El momento quedó marcado por
otro acontecimiento trascendental en el desarrollo del Orden Administrativo: la
creación del Centro Internacional de Enseñanza, cuerpo que proyectaría hacia el
futuro las responsabilidades incumbentes al grupo de “Manos de la Causa
residentes en Tierra Santa”, y que en adelante iba a coordinar las labores de
los Cuerpos de Consejeros de todo el mundo. Previendo el curso que el
crecimiento de la Causa iba a seguir, Shoghi Effendi se había referido por escrito
al “lanzamiento de empresas mundiales destinadas a ser acometidas, en épocas
futuras de esa misma Edad [Formativa], por parte de la Casa Universal de
Justicia, empresas que simbolizarán la unidad y coordinarán y unificarán las
actividades de (...) las Asambleas Nacionales”.[120] En 1964 el Plan de Nueve
Años iniciaba estos proyectos globales, y a éste seguirían el Plan de Cinco
Años (1974), el Plan de Siete Años (1979), el Plan de Seis Años (1986), el Plan
de Tres Años (1993), el Plan de Cuatro Años (1996) y el Plan de Doce Meses, con
el que concluyó el siglo. La variación del énfasis con que se orientaba
sucesivamente una empresa tras otra constituye un indicador valioso del
crecimiento que la Causa experimentaba por aquellos decenios, así como de las nuevas
oportunidades y desafíos que le reportaba este crecimiento. Más importante aún
que las diferencias, sin duda, es el hecho de que las actividades requeridas en
cada Plan fuesen extensiones de iniciativas que habían sido puestas en marcha
por Shoghi Effendi, quien, a su vez, había recogido y reelaborado la trama
tejida por los Fundadores de la Fe: la formación de Asambleas Espirituales; la
traducción, producción y distribución de obras y publicaciones; el aliento
infundido a la participación universal de los amigos; la atención al
enriquecimiento de la vida bahá’í; los esfuerzos encaminados a la participación
de la comunidad bahá’í en la vida de la sociedad; el afianzamiento de la vida
familiar bahá’í; y la educación de los niños y jóvenes. Aunque estos diversos
procesos continúen diversificándose indefinidamente desplegando nuevas
posibilidades, el hecho de que cada uno de ellos se originase en el impulso
creador de la Revelación misma confiere a cuanto realiza la comunidad bahá’í
una fuerza integradora que constituye el secreto y la garantía de su éxito
final. Los primeros veinte años del
proceso fueron uno de los períodos más enriquecedores que la comunidad bahá’í
haya experimentado jamás. Durante un período notablemente breve, el número de
Asambleas Espirituales Locales se multiplicó y la diversidad cultural de los
miembros se convirtió en un rasgo cada vez más distintivo de la vida bahá’í.
Aunque la quiebra social generaba problemas para las instituciones
administrativas bahá’ís, uno de sus efectos fue el de generar un crecido
interés por el mensaje de la Causa. Al principio, la comunidad fue invitada a
afrontar el reto de la “enseñanza de las masas”. Ya en 1967, se hacía un
llamamiento a “lanzar, a una escala global y ante todos los estratos de la sociedad
humana, una proclamación duradera e intensa del mensaje curativo que anuncie la venida del
Prometido (...)” [121] A medida que los creyentes
de los centros urbanos emprendían campañas continuas para alcanzar a las masas
de los pueblos del mundo, establecidas en aldeas y zonas rurales, pudieron
comprobar que la receptividad ante el mensaje de Bahá’u’lláh excedía cualquier
medida que antes se hubiera concebido posible. Si bien la respuesta adoptó
usualmente formas muy diferentes de aquellas con las que los maestros estaban
familiarizados, los nuevos seguidores recibieron una cálida bienvenida. Decenas
de millares de nuevos bahá’ís entraron en la Causa a lo largo de África, Asia y
Latinoamérica, a menudo en contingentes que representaban la mayor parte de
aldeas rurales completas. Los años 60 y 70 fueron tiempos apasionantes para una
comunidad bahá’í cuyo crecimiento fuera de Irán había sido hasta entonces lento
y tasado. Iba a recaer en los amigos del Pacífico la gran distinción de atraer
a la Causa al primer Jefe de Estado, Su Alteza Malietoa Tanumafili II,
distinción que sólo los acontecimientos futuros situarán en su marco adecuado. En la base misma de esta
evolución, al igual que sucediera desde los albores de la Causa, se hallaba el
compromiso personal del creyente. Ya durante el ministerio de Shoghi Effendi se
habían realizado intentos, por parte de personas especialmente lúcidas, de
introducir la Causa en poblaciones indígenas de países como Uganda, Bolivia e
Indonesia. Durante el Plan de Nueve Años, un número muy superior de maestros se
vieron atraídos hacia este trabajo, particularmente en la India, en varios
países de África y en la mayor parte de las regiones de Latinoamérica, así como
en las islas del Pacífico, en Alaska, entre los pueblos nativos de Canadá y en
la población rural negra de las regiones sureñas de Estados Unidos. El
pioneraje aportó un apoyo fundamental a las labores y sirvió de acicate para el
surgimiento de nuevos grupos de maestros de entre los propios creyentes
indígenas. Aun así, pronto se hizo
patente que la sola iniciativa personal, no importa cuán inspirada y robusta,
no estaba en condiciones de responder adecuadamente a las oportunidades. En
consecuencia, se alentó a las comunidades bahá’ís a acometer una amplia gama de
proyectos colectivos de enseñanza y proclamación que por sus alcances
recordaban los días heroicos, los días de los primeros creyentes en causar el
despertar, los clarines del alba. Equipos de maestros entusiastas descubrieron
que ya era posible presentar el mensaje de la Fe no sólo de uno en uno a una
mera sucesión de buscadores, sino también a grupos enteros, e incluso a
comunidades completas. Las decenas de millares se convirtieron en cientos de
millares. El crecimiento de la Fe supuso que los miembros de las Asambleas
Espirituales, cuya experiencia se había visto limitada a potenciar la
comprensión de la Fe de los solicitantes educados en las culturas de la duda o
del fanatismo religioso, debían ahora ajustarse a las expresiones de fe de
grupos enteros de población para los cuales la conciencia y respuesta
religiosas constituían rasgos normales de la vida cotidiana. Ningún sector de la
comunidad realizó una aportación más briosa ni tan significativa como la
prestada por los jóvenes bahá’ís. En las gestas que realizaron en el curso de
estos decenios -al igual que a lo largo de la historia de los anteriores 150
años- cabe recordar una y otra vez que la gran mayoría del conjunto de héroes
que dieron rumbo a la Causa a mediados del siglo XIX estaba formada por
jóvenes. El propio Báb declaró Su misión cuando tenía veinticinco años, y Anís,
que alcanzó la gloria imperecedera de morir junto a su Señor, era todavía
adolescente. Quddús respondió a la Revelación a la edad de veintidós años.
Zaynab, de cuya edad nunca se tuvo noticia, era jovencísima. Shaykh
‘Alí, tan querido por Quddús y Mullá ?usayn, fue martirizado a la edad de
veintidós años, en tanto que Mu?ammad-Báqir-Naqsh entregó la vida
tan sólo a los catorce años. Por su parte, ?áhirih ni siquiera había
cumplido la treintena cuando abrazó la Causa del Báb. Siguiendo el sendero labrado
por estas figuras extraordinarias, miles de jóvenes bahá’ís se alzaron en los
años ulteriores a proclamar el mensaje de la Fe por los cinco continentes y a
lo largo de las islas esparcidas por el planeta. Al mismo tiempo que la
sociedad veía surgir una cultura juvenil internacional a finales de los años 60
y comienzos de los 70, los creyentes con talento musical, teatral y artístico
demostraron en parte lo que Shoghi Effendi había querido significar al señalar:
“Llegará el día en que la Causa se difunda como un reguero de pólvora, cuando
su espíritu y enseñanzas sean presentadas sobre los escenarios, o a través de
las artes o de la literatura (...)” [122] El celo y entusiasmo característicos
de la juventud han servido de acicate continuo para que el conjunto de la
comunidad explore, cada vez con mayor audacia, las revolucionarias
implicaciones sociales de las enseñanzas de Bahá’u’lláh. Sin embargo, el auge de
nuevas afiliaciones planteó problemas igualmente mayúsculos. En un plano
inmediato, los recursos de las comunidades bahá’ís dedicadas a la tarea se
vieron abrumados por la tarea de proporcionar la confirmación continua que
precisaban las masas de nuevos creyentes y la consolidación de las comunidades
y Asambleas Espirituales resultantes. Por otro lado, los desafíos culturales
similares a los afrontados por los primeros creyentes persas que habían
procurado presentar la Fe en tierras occidentales encontraban sus réplicas multiplicadas
a lo largo del mundo. Los principios teológicos y administrativos que podían
resultar del mayor interés para los pioneros y maestros rara vez coincidían con
los que embargaban a los nuevos conversos, procedentes de orígenes sociales y
culturales muy diferentes. A menudo, discrepancias en torno incluso a asuntos
tan elementales como el uso del tiempo o simples convenciones sociales creaban
fosos de incomprensión que dificultaban en extremo la comunicación. En un principio, tales
problemas se demostraron estimulantes en la medida en que tanto las
instituciones bahá’ís como los creyentes se debatían por encontrar nuevas
formas de plantear las situaciones, nuevas formas, sin duda, de comprender
incluso pasajes importantes de los propios Escritos bahá’ís. Hubo decididos
esfuerzos en respuesta a la guía del Centro Mundial, en el sentido de que la
expansión y la consolidación son dos procesos que han de avanzar parejos. Sin
embargo, allá donde los resultados esperados no se materializaron prontamente,
vino a instalarse con frecuencia cierto desánimo. El surgimiento inicialmente
rápido de las tasas de afiliación abrió paso a un descenso brusco en numerosos
países, lo que tentó a algunas comunidades e instituciones bahá’ís a volver su
atención de nuevo hacia actividades más usuales y a públicos más accesibles. No obstante, el principal
efecto de estos reveses fue el de hacer ver a las comunidades que las elevadas
expectativas de los primeros años en cierto modo eran muy poco realistas.
Aunque los fáciles éxitos de las actividades iniciales de enseñanza eran
alentadores, por sí mismos no construían una vida comunitaria bahá’í
regenerable que colmase las necesidades de sus nuevos miembros. Antes bien, los
pioneros y los nuevos creyentes por igual se enfrentaban a preguntas para las
cuales la experiencia bahá’í en tierras occidentales -o incluso en Irán-
ofrecían escasas respuestas. ¿Cómo habían de establecerse Asambleas
Espirituales Locales -y una vez establecidas, cómo debían funcionar- en zonas
donde la Causa se incrementaba, en cuestión de días, con gran número de nuevos
creyentes, sólo sobre la base del reconocimiento espiritual de la verdad?
¿Cómo, en unas sociedades dominadas por los hombres desde el alba de la
historia, hacer que disfrutaran de idéntica voz las mujeres? ¿Cómo había de
afrontarse la educación sistemática de una gran población de niños, en
situaciones culturales donde prevalecían la pobreza y el analfabetismo? ¿Qué
prioridades debían guiar la educación moral bahá’í, y cómo estos objetivos
podían relacionarse de la mejor manera con las convenciones locales dominantes?
¿Cómo cultivar una vida comunitaria capaz de estimular el crecimiento
espiritual de sus miembros? ¿Qué prioridades, igualmente, debían establecerse
con relación a la producción de libros bahá’ís, particularmente teniendo en
cuenta la repentina explosión que había tenido lugar en el elenco de idiomas
representados en la comunidad? ¿Cómo mantener la integridad de la institución
bahá’í de la Fiesta de Diecinueve Días, al tiempo que se abría esta actividad
vital a la influencia enriquecedora de las diversas culturas? Y, en todas los
ámbitos de interés, ¿cómo habrían de allegarse, financiarse y coordinarse los
recursos necesarios? La presión de estos retos
urgentes y entreverados hizo embarcar al mundo bahá’í en un proceso de
aprendizaje que se demostró tan capital como la propia expansión. Vale decir
que durante estos años no hubo virtualmente ningún tipo de actividad de
enseñanza, ninguna combinación de expansión, consolidación y proclamación,
ninguna opción administrativa, ningún esfuerzo de adaptación cultural que no
fuera acometido con ímpetu en alguna parte del mundo bahá’í. El resultado de la
experiencia se tradujo en la educación intensiva de gran parte de la comunidad
bahá’í en las implicaciones de las labores de enseñanza masiva, una educación
que por otras vías no habría podido plasmarse. Por su propia naturaleza, este
proceso tuvo un alcance fundamentalmente local y regional, fue más cualitativo
que cuantitativo en sus logros, y en cuanto al progreso logrado, de carácter
acumulativo más que de escala masiva. Pese a todo, de no haber sido por el
laborioso, siempre difícil y a menudo frustrante trabajo de consolidación
acometido durante estos años, la estrategia posterior de sistematización de la
promoción de la entrada en tropas habría tenido muy poco donde emplearse. El hecho de que el mensaje
bahá’í penetrase entonces en la vida no sólo de pequeños grupos de personas
sino de comunidades enteras tuvo el efecto de reanimar un rasgo vital presente
en una etapa anterior del progreso de la Causa. Por primera vez en muchos
lustros, la Fe se encontró una vez más en una situación en la que la enseñanza
y consolidación entroncaban inseparablemente con el desarrollo social y económico.
En los primeros años del siglo, bajo la guía del Maestro y del Guardián, los
creyentes iraníes -estando privados de la oportunidad de participar igualmente
en los magros beneficios que ofrecía la sociedad de entonces- se habían alzado
a construir laboriosamente una vida comunitaria amplia y de un género que
trascendía la necesidad o el alcance de los grupos aislados bahá’ís de
Norteamérica y Europa occidental. En Irán, el avance espiritual y moral, las
actividades de enseñanza, la creación de escuelas y clínicas, la construcción
de instituciones administrativas, y el aliento dado a las iniciativas
destinadas a la autosuficiencia y prosperidad económicas, todos ellos habían
sido desde un temprano comienzo rasgos inseparables de un proceso orgánicamente
unificado de desarrollo. Ahora -en África, en Latinoamérica, y en partes de
Asia- estas mismas oportunidades y desafíos volvían a aflorar. Si bien estaban en marcha
desde largo tiempo actividades sociales y económicas de desarrollo,
particularmente en Latinoamérica y Asia, se trataban de proyectos aislados,
desempeñados por grupos de creyentes bajo la guía de las Asambleas Nacionales
concretas, que no guardaban relación con ningún plan. No obstante, en octubre
de 1983, las comunidades bahá’ís de todo el mundo fueron invitadas a incorporar
tales esfuerzos a sus programas regulares de trabajo. Se creó una Oficina de
Desarrollo Social y Económico en el Centro Mundial con el fin de coordinar el
aprendizaje y recabar apoyos económicos. El decenio siguiente presenció
una amplia experimentación en una esfera de trabajo para la cual la mayoría de
las instituciones disponían de escasa preparación. Al tiempo que procuraban
aprovechar los modelos acometidos por las numerosas agencias de desarrollo de
todo el mundo, las comunidades bahá’ís hacían frente al desafío de relacionar
sus hallazgos en varios ámbitos de interés -educación, sanidad, alfabetización,
agricultura y tecnología de las comunicaciones- con su comprensión de los
principios bahá’ís. Dada la magnitud de los recursos invertidos por los
gobiernos y las fundaciones, y la confianza con que este esfuerzo fue iniciado,
había una gran tentación de limitarse a tomar prestados los métodos corrientes
por entonces o de adaptar los esfuerzos bahá’ís a las teorías prevalecientes.
Sin embargo, según las labores fueron evolucionando, las instituciones bahá’ís
comenzaron a centrarse en la meta de concebir paradigmas de desarrollo que
integrasen lo ya observado en el conjunto de la sociedad para ajustarlo a la
singular concepción que, en todo cuanto atañe a las potencialidades humanas,
ofrece la Fe. En ningún capítulo pudo
apreciarse la estrategia de los Planes sucesivos de modo tan impresionante como
en el caso de la India. La comunidad de dicho país se ha convertido hoy día en
un gigante de la Causa que cuenta con más de un millón de almas. Sus labores se
extienden por la geografía de un vasto subcontinente, hogar de una inmensa
diversidad de culturas, idiomas, grupos étnicos y tradiciones religiosas. En
muchos sentidos, la experiencia de este conjunto tan privilegiado de creyentes
resume los empeños del mundo bahá’í, y los experimentos, los reveses y
victorias cosechados por éste durante tres decisivos decenios. El espectacular
aumento de nuevos creyentes trajo todo el repertorio de problemas a que se
hacía frente en otros lugares del mundo, sólo que a una escala masiva. El largo
camino que ha acabado por encaramar a la comunidad bahá’í india a su puesto de
preeminencia ha estado erizado de dificultades dolorosas, algunas de las cuales
a veces pesaron como una amenaza sobre sus recursos administrativos. Las
victorias ganadas, pese a todo, constituyen un preludio de las confirmaciones
que con el tiempo bendecirán los esfuerzos de las comunidades bahá’ís de otros
continentes que afrontan idénticos desafíos. Ya en 1985, el crecimiento de la
Fe en India había alcanzado el punto en que las necesidades y oportunidades de
tan diversas regiones requerían una atención más centrada que la que podía
proporcionar la Asamblea Espiritual por su cuenta. De este modo, surgía la
nueva institución del Consejo Regional Bahá’í, iniciadora del proceso de
descentralización administrativa que desde entonces se ha demostrado tan
efectivo en muchos países. En 1986, la expansión y
consolidación presenciadas en la India se vieron oportunamente coronadas con la
inauguración del bello “Templo del Loto”. Aunque el proyecto había suscitado
expectativas optimistas en cuanto al impacto que su conclusión tendría en el
reconocimiento público de la Fe, la realidad ha sobrepasado infinitamente la
esperanzas más optimistas. Hoy día, la Casa de Adoración de la India se ha
convertido en la atracción principal del subcontinente, con una media de 10.000
visitantes diarios, al punto de figurar destacadamente en las publicaciones,
documentales y producciones de televisión. El interés suscitado por una Fe
capaz de inspirar y cobrar cuerpo en tan magnífica creación ha concedido un
nuevo significado a la descripción que diera ‘Abdu’l-Bahá de los Templos
bahá’ís al calificarlos de “maestros silenciosos” de la Fe. El progreso de la comunidad
bahá’í india, tanto en su desarrollo interno como en su relación con el
conjunto de la sociedad, se hizo patente en una iniciativa pionera adoptada en
noviembre de 2000 en el campo del desarrollo social y económico. Aprovechando
la reputación que se había ganado merecidamente entre los círculos progresivos
de dicho país, la Asamblea Espiritual Nacional apadrinó, en colaboración con el
Instituto de Estudios sobre la Prosperidad Global [123] recientemente creado
por la Comunidad Internacional Bahá’í, un simposio sobre el tema “Religión,
Ciencia y Desarrollo”. El proyecto concitó la participación de más de cien
organizaciones de desarrollo muy influyentes en el país y atrajo la atención de
los medios nacionales de difusión. Puesto que se trataba de una distinguida
aportación bahá’í a la promoción del avance social, el acontecimiento preparó
el terreno de simposios análogos a celebrarse en África, Latinoamérica y otras
regiones, donde las comunidades bahá’ís creativas pueden contribuir a conformar
lo que bien puede convertirse en uno de los mayores éxitos de la Fe. Asimismo, durante estos
mismos años, el continente asiático vio el repentino surgir de la comunidad
bahá’í de Malasia como locomotora de las labores de expansión, capaz de ganar
sus propias metas con celeridad asombrosa y de despachar pioneros y maestros
viajeros a países vecinos. Un éxito que posibilitó este avance espectacular
fueron los vínculos de asociación espiritual que establecieron los creyentes de
origen chino e indio. Las personas que visitaban Malasia describían, en
términos rayanos en el asombro, cómo esta comunidad, pese a bregar atenazada
por trabas y restricciones, parecía la encarnación misma de las metáforas militares
con que los escritos de Shoghi Effendi sugieren el espíritu que anima los
esfuerzos de enseñanza bahá’í. Sin embargo, ni el
crecimiento mundial de la comunidad bahá’í ni el proceso de aprendizaje que
ésta experimentaba nos cuentan la historia completa de estos decenios
tumultuosos y creativos. Cuando finalmente se escriba su historia, uno de los
capítulos más brillantes será el que refiera las victorias espirituales
ganadas, particularmente en África, por comunidades bahá’ís que hubieron de
sobrevivir al terror, a la guerra, a la opresión política y a las privaciones
extremas, saliendo airosas del trance, con su fe intacta y decididas a reanudar
sus labores en pos de una vida colectiva bahá’í viable. La comunidad de
Etiopía, cuna de una de las culturas tradicionales más ricas y de mayor
abolengo del mundo, logró mantener la moral de sus miembros así como la
coherencia de sus estructuras administrativas pese a la despiadada presión de
una dictadura brutal. De los amigos de otros países del continente, cabe decir,
en efecto, que su sendero de fidelidad a la Causa transitó por un infierno de
sufrimientos rara vez igualado en la historia moderna. Los anales de la Fe
poseen pocos testimonios más conmovedores del puro poder del espíritu que los
que ofrecen las historias de valor y pureza de corazón reflejadas en el
calvario que atrapó a los amigosen lo que por entonces era el Zaire. Son
historias que han de inspirar a las generaciones venideras y que representan
aportaciones incalculables a la creación de una cultura global bahá’í. Países
como Uganda y Ruanda añadieron sus propios logros inolvidables a esta
trayectoria de luchas heroicas. Igualmente inspiradora fue
la demostración de capacidad de renovación que es inherente a la Causa y que se
hizo patente en los campos de refugiados camboyanos situados en la frontera
tailandesa. Mediante los esfuerzos heroicos de un puñado de maestros, se
establecieron Asambleas Espirituales Locales entre los supervivientes de una
campaña de genocidio que anonada la capacidad humana de imaginación, una
población que perdió a infinidad de seres amados así como todo lo que poseían
para su seguridad material, pero en la que todavía ardía ese anhelo del alma
humana por la verdad espiritual. Un logro extraordinario de índole semejante
fue el de la comunidad bahá’í de Liberia. Desahuciados de sus hogares y
llevados al exilio en países vecinos, muchos de estos intrépidos creyentes
portaron consigo su vida comunitaria completa: erigieron Asambleas Espirituales
Locales, continuaron sus labores de enseñanza, prosiguieron la educación de sus
hijos, aprovecharon su tiempo para aprender nuevas destrezas, y encontraron en
la música, la danza y el teatro poderes del espíritu que les ayudaban a
mantener viva la esperanza del regreso al país de origen. A medida que cobraba forma
el proceso de educación en los métodos de enseñanza de masas, la composición de
la comunidad mundial bahá’í acusaba una transformación paralela. En 1992, el
mundo bahá’í celebró su segundo Año Santo, en este caso para conmemorar el
centenario de la ascensión de Bahá’u’lláh y la promulgación de Su Alianza. Más
elocuentemente de lo que hubieran sido las palabras, la diversidad étnica,
cultural y nacional de los 27.000 creyentes que se reunieron en el Javits
Convention Center de Nueva York, junto con los miles presentes en nueve
conferencias auxiliares celebradas en Bucarest, Buenos Aires, Moscú, Nairobi,
Nueva Delhi, Panamá, Singapur, Sidney y Samoa Occidental, testimoniaban
palmariamente los frutos cosechados por todo el mundo gracias a las labores de
enseñanza bahá’í. En este sentido, se produjo un momento especialmente emotivo
cuando durante la conexión vía satélite entre las conferencias con la que se
celebraba en Nueva York le tocó el turno a la de Moscú, momento en que los
bahá’ís de todo el mundo acogieron con estremecimiento los saludos dirigidos en
ruso, el idioma común de 280 millones de personas de al menos quince países,
saludos que proclamaban una nueva fase en la respuesta de la humanidad a
Bahá’u’lláh. En las conferencias de Moscú
y Bucarest podía percibirse el renacimiento de las comunidades bahá’ís que casi
se habían extinguido bajo la opresión del régimen soviético y de sus
colaboradores. Una de las tres Manos de la Causa supervivientes, ‘Alí-Akbar
Furútán, quien había vivido en Rusia, tuvo la gran alegría de regresar a Moscú,
a la edad de 86 años, para asistir a la elección inaugural de la Asamblea
Espiritual Nacional de aquel país. Surgieron Asambleas Espirituales Locales en
casi todas los países de reciente apertura y se eligieron seis nuevas Asambleas
Espirituales Nacionales. En un breve período, las actividades de pioneraje y
enseñanza emprendidas en los países que conforman el cinturón meridional del
antiguo imperio soviético -donde la Fe había estado igualmente proscrita-
pronto dio lugar a la existencia de nuevas Asambleas Locales y de ocho
Asambleas Espirituales Nacionales. Las publicaciones bahá’ís se tradujeron a
una gama de nuevos idiomas, se dieron pasos decididos para asegurar el
reconocimiento civil de las instituciones bahá’ís, y los representantes de la
Europa del Este y de los países del bloque soviético ahora desaparecido
comenzaron a participar junto con sus correligionarios en los asuntos externos
de la Fe en el terreno internacional. Asimismo, de forma gradual,
el mensaje de la Fe comenzó a ser acogido en numerosas partes de China y entre
las poblaciones chinas en el extranjero. Se tradujeron obras bahá’ís al
mandarín, numerosas universidades de buen número de ciudades chinas extendieron
invitaciones a estudiosos bahá’ís, se estableció un Centro de Estudios Bahá’ís
en el prestigioso Instituto de las Religiones Mundiales en Pekín, [124]
integrado a su vez en la Academia de Ciencias Sociales, y son numerosos los
dignatarios chinos que han expresado generosamente su aprecio por los
principios que descubren en los Escritos. A la luz de las alabanzas del Maestro
hacia la civilización china y su papel en la humanidad del futuro, cabe
concebir cuán significativa ha de ser la aportación creativa que los creyentes
de este origen han de realizar a la vida intelectual y moral de la Causa en los
años venideros.[125] El significado de estos tres
decenios de lucha, aprendizaje y sacrificio se hizo patente cuando llegó el
momento de idear un Plan global para capitalizar las percepciones obtenidas y
los recursos ya desarrollados. La comunidad bahá’í que emprendió el Plan de
Cuatro Años en 1996 era muy diferente del entusiasta, pero nuevo y todavía
inexperto conjunto de creyentes que, en 1964, se había aventurado a lanzar la
primera de las empresas en que la mano guiadora de Shoghi Effendi estaba
ausente. Ya en 1996, era posible observar todas las diferentes facetas de la
empresa como partes integrales de un conjunto coherente. Con esta educación también había
llegado una necesaria puesta en perspectiva de lo logrado. La expansión de la
Causa a lo largo de los treinta años anteriores reflejaba la respuesta de
varios millones de seres humanos, a tal punto afectados por su encuentro con el
mensaje de Bahá’u’lláh que se habían visto movidos a identificarse en varios
grados con la Causa de Dios. Eran conscientes de que había aparecido un nuevo
Mensaje de la Divinidad, habían captado algo del espíritu de fe y se habían
visto hondamente afectados por la enseñanza bahá’í de la unidad de la
humanidad. Una pequeña minoría de entre éstos llegaron incluso más allá. En su
mayor parte, sin embargo, estos amigos fueron esencialmente receptores de
programas de enseñanza dirigidos por los maestros y pioneros de otros países.
Uno de los grandes potenciales que encierran las masas de la humanidad de donde
proceden los creyentes recientemente alistados reside en su apertura de
corazón, algo capaz de generar una transformación social duradera. La mayor
traba de que adolecen estas mismas poblaciones ha sido la de la pasividad
aprendida a lo largo de generaciones de exposición a influencias externas que,
por grande que sea su acompañamiento de ventajas materiales, se han guiado por
fines que muy a menudo sólo guardaban relación tangencial -si es que tenía
relación alguna- con las realidades de las necesidades y vida diarias de los
pueblos indígenas. El Plan de Cuatro Años, todo
un avance frente a los precedentes, estaba destinado a aprovechar estas
oportunidades y percepciones disponibles. La meta de avanzar en el proceso de
entrada en tropas se convirtió en el objetivo central de la empresa. Las
lecciones previamente aprendidas de otros Planes hacían hincapié ahora en el
desarrollo de las capacidades de los creyentes -estén donde estén- de modo que
pudieran alzarse confiadamente como protagonistas de la Misión de la Fe. El
instrumento para el logro de este objetivo había sido sometido a refinamiento
continuo durante los Planes anteriores y había demostrado su eficacia. Al igual que con la mayoría
de los demás métodos y actividades mediante los cuales avanzaba la Fe, este
instrumento había sido concebido decenios antes por el Maestro, Quien en las
Tablas del Plan Divino hacía un llamamiento a los creyentes consolidados a
“reunir a los jóvenes del amor de Dios en las escuelas de instrucción y
enseñarles todas las pruebas divinas y argumentos irrefutables, explicar y
elucidar la historia de la Causa, e interpretar asimismo las profecías y
pruebas que se consignan y constan en los libros divinos y epístolas relativas
a la manifestación del Prometido (...)” [126] Las labores de pioneraje y
formación de este tenor las había emprendido ya en Irán, durante los primeros
años del siglo, el muy amado ?adru’?-?udúr.[127] Con el paso
de los años, las escuelas de invierno y verano se multiplicaron, y los Planes
sucesivos animaron a experimentar en el desarrollo de los institutos bahá’ís. Con diferencia, el avance
más significativo en este sentido se produjo a lo largo de un dilatado período
de más de veinte años cuyos comienzos tuvieron lugar en Colombia, país en donde
se acometió un programa sistemático y regular de educación en los Escritos,
adoptado en seguida por los países vecinos. Paralelamente, la comunidad
colombiana emprendió varios proyectos en el campo del desarrollo social y
económico. Los avances registrados fueron tanto más impresionantes por cuanto
se consiguieron con el telón de fondo de la descomposición social producida por
la violencia y desorden públicos. El logro colombiano constituyó
un modelo y una fuente de gran inspiración para las comunidades bahá’ís del
planeta entero. Al término del Plan de Cuatro Años, más de 100.000 creyentes
estaban participando en los programas de más de 300 institutos de formación
permanente de todo el mundo. Para cumplir esta meta, la mayoría de los
institutos regionales habían llevado el proceso una etapa por delante con la
creación de redes de “círculos de estudio” que aprovechan las aptitudes de los
creyentes para replicar los trabajos del instituto en el ámbito local. Es ya
evidente que el éxito logrado en las labores de instituto ha reforzado
significativamente el proceso de largo plazo que permitirá que el sistema
universal bahá’í de educación cobre cuerpo y forma.[128] Aunque los empeños de estos
decenios fueron relativamente modestos -al menos si se comparan con el patrón
legado por la Edad Heroica-, han de proporcionar a la presente generación de
bahá’ís la perspectiva en donde aquilatar la descripción que Shoghi Effendi nos
ofrece de la naturaleza cíclica de la historia de la Fe: “Una serie de crisis
internas y externas, de severidad variable, devastadoras en sus efectos
inmediatos, si bien cada una presta a liberar misteriosamente una medida
conmensurable del poder divino, las cuales imprime de este modo un impulso
renovado a su despliegue”.[129] Estas palabras ponen en perspectiva la sucesión
de esfuerzos, experimentos, desgarros y victorias que caracterizaron el
comienzo de las labores de enseñanza a escala masiva, y que prepararon a la comunidad
bahá’í para los desafíos aún mayores que la aguardan. A lo largo de la historia,
la humanidad en su conjunto, ha sido, en el mejor de los casos, espectadora del
avance de la civilización. Su papel ha sido el de servir a los designios de
cualquier elite que de modo temporal haya asumido las riendas de los procesos.
Incluso las sucesivas Revelaciones de la Divinidad, pese a que su meta se
cifraba en la liberación del espíritu humano, con el tiempo quedaron cautivas
del “yo insistente”, congeladas en dogmas de fabricación humana, rituales,
privilegios clericales y rencillas sectarias, que terminaron por truncar su
propósito último. Bahá’u’lláh ha venido para
liberar a la humanidad de esta larga esclavitud, y los últimos decenios del
siglo XX los ha dedicado la comunidad de Sus seguidores a experimentar
creativamente con los medios que han de permitir la realización de Sus
objetivos. La prosecución del Plan Divino entraña nada menos que la
participación de todo el conjunto de la humanidad en su propio desarrollo
espiritual, social e intelectual. Las pruebas afrontadas por la comunidad
bahá’í en los decenios transcurridos desde 1963 han sido las necesarias para
refinar el esfuerzo y purificar la motivación de modo que sus participantes se
hagan dignos de tan gran encomienda. Tales ensayos son prueba fehaciente del
proceso de maduración que con tanta confianza describió ‘Abdu’l-Bahá : Algunos movimientos
aparecen, se manifiestan durante un breve período de actividad, luego dejan de
ser. Otros hacen gala de una mayor medida de crecimiento y fortaleza, pero
antes de madurar su desarrollo, se debilitan, desintegran y quedan relegados al
olvido (...) hay otra clase de movimiento o causa que desde inicios
modestísimos e inadvertidos hacen avances seguros y graduales, se ensanchan y
amplían hasta que adoptan proporciones universales. El Movimiento bahá’í es de
esta naturaleza.[130] X La misión de Bahá’u’lláh no se limita a la
construcción de la comunidad bahá’í. La Revelación de Dios llega para la
humanidad entera, y acabará por granjearse el apoyo de las instituciones de la
sociedad al punto de que éstas encuentren en su ejemplo el aliento y la
inspiración necesarias para sentar los cimientos de una sociedad justa. Para
apreciar la importancia de esta preocupación paralela, no hace falta más que
recordar el tiempo y cuidado que Bahá’u’lláh dedicó en persona al cultivo de
las relaciones con los funcionarios del Gobierno, figuras del pensamiento,
personalidades destacadas de varios grupos minoritarios y representantes
diplomáticos de los gobiernos extranjeros acreditados ante el Imperio Otomano.
El efecto espiritual de estos esfuerzos queda de manifiesto en los homenajes
tributados a Su carácter y principios incluso por enemigos destacados tales
como ‘Álí Páshá o el Embajador persa en Constantinopla, Mírzá
?usayn Khán. El primero, pese a ser quien condenó a su Prisionero
al destierro en la colonia penal de ‘Akká, no obstante se sintió impulsado a
describirle como “un hombre de gran distinción, conducta ejemplar, gran
moderación y figura sumamente digna”, cuyas enseñanzas eran, en opinión del
ministro, “dignas de alta estima”.[131] El segundo (la misma persona cuyas
maquinaciones fueron las principales inductoras de haber envenenado la mente de
‘Álí Páshá y sus colegas) admitió, años después, el gran contraste entre
la talla moral e intelectual de su Enemigo y el daño causado a las relaciones
perso-turcas por la reputación de avaricia y falta de honradez que caracterizó
a la mayoría de los demás de sus compatriotas residentes en Constantinopla. Desde un comienzo,
‘Abdu’l-Bahá mostró gran interés en generar un nuevo orden internacional. Por
ejemplo, es significativo que en Sus primeras referencias públicas en cuanto al
propósito de Su visita al país hiciera particular hincapié en la invitación que
el comité organizador de la Conferencia de Paz del Lago Mohonk Le había
extendido para que Se dirigiese a esta audiencia internacional. Asimismo, fue
generoso en los ánimos que infundió a la Organización Central para una Paz
Durable de La Haya. Sin embargo, fue totalmente franco en cuanto a los consejos
que impartió. Las cartas que la organización del Comité Ejecutivo de La Haya Le
había dirigido durante la guerra dieron pie para llamar la atención de los
organizadores a las verdades espirituales enunciadas por Bahá’u’lláh, cuyo
contenido constituía el único cimiento que tornaría realizables sus propósitos.
¡Oh
vosotros, estimados pioneros entre los deseosos del bien de la humanidad! (...)
En la actualidad la Paz Universal es un asunto de gran importancia, pero es
precisa la unidad de conciencia, de modo que el cimiento de este asunto se
vuelva seguro, su establecimiento firme y su edificación sólida (...) Hoy día,
nada salvo el poder de la Palabra de Dios que abarca las realidades de las
cosas puede atraer los pensamientos, las conciencias, los corazones y los
espíritus a la sombra de un solo Árbol. Él es potente en todas las cosas, Él es
el vivificador de las almas, el preservador y el controlador del mundo de la
humanidad.[132] Aparte de lo dicho, la lista
de personas influyentes con las que el Maestro departió durante largas horas
tanto en Norteamérica como en Europa -sobre todo, personas que procuraban
promover la meta de la paz mundial y el humanitarismo- refleja Su conciencia de
la responsabilidad que la Causa tiene con el conjunto de la humanidad. La
extraordinaria reacción que suscitó Su fallecimiento acredita que esta misma
pauta fue la que Le caracterizó hasta el fin de Su vida. Shoghi Effendi asumió este
legado prácticamente nada más iniciarse su ministerio. Ya en 1925, alentó el
interés de una creyente norteamericana a que estableciese un “International
Bahá’í Bureau” (Oficina Internacional Bahá’í) encaminándola a Ginebra, sede de
la Liga de Naciones. Aunque el Bureau carecía de autoridad administrativa, en
palabras del Guardián, debía actuar “como intermediario entre Haifa y otros
centros bahá’ís”, sirviendo de “centro de distribución” de información en pleno
corazón de Europa. Su papel obtuvo reconocimiento formal cuando la editorial de
la Liga solicitó y publicó una relación de las actividades del Bureau.[133] Tal como ha sucedido muchas
veces en la historia de la Causa, una crisis inesperada sirvió para adelantar
considerablemente la presencia bahá’í en el conjunto de la sociedad en el plano
internacional. En 1928, Shoghi Effendi animó a la Asamblea Espiritual de Bagdad
a que apelase a la Comisión Permanente de Mandatos de la Sociedad de Naciones
contra la ocupación de la Casa de Bahá’u’lláh en aquella ciudad por opositores shí‘íes. En marzo de 1929, reconociendo el daño causado, el
Consejo de la Sociedad de Naciones instaba unánimemente a la autoridad
mandataria británica a que presionase al gobierno iraquí “con vistas a la
corrección inmediata de la injusticia sufrida por los peticionarios”. Las
reiteradas evasivas del gobierno iraquí, incluyendo la violación del compromiso
solemne dado por el Monarca mismo, dio lugar a que el asunto se prolongase
durante las sesiones sucesivas habidas durante la Comisión de Mandatos, motivo
por el que al final la Casa quedó en manos de sus usurpadores, situación que
continúa hasta hoy día sin corregirse.[134] Impertérrito ante este fracaso,
Shoghi Effendi, centrando la atención de la comunidad bahá’í en los beneficios
históricos que la campaña había arrojado para la Causa (exactamente tal como
había sucedido anteriormente al producirse el rechazo del Tribunal musulmán
sunní contra la apelación cursada por una comunidad bahá’í egipcia con relación
al matrimonio), señalaba: Baste
decir que, pese a estos interminables retrasos, protestas y evasivas (...) la
publicidad lograda por la Fe gracias a este memorable litigio, y a la defensa
de su causa -la causa de la verdad y la justicia- por parte del más alto
tribunal del mundo, han sido tales que ha dejado maravillados a sus amigos y
llenado de consternación a sus enemigos.[135] El nacimiento de Naciones
Unidas puso a disposición de la Fe un foro mucho más amplio y efectivo donde
desplegar su influencia espiritual en la vida de la sociedad. Ya en la temprana
fecha de 1947, un “Comité de Palestina”, especialmente designado por Naciones
Unidas, recabó los puntos de vista del Guardián sobre el futuro del territorio
mandatario: la respuesta a la indagación le valió la oportunidad de presentar
una exposición autoritativa de la historia y enseñanzas de la propia Causa. Ese
mismo año, en respuesta al aliento de Shoghi Effendi, la Asamblea Espiritual
Nacional de Estados Unidos y Canadá presentó ante la organización internacional
el documento titulado “Declaración Bahá’í sobre Obligaciones y Derechos
Humanos”, que habría de inspirar la labor de los escritores y portavoces
bahá’ís en las décadas siguientes.[136] Un año después las ocho Asambleas
Espirituales Nacionales que existían entonces consiguieron que el órgano
correspondiente de Naciones Unidas extendiera su acreditación a la “Comunidad
Internacional Bahá’í” en calidad de organización internacional no
gubernamental. No fue sólo la relación
lentamente entablada entre la Fe y el nuevo orden internacional lo que contó
con el apoyo del Guardián. Las páginas de Dios
Pasa y las memorias de Amatu’l-Bahá sobre el Guardián están repletas de
referencias a las respuestas dadas por personas y organizaciones influyentes
ante las iniciativas que adoptó Shoghi Effendi y ante los eventos mundiales en
los que los representantes bahá’ís fueron invitados a participar. En la
perspectiva de la historia, no cabe sino sorprenderse de la gran disparidad
entre muchas de estas ocasiones relativamente menores y la atención que les
prestó el Guardián, una figura que no sólo realizó trabajos que habían de
revestir enorme importancia para el futuro de la humanidad, sino que además
entendía plenamente el significado relativo de los acontecimientos que ocurrían
a su alrededor. Gracias a esta trayectoria la comunidad bahá’í cuenta hoy día
con un norte que le orienta sobre la forma de aprovechar las crecientes
oportunidades surgidas a partir de unos comienzos modestos. Desde el momento de su
acreditación, la Comunidad Internacional Bahá’í comenzó a desempeñar un intenso
papel en los asuntos de Naciones Unidas. Una de las actividades que le valió
gran aprecio fue el programa llevado a cabo, a través de la red creciente de
Asambleas bahá’ís, consistente en facilitar al público información sobre
Naciones Unidas misma, programa que prestó generoso apoyo a las incipientes
asociaciones de Naciones Unidas de todo el mundo. En 1970, la Comunidad logró
el estatus consultivo ante el Consejo Económico y Social de Naciones Unidas (ECOSOC).
Siguió a ello, en 1974, la concesión de la asociación formal con el Programa de
Naciones Unidas para el Medio Ambiente (UNEP) y en 1976 la concesión del
estatus consultivo ante el Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF).
La influencia y conocimiento experto desarrollados durante estos años se puso
en evidencia cuando en 1955 y 1962, la Comunidad consiguió la intervención de
Naciones Unidas en nombre de los creyentes que sufrían persecución en Irán y
Marruecos respectivamente. * En 1980, las pacientes
gestiones realizadas en el ámbito de los asuntos externos por las Asambleas
Espirituales Nacionales y la Oficina de Naciones Unidas de la Comunidad se
vieron catapultadas de improviso a una nueva etapa de su desarrollo. El
detonante: las tentativas realizadas por el clero shí‘í de Irán a fin de
erradicar la Causa de la tierra de su nacimiento. Las consecuencias resultaron
igualmente tan imprevisibles para sus perseguidores como lo fueran para sus
defensores. Durante generaciones los
creyentes residentes en la cuna de la Fe habían sufrido persecuciones
religiosas intermitentes, instigadas y dirigidas por los mullás, quienes
actuaban de consuno con la sucesión de monarcas del país. Estos últimos,
manifiestamente absolutos en su autoridad, se vieron de hecho constreñidos por
intrigas políticas que los hacían vulnerables a las presiones exteriores,
particularmente las ejercidas por los gobiernos occidentales. Así fue como la
indignación de las misiones diplomáticas rusa, británica y de otros países
forzaron a que Ná?irid’-Dín Sháh, bien que contra su voluntad,
pusiera fin a la orgía de violencia que había cobrado la vida de tantos
creyentes en los primeros años de la década de 1850 y que incluso amenazaba la
vida del propio Bahá’u’lláh. Durante el siglo XX, los sucesivos soberanos
Qájáres se vieron igualmente impelidos a apaciguar la opinión de los gobiernos
extranjeros. La pauta se repitió en 1955 cuando el segundo de los
sháhs Pahlevíes, quien se había visto inducido por los
mullás a consentir una oleada de violencia antibahá’í, hubo de interrumpir
abruptamente la campaña ante las protestas de Naciones Unidas y las objeciones
expresadas por el gobierno norteamericano, ambas intervenciones precursoras de
las que luego habrían de seguir. Con la revolución islámica
de 1979 daba la impresión de que ya no habría freno alguno que sujetase la mano
del clero. De improviso, los propios mullás se encontraban instalados en el
poder; nombraron a sus propios designados para los puestos más destacados de la
nueva República, y, luego, incluso ocuparon esos puestos de forma directa. Se
establecieron “Tribunales Revolucionarios”, supeditados tan sólo a las más
altas jerarquías eclesiásticas. Un ejército de “guardas revolucionarios”, mucho
más efectivo que la policía secreta de los sháhs, y tan brutal como
aquélla, se adueñó de todos los ámbitos de la vida pública. Mientras la atención de la
nueva casta gobernante se centraba sobre todo en las supuestas amenazas
procedentes de gobiernos extranjeros, algunos elementos influyentes de su seno
vieron entonces la oportunidad de destruir al fin a la comunidad bahá’í
iraní.[137] No es necesario describir en estas páginas los desgarradores
detalles de la campaña que se desató. Su trascendencia radica, no obstante, en
la respuesta que a esos ataques dieron los miles de creyentes bahá’ís -hombres,
mujeres y niños- de todo el país. Su negativa a transigir en cuestiones de fe,
incluso si en ello les iba la vida, inspiró en sus correligionarios de todo el
mundo una dedicación mayor hacia la Causa en aras de la cual se realizaban
tamaños sacrificios. Con todo, no sólo fueron los miembros de la Fe quienes
quedaron consternados por aquellos acontecimientos. Noventa años antes, en
1889, un distinguido comentarista occidental, explayándose a propósito del
heroísmo de los heraldos de la Fe, había escrito proféticamente acerca de los
sufrimientos de los primeros creyentes: Son la vida y muerte de
éstos, su esperanza a prueba de desesperación, su amor que no conoce mengua, su
constancia que no admite vacilación, lo que imprime a este maravilloso
movimiento un sello exclusivamente propio (...) No es cosa menuda ni baladí el
soportar la suerte que les ha sido deparada, y a buen seguro eso mismo por lo
que creyeron que valía la pena sacrificar la vida es digno de entender. Nada
digo de la poderosa influencia que, según creo, la fe bábí [sic] habrá de
ejercer en el futuro, ni de la nueva vida que quizás insufle en un pueblo
moribundo; pues, ya sea que triunfe o fracase, el espléndido heroísmo de los
mártires bábíes constituye algo eterno e indestructible (...) Lo que no puedo
confiar en haberles trasmitido es la tremenda entrega de estos hombres y la
influencia indescriptible que esa entrega, junto con otras cualidades, ejerce
en cualquiera que haya entrado en contacto con ellos.[138] Estas palabras prefiguran los sentimientos
expresados por los observadores no bahá’ís durante los años de actividad
revolucionaria islámica; y ésta iba a ser una de las fuerzas más poderosas que
impulsara el surgimiento de la Causa desde la oscuridad. Las palabras de
entonces resumían y remitían al carácter esencialmente espiritual de lo que
siempre ha estado en juego en la cuna de la Fe. Más allá de la repulsa ante la
brutalidad sin sentido de la persecución, una porción cada vez mayor de la
opinión extranjera se ha visto profundamente conmovida por la respuesta de los
bahá’ís iraníes. El siglo XX, por desgracia,
se ha visto abrumado por el sufrimiento de incontables víctimas de la opresión.
Lo que ha singularizado la situación bahá’í ha sido la actitud adoptada por
quienes han tenido que padecer ese sufrimiento. Los creyentes iraníes
rechazaron aceptar el tan conocido papel de víctimas. Al igual que antes
sucediera con los Fundadores de la Fe, hubieron de marcar moralmente los
términos en que se plantearía el dilema entre ellos y sus adversarios. Y fueron
ellos, no los tribunales o los guardas revolucionarios, quienes sentaron las
condiciones del encuentro. Tan extraordinario logro no sólo ha tocado el
corazón sino también la conciencia de los observadores externos. La comunidad
perseguida no atacó a sus opresores, ni pretendió obtener réditos políticos de
la crisis. Del mismo modo, tampoco sus defensores bahá’ís de otros países
hicieron llamamientos para acabar con la constitución iraní, ni mucho menos
pedían venganza. Todo lo que exigían era únicamente justicia: el reconocimiento
de los derechos garantizados por la Declaración Universal de Derechos Humanos,
respaldados por la comunidad de naciones, ratificados por el gobierno iraní, y
muchos de ellos incorporados incluso en apartados de la constitución islámica. La crisis impulsó al mundo
bahá’í a gestas extraordinarias. Asambleas Espirituales Nacionales con poca o
ninguna experiencia en el trato con los funcionarios de los gobiernos de sus
respectivos países se vieron instadas a solicitar el apoyo de sus gobiernos
para la adopción de resoluciones en los diferentes niveles del sistema
internacional de derechos humanos. Y lo hicieron con resultados destacadísimos.
Un año tras otro, durante veinte años ininterrumpidos, la situación de los
bahá’ís iraníes siguió su curso a través del sistema internacional de derechos
humanos, concitando el apoyo, expresado en resoluciones sucesivas, gracias al
cual ha podido asegurarse que las misiones de los relatores nombrados por la
Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas presten atención a las
protestas bahá’ís. Además, todas estas victorias han podido consolidarse
mediante las decisiones del Tercer Comité de la Asamblea General de Naciones
Unidas. Todo intento por parte del régimen iraní de eludir la condena
internacional motivada por el trato dispensado a los ciudadanos bahá’ís
fracasaba en su intento de mermar el apoyo que la cuestión bahá’í conseguía
atraer entre una mayoría persistente de naciones simpatizantes representadas en
la Comisión. El logro ha sido tanto más señalado por cuanto la composición de
la Comisión está sujeta a cambios constantes y a un orden del día exigente, el
cual incluye abusos de derechos humanos en otros países que afectan a millones
de víctimas. Al mismo tiempo que se
ejercían presiones directas sobre el gobierno iraní, la persecución lograba
atraer un volumen de publicidad sin precedentes en los medios de difusión de
todo el mundo, periódicos, revistas, radio y televisión. Periódicos como The New York Times, Le Monde y el Frankfurter
Allgemeine Zeitung, cada uno de los cuales cuentan con amplia distribución
internacional, dieron amplia cobertura a los hechos, en tanto que las redes de
televisión de Australia, Canadá, Estados Unidos y algunos países europeos
elaboraron reportajes en profundidad sobre la persecución. Los abusos fueron
objeto de denuncias, a menudo vertidas en contundentes comentarios editoriales.
Aparte del apoyo extendido por esta vía a los esfuerzos destinados a asegurar
una intervención efectiva en la Comisión de Derechos Humanos, tal publicidad ha
tenido el efecto de presentar, generalmente por primera vez ante audiencias de
decenas de millones de personas, una información precisa y favorable sobre las
enseñanzas y creencias bahá’ís. Tanto la publicidad como la campaña desplegada
a través del sistema de Naciones Unidas ha proporcionado a los influyentes
funcionarios de todo el mundo una oportunidad continuada de juzgar por ellos
mismos las enseñanzas de la Causa y el talante de la comunidad bahá’í. Un problema derivado de la
persecución es el que se refiere a la situación de los miles de bahá’ís iraníes
que se encontraron repentinamente sin pasaportes válidos en los países en que
servían como pioneros, o bien se vieron forzados a huir de Irán al convertirse
ellos y sus familias en blanco del progromo. En 1983 se establecía una Oficina
Internacional de Refugiados Bahá’ís [139], con sede en Canadá, país cuyo
Gobierno se había demostrado particularmente comprensivo ante las
representaciones elevadas por la Asamblea Espiritual Nacional de Canadá. En
unos pocos años, con la ayuda del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los
Refugiados, otros países abrieron igualmente sus puertas a más de 10.000
bahá’ís iraníes, muchos de los cuales cumplieron metas de pioneraje en sus
nuevos lugares de residencia. * No sólo la comunidad bahá’í,
sino también el sistema de derechos humanos de Naciones Unidas se benefició de
esta prolongado empeño. Inicialmente, tras la revolución islámica, la comunidad
de creyentes de Irán había hecho frente a lo que constituía una amenaza para su
propia supervivencia. Con el tiempo, la Comisión de Derechos Humanos de
Naciones Unidas, por más lenta y relativamente tardía en sus operaciones que
pueda parecer a algunos observadores externos, logró forzar al régimen iraní a
que moderase las facetas peores de la persecución. De este modo, la “cuestión
de los bahá’ís de Irán” supuso una victoria igualmente significativa para la
Comisión y para la Fe bahá’í. Sirvió de prueba rotunda del poder de que es
capaz la comunidad de naciones, al valerse de los mecanismos creados al efecto,
para atajar pautas de opresión que han empañado las páginas de siglos y
milenios de historia. Esta circunstancia pone de
relieve la trascendencia de las actividades de la Fe para la vida misma de la
sociedad en la que dichos esfuerzos vienen a consumarse. Junto con la paz
mundial, la necesidad de que la comunidad internacional adopte pasos efectivos
para plasmar los ideales de la Declaración Universal de Derechos Humanos y sus
convenios relacionados constituyen, en la presente hora de su historia, un
desafío urgente para toda la humanidad. Son pocos los lugares del mundo en
donde las poblaciones minoritarias, por causa de prejuicios religiosos, étnicos
o nacionales, no vean cómo se les deniega la satisfacción de algunas de las
necesidades humanas más perentorias. Ningún segmento de población del planeta
comprende mejor esto que la propia comunidad bahá’í. Ha soportado -y continúa
soportando en algunas tierras- ultrajes para los que no existe ningún tipo de
justificación concebible, sea legal o moral; ha ofrendado sus mártires y
derramado sus lágrimas, al tiempo que permanece fiel a su convicción de que el
odio y la revancha son corrosivos para el alma; y ha aprendido, como pocas
comunidades lo han podido hacer, a valerse del sistema de derechos humanos de
Naciones Unidas según lo previeron los creadores del sistema, sin entrar en
política partidista de ningún tipo, y mucho menos servirse de la violencia.
Basándose en esta experiencia, hoy día se ha embarcado en un programa destinado
a alentar a los gobiernos de una veintena de países a instituir programas de
educación pública sobre el tema de los derechos humanos, proporcionando para
ello toda la ayuda práctica a su alcance.[140] Participa por todo el mundo en
la promoción activa de los derechos de la mujer, de los niños y de las niñas. Y
lo que es más importante, proporciona un ejemplo vivo de hermandad, un ejemplo
que inspira valor y esperanza en incontables personas ajenas a sus filas. * Conforme iba
desencadenándose la crisis iraní, una iniciativa adoptada por la Casa Universal
de Justicia supuso un repentino revulsivo para las labores de asuntos externos
de la comunidad bahá’í, las cuales habrían de alcanzar cotas inéditas. En 1985,
se distribuía a través de las Asambleas Espirituales Nacionales la declaración La promesa de la paz mundial, cuyo
destinatario era el conjunto de la humanidad. Sin alardes ni remilgos, la Casa
Universal de Justicia expresaba la confianza bahá’í en el advenimiento de la
paz internacional como siguiente etapa de la evolución de la sociedad.
Asimismo, sentaba varios de los elementos que han de dar forma a este hecho tan
esperado, muchos de ellos expresados en términos que superan el marco político
en que suele debatirse la cuestión. La declaración concluía: La
experiencia de la comunidad bahá’í admite verse como un ejemplo de esta unidad
creciente [de la humanidad] y (...) si la experiencia bahá’í puede contribuir
en cualquier medida a fortalecer la esperanza en la unidad de humanidad, nos
sentimos felices de ofrecerla como modelo para su estudio. Si bien el propósito inmediato del documento
era proporcionar a las instituciones y creyentes bahá’ís una línea coherente de
argumentación en su trato con las autoridades, organizaciones de la sociedad
civil, medios de comunicación y personalidades influyentes, un efecto colateral
fue el de poner en marcha una educación intensiva y continuada de la comunidad
bahá’í misma en varias enseñanzas bahá’ís de importancia. La influencia de las
ideas y perspectivas del documento se hizo pronto sentir en las convenciones,
publicaciones, escuelas de verano e invierno, y en el discurso general de los
creyentes bahá’ís de todo el mundo. En numerosos sentidos, la Promesa de la paz mundial puede decirse
que marcó el temario y la pauta de lo que a partir de 1985 iba a ser la
relación bahá’í con Naciones Unidas y sus organizaciones complementarias. En
muy pocos años, sobre la base de la reputación lograda, la Comunidad
Internacional Bahá’í se convirtió en una de las organizaciones no
gubernamentales más influyentes. Como organización enteramente no partidista
que es -y como así se la reconoce-, ha logrado cada vez más acreditarse como
voz mediadora en las complejas y a menudo agobiantes discusiones en círculos
internacionales donde se abordan temas fundamentales que afectan al progreso
social. Dicha reputación se ha robustecido al comprobarse que la Comunidad se
abstiene, por principio, de derivar esa confianza a favor de sus propios fines.
Ya en 1968, un representante bahá’í fue elegido miembro del Comité Ejecutivo de
Organizaciones no Gubernamentales, y luego pasó a ocupar el puesto de presidente
y vicepresidente. Desde entonces, los representantes de la Comunidad recibieron
cada vez más peticiones de actuar como convocantes o presidentes de un amplio
número de organismos: comités, comités especiales, grupos de trabajo y juntas
asesoras. Durante los pasados cuatro años, el Representante Principal de la
Comunidad ha servido como secretario ejecutivo de la Conferencia de
Organizaciones No Gubernamentales, el órgano central que coordina a los grupos
no gubernamentales afiliados a Naciones Unidas. La estructura de la
Comunidad Internacional Bahá’í refleja los principios rectores de su trabajo.
Ha conseguido que no se la etiquete como a un grupo más de presión con
intereses especiales. Al tiempo que ha hecho pleno uso del conocimiento experto
y de los recursos ejecutivos de su Oficina de Naciones Unidas y de su Oficina
de Información Pública, la Comunidad ha logrado que las demás organizaciones no
gubernamentales la reconozcan como una “asociación” de “consejos” nacionales
democráticamente elegidos, reflejo representativo en sí mismo de toda la
humanidad. Por lo general, las delegaciones bahá’ís presentes en
acontecimientos internacionales suelen incluir miembros designados de varias
Asambleas Espirituales Nacionales con experiencia en los temas abordados que
puedan aportar perspectivas regionales. La participación de la Fe en
la vida de la sociedad -en la que el principio motivador y el método de
operaciones representan dos dimensiones de un enfoque integrado- demostró su
potencial en la serie de cumbres mundiales y conferencias relacionadas
organizadas por Naciones Unidas que se celebraron entre 1990 y 1996. En ese
período de casi seis años, los dirigentes políticos del mundo se reunieron
repetidamente a invitación del Secretario General de Naciones Unidas para
deliberar sobre los principales desafíos que afrontaba la humanidad al cierre
del siglo. Ningún bahá’í que repase los temas de estas citas históricas dejará
de constatar con asombro hasta qué punto el temario es un reflejo de las
principales enseñanzas de Bahá’u’lláh. Visto desde la perspectiva bahá’í,
parece más que una mera coincidencia el que el centenario de Su ascensión
ocurriese a mitad de este camino, dotando
así a las reuniones de un significado espiritual muy superior a las
metas declaradas. Destacan entre estas
reuniones la Conferencia Mundial de Tailandia sobre Educación para Todos
(1990), la Cumbre Mundial de Nueva York sobre la Infancia (1990), la
Conferencia de Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente celebrada en Río de
Janeiro (1992), la angustiosa y caótica Conferencia Mundial de Derechos Humanos
celebrada en Viena (1993), la Conferencia Internacional sobre Población
celebrada en El Cairo (1994), la Cumbre Mundial de Copenhague sobre Desarrollo
Social (1995), y la particularmente vibrante Cuarta Conferencia Mundial de
Mujeres celebrada en Pekín (1995) [141], cuyos hitos han jalonado el discurso
global que ha ido articulándose en torno a los problemas que afligen a los
pueblos del mundo. En las conferencias paralelas que celebraban las
organizaciones no gubernamentales, las delegaciones bahá’ís, compuestas de
miembros de un amplio conjunto de países, tuvieron oportunidad de plantear
diversos temas desde una perspectiva espiritual además de social. La prueba de
la confianza de que disfruta la Comunidad entre los cientos de organizaciones
no gubernamentales compañeras la proporciona el hecho de que las delegaciones
bahá’ís fueron repetidamente seleccionadas por sus homólogas para quedar
incluidas entre el puñado de grupos miembro al que se concede la apreciada
oportunidad de dirigirse a las conferencias desde la tribuna (en vez de quedar
limitadas a distribuir ejemplares impresos de sus intervenciones). * En las postrimerías del
siglo, fueron numerosas las Asambleas Espirituales Nacionales que cosecharon en
el campo de los asuntos externos impresionantes victorias con sello propio. Dos
señeros botones de muestra dan idea de su carácter y trascendencia. Primero, la
victoria alcanzada por la Asamblea Espiritual Nacional de Alemania, en donde la
naturaleza de las instituciones electas bahá’ís había sido puesta en tela de
juicio por las autoridades locales, quienes aducían la incompatibilidad técnica
de éstas con las exigencias del derecho civil alemán. Al fallar a favor de la
apelación de la Asamblea Espiritual Local de los bahá’ís de Tubinga contra
dicha normativa, el Tribunal Constitucional de Alemania concluía que el Orden
Administrativo Bahá’í constituye un rasgo integral de la Fe y que en cuanto tal
es inseparable de las creencias bahá’ís. El Tribunal Constitucional justificaba
su competencia en el caso atendiendo a que la Fe bahá’í misma es una religión,
aspecto éste de gran trascendencia en el contexto de una sociedad en la que sus
oponentes eclesiásticos han tratado de tergiversar la Causa tachándola de
“culto” o “secta”. El lenguaje concluyente de la sentencia merece cita aparte: (...) el carácter de la Fe
bahá’í en tanto religión y el de la Comunidad bahá’í en tanto comunidad
religiosa se evidencian en la vida diaria, en la tradición cultural y en el
entender del público en general, así como en el de la ciencia de las religiones
comparadas.[142] Correspondió a la comunidad
bahá’í de Brasil el logro de una victoria en el campo de asuntos externos que
hasta la fecha carece de paralelo en la historia bahá’í. El 28 de mayo de 1992,
la Cámara de Diputados, cuerpo legislativo supremo del país, celebraba una
sesión especial para rendir homenaje a Bahá’u’lláh con motivo del centenario de
Su ascensión. El ponente leyó un mensaje de la Casa Universal de Justicia, en
tanto que los representantes de todos los partidos se levantaron, uno tras
otro, para dar testimonio de su reconocimiento de la aportación que la Fe y su
Fundador han realizado para la mejora de la humanidad. La conmovedora alocución
por parte de uno de los destacados diputados describía las enseñanzas bahá’ís
como “la obra religiosa más colosal jamás escrita por la pluma de un solo
Hombre”.[143] Tales apreciaciones sobre la naturaleza
de la Causa y las labores que la animan, puesto que proceden de las máximas
expresiones del poder judicial y legislativo, respectivamente, de dos de las
principales naciones del mundo, constituyen victorias del espíritu tan
importantes a su modo y manera como las logradas en las lides de la enseñanza.
Ayudan a abrir las puertas mediante las cuales la influencia salutífera de
Bahá’u’lláh comienza a calar en la vida de la propia sociedad. XI La imagen empleada por ‘Abdu’l-Bahá para
sugerir a Sus oyentes la transformación futura de la sociedad fue la de la luz.
La unidad, declaraba, es el poder que ilumina e impulsa todas las facetas del
quehacer humano. La nueva edad que se estaba abriendo sería vista en el futuro
como “el siglo de la luz”, pues en ella se daría reconocimiento universal a la unicidad
de la humanidad. Sobre la base de este cimiento comenzará el proceso de
construcción de una sociedad global en la que cobren cuerpo los principios de
la justicia. La visión fue enunciada por
el Maestro en varias Tablas y alocuciones. Su expresión más plena se
materializó en la Tabla dirigida por ‘Abdu’l-Bahá a Jane Elizabeth Whyte,
esposa del anterior Moderador del la Iglesia Libre de Escocia. La Sra. Whyte
era una simpatizante fervorosa de las enseñanzas bahá’ís, había visitado al
Maestro en ‘Akká y más tarde se encargaría de los preparativos para la acogida
especialmente calurosa que Le fue dispensado en Edimburgo. Valiéndose de la
metáfora familiar de las “candelas”, ‘Abdu’l-Bahá escribía a la Sra. Whyte lo
que sigue: ¡Honorable
Señora! (...) Mira cómo su luz [la de la unidad] alborea sobre el horizonte
oscurecido del mundo. La primera candela es la de la unidad en el reino
político, cuyos destellos tempranos pueden apreciarse ahora. La segunda candela
es la de la unidad de pensamiento en las empresas mundiales, la consumación de
la cual habrá de presenciarse antes de mucho. La tercera candela es la de la
unidad en la libertad, la cual sin duda habrá de llegar. La cuarta candela es
la de la unidad de religión, que constituye la piedra angular del cimiento
mismo, y que, mediante el poder de Dios, se revelará en todo su esplendor. La
quinta candela es la de la unidad de las naciones: una unidad que sin duda
habrá de establecerse en este siglo firmemente, haciendo que todos los pueblos
del mundo se consideren ciudadanos de una patria común. La sexta candela es la
de la unidad de las razas, que habrá de convertir a todos cuantos habitan la
tierra en pueblos y linajes de una sola raza. La séptima candela es la unidad
de idioma, esto es, la elección de una lengua universal en que conversarán y
serán instruidos todos los pueblos. Todas y cada una de estas cosas habrán de
ocurrir inevitablemente, por cuanto el poder del Reino de Dios ayudará y
concurrirá a su cumplimiento.[144] Aunque tendrán que pasar decenios,
o quizá bastante más, antes de que la visión contenida en este notabilísimo
documento llegue a cumplirse plenamente, los rasgos esenciales de lo que
prometía son hechos actualmente establecidos por todo el mundo. En varios de
los grandes cambios previstos -unidad de la raza y unidad de la religión- la
intención de las palabras del Maestro es clara y los procesos implicados están
bastante avanzados, pese a que sea grande la resistencia que se les opone desde
algunos sectores. En gran medida, también cabe decir lo mismo de la unidad de
idioma. La necesidad de ésta se reconoce en todas partes, tal como reflejan las
circunstancias que han forzado a Naciones Unidas y a gran parte de la comunidad
no gubernamental a adoptar varios “idiomas oficiales”. A falta de una decisión
por acuerdo internacional, el efecto de avances como Internet, las regulaciones
de tráfico aéreo, el desarrollo de vocabularios tecnológicos de toda suerte, y
la propia educación universal, ha hecho posible, hasta cierto punto, que el inglés
colme este vacío. “La unidad de pensamiento en
empresas mundiales”, concepto para el que las aspiraciones más idealistas de
comienzos de siglo carecían incluso de puntos de referencia, es asimismo en
gran medida una realidad constatable por doquier y visible en los amplios
programas de desarrollo social y económico, ayuda humanitaria y preocupación
por la protección del medio ambiente del planeta y de sus océanos. En cuanto a
“la unidad en el reino político” Shoghi Effendi ha explicado que hace referencia
a una unidad que los Estados soberanos habrán de lograr entre sí, y a un
proceso de desarrollo que en la presente etapa viene constituido por el
establecimiento de Naciones Unidas. La promesa del Maestro de que habrá una
“unidad de las naciones”, por otra parte, era un toque esperanzado hacia el
reconocimiento hoy día extendido entre los pueblos del mundo del hecho de que,
por grandes que sean las diferencias que los separen, son habitantes de una
sola patria global. Por supuesto, “la unidad en
la libertad” se ha convertido hoy en una aspiración universal de los habitantes
de la Tierra. Entre los principales hechos que habían de sustanciarla el
Maestro bien pudo haber tenido en mente la espectacular extinción del
colonialismo y el surgimiento posterior de la autodeterminación como rasgo
dominante de la identidad nacional de fines del siglo xix. Cualesquiera que sean las amenazas que todavía penden sobre el futuro de la humanidad, el mundo se ha visto transformado por los acontecimientos del siglo XX. Que los rasgos de este proceso también hayan sido descritos por la Voz que los predijo con tanta confianza debería dar no poco que pensar a las mentes serias de todo el mundo. * Los cambios operados en la
vida social y moral de la humanidad recibieron un poderoso respaldo en una
serie de reuniones internacionales convocadas bajo el patrocinio de Naciones
Unidas para significar el final de un “milenio” y el comienzo de otro nuevo.
Durante los días 22-26 de mayo de 2000, atendiendo a la invitación del Secretario
General de Naciones Unidas, Kofi Annan, se reunieron en Nueva York los
representantes de más de un millar de organizaciones no gubernamentales. En la
declaración resultante de este encuentro, los portavoces de la sociedad civil
expresaban el compromiso de sus organizaciones con el siguiente ideal: “(...)
somos una sola familia humana, con toda nuestra diversidad, que vive en una
patria común y que comparte un mundo justo, sostenible y pacífico, guiados por
los principios universales de la democracia(...)” [145] Poco después, durante los
días 28-31 de agosto de 2000 tuvo lugar una segunda reunión que presenció los
debates de dirigentes de las comunidades religiosas del mundo, igualmente en la
sede de Naciones Unidas. La Comunidad Internacional Bahá’í estuvo representada
por su Secretario General, quien tomó la palabra en una de las sesiones del
plenario. Ningún observador dejará de aturdirse ante el llamamiento formalmente
pronunciado por los dirigentes religiosos mundiales a que sus comunidades “respeten
el derecho a la libertad de religión, procuren la reconciliación y se
comprometan a lograr el perdón y curación mutuas (...)” [146] Estos dos acontecimientos
preliminares allanaron el camino para lo que se designó como la Cumbre del
Milenio propiamente dicha, celebrada en la Sede de Naciones Unidas del 6 al 8
de septiembre de 2000. Con la presencia de 149 jefes de Estado y gobierno, las
consultas procuraron transmitir esperanza y seguridad a las poblaciones de las
naciones representadas. La Cumbre adoptó el paso, bien recibido por los demás,
de invitar a un portavoz del Foro de las organizaciones no gubernamentales para
que transmitiera las preocupaciones identificadas en aquella reunión
preparatoria. Para los bahá’ís resultó tan significativo como gratificante el
que la persona a la que se concedió este honor fuese el Representante Principal
de la Comunidad Internacional Bahá’í, en su condición de Co-Presidente del
Foro. Nada ilustra tan espectacularmente la diferencia entre el mundo de 1900 y
el de 2000 como el texto mismo de la Resolución de la Cumbre, firmado por todos
los participantes, y remitido por éstos a la Asamblea General de Naciones
Unidas: Nos
reafirmamos solemnemente, en esta ocasión histórica, en que Naciones Unidas es
la casa común indispensable de la familia humana entera, mediante la cual
procuraremos realizar nuestras aspiraciones universales en pro de la paz, la
cooperación y el desarrollo. Por tanto, nos comprometemos a prestar nuestro
apoyo incansable a estos objetivos comunes, y a redoblar nuestra voluntad por
lograrlos.[147] Al concluir esta secuencia
de reuniones históricas, el señor Annan se dirigió a los líderes mundiales
reunidos hablándoles en términos sorprendentemente francos, términos que, para
muchos bahá’ís, despiertan ecos de la severa admonición de Bahá’u’lláh a los ya
desaparecidos reyes y emperadores que precedieron a estos mismos dirigentes:
“Son ustedes quienes tienen la capacidad, y de ahí que sea responsabilidad suya alcanzar las metas que
han definido. Ustedes son los únicos que pueden decidir si Naciones Unidas
acepta el desafío”.[148] * Pese a la importancia
histórica de los encuentros mencionados y no obstante que gran parte de los
dirigentes políticos, civiles y religiosos de la humanidad participaron en
ellos, la Cumbre del Milenio tuvo escaso eco en la conciencia pública de una
mayoría de países. Los medios de difusión prestaron generosa atención a algunos
de los acontecimientos; pero para pocos lectores u oyentes pasó inadvertida la
expresión de escepticismo que caracterizó el tratamiento editorial del tema o
el aire de duda -incluso de cinismo- que rezumaban muchas de las noticias. Esta
aguda disparidad entre un acontecimiento que legítimamente podía considerarse
que marca un punto de inflexión en la historia humana, por un lado, y la falta
de entusiasmo e incluso de interés con que la recibió la población mundial, que
supuestamente era su beneficiaria, por otro lado, constituía quizá el rasgo más
sorprendente de estos acontecimientos del milenio. Con ello se ponía en
evidencia la crisis que experimenta el mundo al final del siglo, una crisis en
la que los procesos tanto de integración como de desintegración que habían
cobrado impulso durante los siglos pasados parecen acelerarse a diario. Las personas ávidas por
creer en las visionarias declaraciones de los dirigentes mundiales se ven
atenazadas al mismo tiempo por dos fenómenos que socavan esa misma confianza.
El primero ya ha sido abordado con detenimiento en estas páginas. El colapso de
los cimientos morales de la sociedad ha dejado tambaleante a gran parte de la
humanidad y sin puntos de referencia en un mundo cuyas amenazas aumentan
impredeciblemente cada día. Sugerir que el proceso casi ha tocado fondo sería
tanto como alimentar falsas esperanzas. Cabe constatar que se están haciendo
intensos esfuerzos políticos, y que continúan dándose impresionantes avances
científicos, o bien que las condiciones económicas mejoran por lo que atañe a
una porción de la humanidad; pero todo ello no impide que en tales
acontecimientos no se reconozca nada que abone la esperanza de una vida segura
para uno mismo, o más importante, para los propios hijos. Ya es generalizada la
sensación de desilusión que, tal como había avisado Shoghi Effendi, se
contagiaría entre las masas de la humanidad como consecuencia de la corrupción
política. Los brotes de desgobierno se han vuelto una pandemia tanto en las
zonas urbanas como en las rurales de muchos países. El fracaso de los controles
sociales, el esfuerzo por justificar las formas más extremas de conducta
aberrante como cuestiones de derechos civiles fundamentales, y la celebración
casi universal en las artes y medios de difusión de la degeneración y
violencia, éstas y parecidas expresiones de una situación que raya en la anarquía
amoral apuntan a un futuro que paraliza toda imaginación. Frente al desolador
paisaje que se perfila contra este telón de fondo, la moda intelectual de la
época, en su afán por hacer virtud de la hosca necesidad, ha adoptado para sí
misma la apelación y misión del “deconstruccionismo”. El segundo fenómeno que mina la fe en el
futuro centró algunos de los debates más angustiosos de la Cumbre del Milenio.
La revolución de la información puesta en marcha al cierre del último decenio
del siglo con la invención de la red mundial de Internet transformó
irreversiblemente gran parte de la actividad humana. El proceso de
“globalización” que había evolucionado durante un período de varios siglos
siguiendo una curva ascendente, se vio catapultado por nuevos poderes que
anonadan la imaginación humana. Determinadas fuerzas económicas, desembarazadas
de las trabas tradicionales, dieron pie durante los últimos dos lustros del
siglo a un nuevo orden global que afecta al diseño, generación y distribución
de la riqueza. El propio conocimiento se ha convertido en un artículo
significativamente más valioso incluso que el capital financiero o los recursos
materiales. En un brevísimo plazo, las fronteras nacionales, todavía bajo
asalto, se han vuelto permeables, con el resultado de que grandes sumas de
dinero traspasan sus límites instantáneamente, al ritmo de una orden
informática. Se han reconfigurado complejas operaciones de producción de tal
modo que integran y aprovechan al máximo las economías disponibles procedentes de
las aportaciones de una gama de participantes especializados, todo ello al
margen de sus emplazamientos nacionales. Si hubiéramos de rebajar el horizonte
a consideraciones puramente materiales, podría afirmarse que la tierra ya ha
adoptado en cierta medida el aspecto de “un solo país” y que los habitantes de
los diversos países asumen ya la condición de sus “ciudadanos” consumidores. Pero tampoco se trata de una
transformación meramente económica. De forma creciente, la globalización
adquiere dimensiones políticas, sociales y culturales. Se hace evidente que los
poderes de esa institución que llamamos estado nacional, antes árbitro y
protector de los destinos de la humanidad, se han visto drásticamente
erosionados. Si bien los gobiernos nacionales continúan desempeñando un papel
capital, deben ahora hacerle sitio a otros centros emergentes de poder tales
como las corporaciones multinacionales, los organismos de Naciones Unidas, las
organizaciones no gubernamentales de todo género, y los gigantescos conglomerados
de medios de difusión, cuya colaboración resulta vital para el éxito de la
mayoría de los programas dirigidos a lograr fines económicos o sociales de
envergadura. Así como la migración del dinero o de las corporaciones topan con
escasos obstáculos en las fronteras nacionales, tampoco estos últimos pueden ya
ejercer un control efectivo sobre la diseminación del conocimiento. La
comunicación por Internet, medio que posee la capacidad de transmitir en
segundos el contenido entero de bibliotecas cuya acumulación han requerido
siglos de estudio, enriquece enormemente la vida intelectual de quienquiera que
lo utilice, al tiempo que proporciona una formación notabilísima en un amplio
abanico de campos profesionales. El sistema, tan proféticamente previsto hace
sesenta años por Shoghi Effendi, ayuda a crear entre sus usuarios un
sentimiento de comunidad compartida que se muestra impaciente con las
distancias geográficas o culturales. Los beneficios que ello
conlleva para millones de personas son obvios e impresionantes. El ahorro de
costes que se deriva de la coordinación de operaciones anteriormente en
competencia tiende a poner los bienes y servicios al alcance de poblaciones que
con anterioridad no hubieran podido siquiera concebir su disfrute. Los enormes
aumentos de fondos puestos al servicio de la investigación y el desarrollo
expanden la variedad y la calidad de tales beneficios. Algo del consiguiente
efecto nivelador en la distribución de las oportunidades de empleo puede
observarse en la facilidad con que las operaciones comerciales pueden desplazar
su base de una parte del mundo a otra. El abandono de las trabas al comercio
transnacional reduce aún más el coste de los bienes para los consumidores. No
es difícil apreciar, desde una perspectiva bahá’í, la capacidad de tales
transformaciones por lo que respecta a la cimentación de la sociedad global
prevista en los Escritos de Bahá’u’lláh. Lejos de inspirar optimismo
en el futuro, la globalización, no obstante, es considerada por un amplio y
creciente número de personas de todo el mundo como la principal amenaza a su
futuro. La virulencia de los disturbios provocados durante los dos últimos años
con motivo de las reuniones de la organización Mundial del Comercio, el Banco
Mundial y el Fondo Monetario Internacional da fe de la profundidad del temor y
del resentimiento provocados por el auge de la globalización. La atención que
los medios de difusión prestan a estos brotes inesperados ha centrado la
atención pública en las protestas expresadas contra las graves disparidades en
la distribución de beneficios y oportunidades que la globalización
supuestamente sólo acrecienta, y en las advertencias de que, si no se imponen
rápidamente controles efectivos, las consecuencias podrían ser catastróficas en
el plano social y político, así como en el aspecto económico y medioambiental. Tales preocupaciones parecen
estar bien fundadas. Las estadísticas económicas por sí solas revelan un cuadro
del estado del mundo que resulta profundamente perturbador. La brecha cada vez
mayor entre la quinta parte de la población mundial que vive en los países de
ingresos superiores y la otra quinta parte, que vive en los países de menores
ingresos, nos habla de una historia aciaga. De acuerdo con el Informe de
Desarrollo Humano de 1999 publicado por el Programa de Desarrollo de Naciones
Unidas, esta brecha representaba en 1990 una proporción de 60 a uno. Es decir,
un segmento de la humanidad disfrutaba de acceso a un 60% de la riqueza del
mundo, en tanto que el otro, igualmente amplio, estaba constituido por una
población que se debatía meramente por sobrevivir con un 1% de dicha riqueza.
Ya en 1997, cuando la globalización hacía rápidos avances, la brecha se había
ampliado en unos escasos siete años hasta alcanzar una proporción de setenta y
cuatro a uno. Incluso este hecho perturbador no tiene en cuenta el
empobrecimiento continuo de la mayoría de los restantes miles de millones de
seres humanos, atrapados en el implacablemente decreciente istmo que media
entre estos dos extremos. Lejos de estar bajo control, la crisis claramente se
acelera. Las repercusiones por lo que respecta al futuro de la humanidad, en
términos de la privación y desesperación que afecta a más de dos tercios de la
población mundial, permite comprender la apatía que saludó la celebración de
una Cumbre del Milenio, la cual, medida por cualquier rasero con que se la
mida, fue ciertamente histórica. La propia globalización es
un rasgo intrínseco de la evolución de la sociedad. Ha originado una cultura
socioeconómica que en su nivel práctico, constituye el mundo en el que han de
desenvolverse las aspiraciones del nuevo siglo. Cualquier observador objetivo
aceptará que las dos reacciones contrarias están, en gran medida, bien
justificadas. La unificación de la sociedad humana, forjada por los fuegos del
siglo XX, es una realidad que con cada día que pasa abre nuevas y asombrosas
posibilidades. Otra realidad que se impone con fuerza en las mentes serias de
todas partes es la reivindicación de que la justicia se convierta en el
vehículo capaz de encauzar esas grandes potencialidades para el avance de la
civilización. Ya no se requiere el don de la profecía para comprender que el
destino de la humanidad en el siglo que ahora entra ha de determinarse en
función de la relación que se establezca entre estas dos fuerzas fundamentales
del proceso histórico: los dos principios inseparables de la unidad y la
justicia. * En la perspectiva de las
enseñanzas de Bahá’u’lláh, el mayor peligro de las crisis morales y de las
desigualdades relacionadas con la actual fisionomía de la globalización es la
arraigada actitud filosófica que pretende justificar y excusar estos fracasos.
El derrocamiento de los sistemas totalitarios del siglo XX no ha significado el
final de las concepciones ideológicas. Por el contrario. No ha habido sociedad
alguna en la historia del mundo, no importa cuán pragmática, experimentalista y
multiforme, que no haya derivado su impulso de alguna interpretación
fundacional de la realidad. Tal sistema de pensamiento reina hoy día
virtualmente indiscutido por todo el planeta, bajo la designación nominal de
“civilización occidental”. Filosófica y políticamente, se presenta como una
forma de relativismo liberal; económica y socialmente, como capitalismo -dos
sistemas de valores que se han ajustado de tal modo entre sí como para
reforzarse mutuamente y constituir una sola gran cosmovisión. Apreciar los beneficios en
términos de libertad personal, prosperidad social y progreso científico de que
disfruta una significativa minoría de la población mundial no impide que una
persona sensata reconozca que el sistema está moral e intelectualmente en
bancarrota. Ha contribuido cuanto pudo al avance de la civilización, como lo
hicieron sus predecesores, y al igual que ellos se ve impotente para abordar
las necesidades de un mundo nunca imaginado por aquellos profetas del siglo
XVIII que concibieron la mayor parte de sus elementos constitutivos. Shoghi
Effendi no limitó su atención a las monarquías de derecho divino, a las
iglesias establecidas o a las ideologías totalitarias cuando planteó la
siguiente pregunta escrutadora: “¿Por qué éstas, en un mundo sujeto a la
inmutable ley del cambio y la decadencia, han de quedar exentas del deterioro
que necesariamente se apodera de toda institución humana?” [149] Bahá’u’lláh insta a quienes
creen en Él a ver “con tus propios ojos y no a través de los de tu vecino” y a
saber “ por tu propio conocimiento y no por el conocimiento de tu prójimo”.
Trágicamente, lo que los bahá’ís constatan en la sociedad actual es una
explotación desbocada de las masas de la humanidad por mor de una avaricia que
se justifica como fruto del funcionamiento de las “fuerzas impersonales del
mercado”. Lo que sus ojos contemplan por todas partes es la destrucción de
cimientos morales vitales para el futuro de la humanidad al amparo de una
grotesca autoindulgencia que se disfraza de “libertad de expresión”. A diario
han de pugnar por contrarrestar las presiones de un materialismo dogmático, que
proclama ser la voz de la “ciencia” y que pretende excluir sistemáticamente de
la vida intelectual los impulsos que surgen de la esfera espiritual de la
conciencia humana. Y es bien cierto para el
bahá’í que las cuestiones últimas son precisamente espirituales. La Causa no es
un partido político ni una ideología, y mucho menos una máquina de agitación
política contra males sociales de uno u otro signo. El proceso de
transformación que ha puesto en marcha avanza induciendo un cambio fundamental
de conciencia, y el desafío que plantea a todos los que le rinden servicio es
liberarse del apego a presupuestos y preferencias heredados que son
irreconciliables con la Voluntad de Dios para la madurez de la humanidad.
Paradójicamente, incluso la aflicción causada por las condiciones prevalecientes
que violan la conciencia personal es algo que ayuda a este proceso de
liberación espiritual. En última instancia, tal desilusión empuja al bahá’í a
enfrentarse con una verdad subrayada una y otra vez en los Escritos de la Fe: De todo
el conjunto del mundo ha escogido Él los corazones de Sus siervos, y a cada uno
lo ha convertido en la sede de la revelación de Su gloria. Por tanto,
santificadlos de toda impureza, para que las cosas para las que fueron creadas
puedan grabarse en ellos.[150] XII Durante dos mil años los lectores han sentido
fascinación ante la conocida frase con que se abre el Evangelio atribuido a
Juan, el discípulo de Jesús: “En el principio era la Palabra”. El pasaje
continúa afirmando con simplicidad y llaneza asombrosas una verdad espiritual
que ha sido medular en todas las religiones reveladas y que ha sido
reivindicada, una y otra vez, a lo largo de la sucesión de civilizaciones
históricamente conocidas: “Estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por Él”. La
prometida Manifestación de Dios aparece; la comunidad de los creyentes se forma
en torno a este centro focal de vida y autoridad espirituales; un nuevo sistema
de valores empieza a reordenar tanto la conciencia como la conducta; las artes
y las ciencias responden; y se estructuran las leyes que han de regir la
administración de los asuntos sociales. Lenta, pero irresistiblemente, surge
una nueva civilización, la cual cumple los ideales y emplea las capacidades de
millones de seres humanos de un modo que, en efecto, constituye un nuevo mundo,
un mundo que para los que “viven, se mueven y tienen su ser” en él es mucho más
real que los cimientos terrenales sobre los que se asienta.[151] En los siglos
posteriores, la cohesión y autoconfianza de la sociedad continúa dependiendo
primordialmente del impulso espiritual que le dio nacimiento. Con la aparición de
Bahá’u’lláh, este fenómeno ha vuelto a suceder, sólo que esta vez a una escala
que abarca la totalidad de los habitantes de la tierra. En los acontecimientos
del siglo XX pueden observarse las primeras etapas de la gran transformación
universal generada por la Revelación, a propósito de la cual escribió
Bahá’u’lláh: Atestiguo
que tan pronto como surgió de Su boca la Primera Palabra, mediante la potencia
de Tu voluntad y propósito, (...) la creación entera se vio revolucionada, y
todo lo que hay en los cielos y en la tierra se agitó en lo más profundo. A
través de esa Palabra se vieron sacudidas las realidades de todas las cosas
creadas, se dividieron, se separaron, se dispersaron, se combinaron y se
reunieron, desplegando, tanto en el mundo contingente como en el reino
celestial, entes de nueva creación, y revelando, en los reinos invisibles, las
señales y muestras de Tu unidad y unicidad.[152] Shoghi Effendi describe este
proceso de unificación mundial como el “Plan Mayor” de Dios, cuya operación
continuará cobrando energía e impulso hasta que la raza humana se unifique en
una sociedad global que haya desterrado la guerra y se haya hecho cargo de su
destino colectivo. Lo que las luchas del siglo XX han logrado ha sido el cambio
fundamental de dirección que el propósito divino había requerido. Ese cambio es
irreversible. No hay vuelta a un estado anterior de cosas, por muy tentados de
reclamarlo que de tiempo en tiempo se sientan algunos elementos de la sociedad.
La importancia de tan
histórico y radical cambio no se ve en modo alguno minimizada por el
reconocimiento de que el proceso no ha hecho apenas más que comenzar. A su
debido tiempo ha de conducir, tal como Shoghi Effendi aclaró, a la
espiritualización de la conciencia humana y al surgimiento de una civilización
global que encarne la Voluntad de Dios. El mero hecho de afirmar la meta
conlleva reconocer el gran trecho que todavía le queda por recorrer a la raza
humana. Ha sido contra la más encarnizada resistencia presentada en todos los
niveles sociales, entre gobernados y gobernadores por igual, como han podido
lograrse los cambios políticos, sociales y conceptuales de los últimos cien
años. En última instancia, se han logrado sólo a expensas de espantosos
sufrimientos. Sería poco realista imaginar que los desafíos que quedan por
delante no hayan de cobrar un peaje aún mayor, máxime cuando la humanidad pugna
por todos los medios a su alcance por evitar enfrentarse a las implicaciones
espirituales que se derivan de las experiencias sufridas. Las palabras de
Shoghi Effendi sobre las consecuencias de esta terquedad de corazón y de
conciencia constituyen una lectura aleccionadora: Adversidades
inimaginablemente pavorosas, revueltas y crisis nunca antes soñadas, guerras,
hambrunas y pestilencias, bien pueden combinarse para grabar en el alma de una
generación desatenta las verdades y principios que ha desdeñado reconocer y
seguir.[153] * Apenas había transcurrido un
tercio del siglo XX cuando el Guardián emplazó a los seguidores de Bahá’u’lláh
a desarrollar una comprensión mucho más honda de la propia Causa que la hasta
entonces lograda. La Fe había alcanzado el punto, decía, en que “había de dejar
de darse a conocer como un movimiento, una hermandad o por el estilo”,
designaciones que aunque quizás apropiadas en la época en que el mensaje se
introducía por vez primera en Occidente, ya por entonces “hacían grave
injusticia a su sistema en constante despliegue”. Rechazando por inadecuado
incluso el término de “religión” en su sentido más familiar, señalaba que la Fe
estaba: (...) consiguiendo
visiblemente demostrar su pretensión y títulos a ser considerada como una
Religión Mundial, destinada a alcanzar, en la plenitud del tiempo, la condición
de una Mancomunidad mundial, que habría de ser a un mismo tiempo el instrumento
y la guardiana de la Más Grande Paz anunciada por su Autor.[154] Conforme avanzaba el siglo, la Fuerza
creativa que impulsaba el reconocimiento de la unicidad de la humanidad, esa
misma Fuerza iba liberando progresivamente los poderes inherentes a la Causa,
preparándola así para el nuevo papel que habría de desempeñar en los asuntos
humanos. Durante los primeros dos decenios del siglo, merced al cuidado amoroso
del Maestro, se establecieron los cimientos
espirituales y administrativos necesarios para el propósito de Bahá’u’lláh.
Sobre la base así dispuesta, durante los treinta y seis años de su propio
ministerio, y los seis años ulteriores durante los cuales su Cruzada de Diez
Años guió los esfuerzos de la comunidad, Shoghi Effendi se dedicó a refinar los
instrumentos administrativos precisos para llevar adelante el Plan Divino. Con
el feliz establecimiento en 1963 de la Casa Universal de Justicia, los bahá’ís
del mundo emprendieron la primera etapa de una misión de larga duración: la
capacitación espiritual del conjunto entero de la humanidad como protagonistas
de su propio avance. Al concluir el siglo, este inmenso esfuerzo ya había
generado una comunidad representativa de la diversidad de toda la raza humana,
unida en su fidelidad y creencias, y comprometida a construir una sociedad
global que refleje en la tierra la misión espiritual y moral de su Fundador. Dicho proceso se vio
inmensamente reforzado en 1992 mediante la publicación, largo tiempo esperada,
de la versión inglesa, completamente anotada, del Kitáb-i-Aqdas, repositorio de
la guía divina para la época de la madurez colectiva de la humanidad. Un
círculo creciente de traducciones no tardó en ofrecer a los seguidores de la Fe
de todo el mundo acceso a un Libro cuyo Autor ha descrito como “la Aurora del
Conocimiento divino, si sois de aquellos que entienden, y el Punto de Amanecer
de los mandamientos de Dios, si sois que los que comprenden”.[155] Aparte del
reconocimiento que el alma hace de la Manifestación de Dios, nada despierta tan
gran sentido de confianza y vitalidad en la conciencia humana, tanto individual
como colectiva, como la fuerza de la certidumbre moral. En el Kitáb-i-Aqdas,
las leyes fundamentales tanto para la vida personal como de la comunidad se han
reformulado teniendo presente una sociedad que ha de abarcar el abanico entero
de la diversidad humana. Nuevas leyes y conceptos surgen en respuesta a las
necesidades renovadas de una raza humana que se adentra en su etapa colectiva
de madurez. “¡Pueblos de la tierra!”, así reza el llamamiento de Bahá’u’lláh, “ Desechad
cuanto poseéis y, con las alas del desprendimiento, remontaos por encima de
todas las cosas creadas. Así os lo ordena el Señor de
la creación, el movimiento de Cuya Pluma ha revolucionado el alma de la
humanidad”.[156] Un rasgo de los últimos cien
años de desarrollo bahá’í que debería merecer la atención de cualquier
observador es el éxito demostrado por la Fe al superar los ataques de que ha
sido objeto. Tal como sucediera durante los ministerios del Báb y Bahá’u’lláh,
algunos elementos de la sociedad, opuestos al surgimiento de una nueva religión
o bien temerosos de los principios que inculcaba, procuraron sofocarla por todos
los medios a su alcance. Apenas hubo un solo decenio del siglo pasado que no
presenciara intentos de este género, desde las persecuciones sangrientas
incitadas por el clero shí‘í, o las falsedades desvergonzadas urdidas y
difundidas por sus homólogos cristianos, pasando por los esfuerzos sistemáticos
de supresión llevados a cabo por varios regímenes totalitarios, y finalmente
las violaciones de su compromiso para con Bahá’u’lláh protagonizadas por los
insinceros, los ambiciosos o los malévolos de entre sus creyentes declarados.
Medida por cualquier rasero humano, la Causa debería haber sucumbido ante
semejantes andanadas de oposición, por lo demás sin paralelo en la historia
reciente. Empero, lejos de sucumbir, floreció. Su reputación se ha robustecido,
sus miembros han aumentado en gran proporción, su influencia se ha difundido
muy por encima de lo que soñaron las anteriores generaciones de seguidores. La
persecución sirvió para electrizar los esfuerzos de sus valedores. La calumnia
impulsó a los creyentes a procurarse una comprensión más madura de su historia
y enseñanzas. Y, tal como prometieron el Maestro y el Guardián, la violación de
la Alianza libró sus filas de aquellas personas cuya conducta y actitudes
habían empañado la fe de otros e inhibido su progreso. Si la Causa no hubiera
de aportar otro testimonio de los poderes que la sostienen, esta sucesión de
triunfos por sí sola bastaría. * Tres años antes de su
fallecimiento, Shoghi Effendi, aprovechando la adquisición del último solar de
tierra necesario para la erección del Edificio de los Archivos Internacionales,
difundió ampliamente ante el mundo bahá’í la naturaleza y trascendencia del
programa de construcciones que habría de albergarse en las laderas del Monte
Carmelo, cuyo inicios había emprendido el Maestro y que él mismo proseguía: Estos Edificios, dispuestos
en forma de un amplio arco y cortados por un estilo arquitectónico armonioso,
rodean los lugares donde reposan los restos de la Hoja Más Sagrada (...) de su
Hermano (...) y de su Madre (...) El coronamiento último de esta portentosa
empresa supondrá la culminación del desarrollo de un Orden Administrativo
mundial y divinamente designado cuyos comienzos pueden remontarse hasta los
años finales de la Edad Heroica de la Fe.[157] La actual etapa de esta
ambiciosa empresa ha sido llevada a feliz término en el último año del siglo.
Una profusión de recursos facilitados por creyentes de todo el mundo había
respondido a la visión de Bahá’u’lláh para este sagrado lugar, tal como se
anunciaba en Su Tabla del Carmelo: “Regocíjate, porque Dios, en este Día, ha
establecido Su trono sobre ti, te ha convertido en el amanecer de Sus signos y
la aurora de las evidencias de Su Revelación”. En el complejo de regios
edificios que se extienden a lo largo del arco y de las terrazas ajardinadas
que se alzan desde el pie de la montaña hasta su cumbre, aquella Causa cuya
influencia se había expandido de forma continua por todo el planeta durante el
siglo de la luz surgía finalmente en forma de una presencia visible y potente.
Al observar las muchedumbres de visitantes de todos los países que todos los
días se agolpan en sus escaleras y senderos, amén de la afluencia de
distinguidos visitantes que son bienvenidos en las salas de recepción del
Centro Mundial, las mentes perceptivas pueden sentir el cumplimiento de la
visión expresada hace ya dos mil trescientos años por el profeta Isaías: “Y
acontecerá que en los últimos días, la montaña de la casa del Señor será
establecida en la cumbre de las montañas, y descollará sobre los montes; y
hacia ella confluirán todas las naciones”.[158] La Causa bahá’í se distingue
especialmente por ser un todo orgánico que no admite componendas. Al encarnar
el principio de la unidad, pilar de la Revelación de Bahá’u’lláh, dicha naturaleza
es el signo de la presencia del Espíritu que mora y anima la Fe. Única entre
las religiones de la historia -pese a los repetidos esfuerzos por quebrar su
unidad- la Causa ha logrado resistir la plaga perenne del cisma y de los
faccionalismos. El éxito obtenido por la comunidad en las labores de enseñanza
viene asegurado por el hecho de que los instrumentos que utiliza fueron creados
por la propia Revelación, y por el hecho de que fueran los propios Fundadores
de la Fe quienes concibieron los métodos para la prosecución de su Plan Divino,
y que fueron Ellos quienes guiaron, en todo detalle significativo, el
lanzamiento de la empresa. Durante el siglo XX, gracias a los esfuerzos de
‘Abdu’l-Bahá y el Guardián, el propio Monte Carmelo se ha convertido en una
expresión de esta unidad de la naturaleza de la Fe. En contraste con las
circunstancias que afectan a otras religiones mundiales, el centro espiritual y
el administrativo de la Causa están inseparablemente unidos en este mismo lugar
de la tierra y sus instituciones rectoras giran en torno al Santuario de su
Profeta mártir. Para muchos visitantes, incluso la armonía que ha podido
lograrse con la variedad de flores, árboles y arbustos que rodean los jardines
parece proclamar el ideal de unidad en la diversidad, que tan atractivo
encuentran en las enseñanzas de la Fe. Nada señala tan
conmovedoramente la conclusión de estos cien años de logros como el
acontecimiento que asimismo sumió a los creyentes de todo el mundo en un estado
de profunda tristeza. El 19 de enero de 2000, un mensaje de la Casa Universal
de Justicia anunciaba: A primeras horas de
esta mañana, el alma de Amatu’l-Bahá Rú?íyyih Khánum, la amada
consorte de Shoghi Effendi y el último vínculo que ligaba al mundo bahá’í con
la familia de ‘Abdu’l-Bahá, fue liberada de las limitaciones de esta existencia
terrestre (...) Sus veinte años de trato íntimo con Shoghi Effendi dieron pie a
que la pluma del Guardián le dedicara tales muestras de reconocimiento como “mi
compañera auxiliadora”, “mi escudo”, “mi colaboradora incansable en las arduas
faenas con las que cargo” (...) Según iban remitiendo los
efectos del golpe inicial, gradualmente fue reconociéndose otro de los favores
inagotables de Bahá’u’lláh. He aquí a una figura cuya vida había abarcado la
mayor parte del siglo –y cuyo espíritu indomable había protagonizado las luchas
y sacrificios bahá’ís durante su última mitad– le había sido dado vivir y
celebrar las magníficas victorias a las que había contribuido tan
espléndidamente. * Al instar a los que Le han
reconocido a compartir el mensaje del Día de Dios con los demás, Bahá’u’lláh
recurre una vez más al lenguaje de la propia creación: “Todo el mundo clama en
alto por un alma. Las almas celestiales deben infundir, mediante el aliento de
la Palabra de Dios, en los cuerpos muertos un espíritu nuevo”.[159] El
principio es asimismo válido por lo que respecta a la vida colectiva de la
humanidad -así lo indica ‘Abdu’l-Bahá- tanto como lo es para las vidas de sus
componentes: “La civilización material es como el cuerpo. A pesar de que sea
infinitamente grácil, elegante y bello, está muerto. La civilización divina es
como el espíritu, y el cuerpo deriva su vida del espíritu (...) [160] En esta poderosa analogía se
resume la relación entre los dos acontecimientos históricos que la Voluntad de
Dios propulsó por dos sendas convergentes a lo largo del siglo de la luz. Sólo
una persona ciega a las capacidades intelectuales y sociales latentes en la
raza humana, e insensible a las desesperadas necesidades de la humanidad,
podría dejar de sentir honda satisfacción ante los avances que la sociedad ha
registrado durante los pasados cien años, y en particular ante los procesos que
fusionan los pueblos y naciones de la tierra. Cuánto más han de valorar los
bahá’ís estos logros en los que reconocen el Propósito de Dios mismo. Pero el
Cuerpo de esta civilización material de la humanidad clama a voces y anhela
cada día con mayor desesperación pidiendo un Alma. Al igual que sucediera con
toda gran civilización de la historia, hasta tanto no se vea animada así y no
despierten sus facultades espirituales, no encontrará ni paz, ni justicia, ni
una unidad que supere el listón de las negociaciones y componendas.
Dirigiéndose a los “representantes elegidos de los pueblos en todos los
países”, escribía Bahá’u’lláh: Lo que el
Señor ha ordenado como el supremo remedio y el más poderoso instrumento para la
curación de todo el mundo es la unión de todos sus pueblos en una Causa
universal, una Fe común.[161] Por tanto, no es en el hecho
de prestar apoyo, ni ánimos, ni siquiera en el ejemplo en lo que se cifra
principalmente el trabajo de la Causa. La comunidad bahá’í continuará
contribuyendo por todos los medios posibles a los esfuerzos encaminados a la
unificación global y a la mejora social, pero tales aportaciones revisten un
significado secundario. Su verdadero propósito es el de ayudar a la población
mundial a abrir su mente y corazón al único Poder capaz de colmar su anhelo
último. Nadie excepto quienes han despertado a la Revelación de Dios puede
prestar esta ayuda. No hay nadie que pueda ofrecer un testimonio creíble de la
futura llegada de un mundo de paz y justicia salvo quienes comprenden, no
importa cuán vagamente, las palabras con que la Voz de Dios emplazó a Bahá’u’lláh
a que emprendiese Su misión: ¿Puedes
acaso, oh Pluma, descubrir en este día a otro salvo a Mí? ¿Qué ha sido de la
creación y de sus manifestaciones? ¿Y qué de los nombres y de su reino? ¿Adónde
han ido todas las cosas creadas, ya sean visibles o invisibles? ¿Qué hay de los
secretos ocultos del universo y de sus revelaciones? ¡Ve cómo la creación
entera ha dejado de existir! Nada queda sino Mi Rostro, el Sempiterno, el
Resplandeciente, el Todoglorioso. Este es
el Día en que nada se ve excepto los esplendores de la Luz que brilla en el
rostro de Tu Señor, el Munífico, el Más Generoso. Verdaderamente, hemos hecho
expirar a cada alma en virtud de Nuestra irresistible soberanía que todo lo
somete. Luego, hemos hecho surgir una nueva creación,
como muestra de Nuestra gracia a los hombres. Yo soy, en verdad, el
Todogeneroso, el Anciano de Días.[162] NOTAS 1. Shoghi
Effendi, Advent of Divine Justice (Wilmette:
Bahá’í Publishing Trust, 1990), p. 8. 2. Shoghi
Effendi, The Promised Day is Come (Wilmette:
Bahá’í Publishing Trust, 1996), p. 1. 3. Eric
Hobsbawm, Age of Extremes: The Short
Twentieth Century, 1914-1991 (Londres: Abacus, 1995), p. 584. 4. Leopoldo II, Rey de los belgas, gobernó la colonia durante
lustros como si de un coto particular se tratase (1877-1908). Las atrocidades
perpetradas bajo su tiranía suscitaron una oleada de protestas internacionales.
En 1908 se vio obligado a entregar el territorio a la administración del
gobierno belga. 5. Los procesos que indujeron estos cambios son objeto de detallada
revisión en A. N. Wilson, et al., God’s
Funeral (Londres: John Murray, 1999). En 1872, Winwood Reade publicaba la
obra The Martyrdom of Man (Londres:
Pernberton Publishing, 1968), que llegó a convertirse en una especie de
“Biblia” de los primeros decenios del siglo XX; expresaba la confianza de que
“por fin, los hombres dominarán las fuerzas de la naturaleza. Llegarán a ser
arquitectos de sistemas, artesanos de mundos. El hombre será perfecto y se
convertirá en creador, hasta llegar a ser eso que el vulgo adora como a un
dios”. Citado por Anne Glyn-Jones, Holding up a Mirror. How Civilizations Decline (Londres: Century,
1996), pp. 371-372. 6. Selections from the Writings of ‘Abdu’l-Bahá
(Wilmette: Bahá’í Publishing Trust, 1997), p. 35 (sección 15.6). 7. ‘Abdu’l-Bahá,
The Secret of Divine Civilization (Wilmette:
Bahá’í Publishing Trust, 1990), p. 2. 8. Makátib-i-‘Abdu’l-Bahá (Tablets of ‘Abdu’l-Bahá), vol. 4
(Teherán: Editora Nacional de Irán, 1965), pp. 132-134, traducción provisional. 9. Ibídem. 10. Ibíd. 11. La escuela se clausuró en 1934 por orden de Reza Sháh, por
haber incluido los días sagrados bahá’ís como festivos religiosos. Poco después
se procedía al cierre de las demás escuelas baháís de Irán. 12. La historia aparece recogida en The Bahá’í World, vol. XIV (Haifa:
Bahá’í World Centre, 1975), pp. 479-481. 13. Shoghi
Effendi, The World Order of Bahá’u’lláh (Wilmette:
Bahá’í Publishing Trust, 1991), p. 156. 14. “El círculo
más externo de este magno sistema, la réplica visible de la posición central
conferida al Heraldo de nuestra Fe, no es sino el planeta entero. En el corazón
de este planeta descansa la “Tierra Más Sagrada”, aclamada por ‘Abdu'l-Bahá
como “el Nido de los Profetas” y al que ha de considerarse el centro del mundo
y la Alquibla de las naciones. Dentro de esta Tierra Más Sagrada se alza la
Montaña de Dios, de santidad inmemorial, la Viña del Señor, el Retiro de Elías,
Cuyo retorno simboliza el propio Báb. Descansando en el regazo de esta santa
montaña se extienden las amplias propiedades dedicadas permanentemente al santo
Sepulcro del Báb, del que son sus recintos sagrados. En medio de estas
propiedades, reconocidas como las dotaciones internacionales de la Fe, se halla
situado el atrio más sagrado, un recinto compuesto de jardines y terrazas que a
un tiempo embellecen y confieren encanto propio a estos predios sagrados.
Engastado en estos aledaños preciosos y verdeantes se alza, en toda su
exquisita belleza, el mausoleo del Báb, la madreperla designada para conservar
y adornar la estructura original levantada por ‘Abdu’l-Bahá para acoger la
tumba del Heraldo-Mártir de nuestra Fe. Dentro de esta madreperla se atesora la
Perla de Gran Precio, el sanctasanctórum, las cámaras que constituyen la tumba
misma y que fueran construidas por ‘Abdu’l-Bahá. En el corazón mismo del
sanctasanctórum se encuentra el tabernáculo, la bóveda en donde reposa el
féretro más sagrado. Dentro de esta bóveda hállase el sarcófago de alabastro en
el que está depositada esa inestimable joya: el sagrado polvo del Báb”. Shoghi
Effendi, Citadel of Faith (Wilmette:
Bahá’í Publishing Trust, 1995), pp. 95-96. 15. Ibídem, p. 95. 16. Shoghi
Effendi, God Passes By (Wilmette:
Bahá’í Publishing Trust, 1995), p. 276. 17. H. M.
Balyuzi, Abdu'l-Bahá: The Centre of the
Covenant of Bahá’u’lláh, 2ª ed. (Oxford: George Ronald, 1992), p. 136. 18. Selections from the Writings of
‘Abdu’l-Bahá, op. cit., pp. 254-255,
(sección 200.3). 19. Shoghi
Effendi, God Passes By, op. cit., p. 258. 20. Ibídem., p. 259. 21. The Bahá’’í Centenary,
1844-1944, compilado por la Asamblea Espiritual Nacional de los Bahá’ís de
Estados Unidos y Canadá (Wilmette: Bahá’í Publishing Committee, 1944), pp.
140-141. 22. Shoghi
Effendi, God Passes By, op. cit., p. 280. 23. ‘Abdu’l-Bahá in London: Addresses and Notes
of Conversations (Londres: Bahá’í Publishing Trust, 1982), pp. 19-20. 24. ‘Abdu’l-Bahá,
Tablets of the Divine Plan (Wilmette:
Bahá’í Publishing Trust, 1993), p. 94. 25. Shoghi
Effendi, God Passes By, op. cit., pp. 281-282. 26. ‘Abdu’l-Bahá,
The Promulgation of Universal Peace (Wilmette:
Bahá’í Publishing Trust, 1995), p. 121, traducción provisional. 27. Selections from the Writings of
‘Abdu’l-Bahá, op. cit., p. 106,
(sección 64. 1). 28. Ibídem, p. 23, (sección 7.2). 29. ‘Abdu’l-Bahá,
The Promulgation of Universal Peace, op.
cit., pp. 455-456. 30. Juliet
Thompson, The Diary of Juliet Thompson (Los
Angeles: Kalimát Press, 1983), p. 313. 31. Shoghi
Effendi, God Passes By, op. cit., pp. 244-245. 32. ‘Abdu’l-Bahá in Canada (Forest: National
Spiritual Assembly of Canada, 1962), p. 51. 33. ‘Abdu’l-Bahá,
Paris Talks, 12ª ed., (Londres:
Bahá’í Publishing Trust, 1995), p. 64. 34. Eric
Hobsbawm, Age of Extremes: The Short
Twentieth Century, 1914-1991, op. cit., p. 23. 35. Gleanings from the Writings of Bahá’u’lláh (Wilmette:
Bahá’í Publishing Trust, 1983), p. 264, (sección CXXV). 36. Edward
R. Kantowicz, The Rage of Nations (Cambridge:
William B. Eerdmans Publishing Company, 1999), p. 138. Kantowicz añade que la guerra le supuso a Europa la
pérdida de 48 millones de vidas, incluyendo 15 millones “extinguidas” porque su
maltrecha salud les hizo vulnerables a la epidemia de gripe postbélica, y
también por la drástica reducción de la tasa de natalidad ocurrida tras estas
calamidades. Hobsbawm calcula que Francia perdió casi un veinte por ciento de
sus hombres en edad militar, Gran Bretaña perdió una cuarta parte de los
graduados de Oxford y Cambridge que sirvieron en el ejército durante la guerra,
en tanto que las pérdidas alemanas ascendieron a 1.8 millones, esto es, un
trece por ciento de su población en edad militar. (Véase
Eric Hobsbawm, Age of Extremes: The Short
Twentieth Century, 1914-1991, op. cit., p. 26). 37. La figura del Presidente Wilson cuenta con numerosas biografías
escritas desde su fallecimiento. Tres de las más
recientes son las de Louis Auchincloss, Woodrow
Wilson (Nueva York: Viking Penguin, 2000); A. Clements Kendrick, Woodrow Wilson: World Statesman (Lawrence:
University Press of Kansas, 1987); Thomas J. Knock, To End All Wars: Woodrow Wilson and the Quest for a New World Order (Oxford:
Oxford University Press, 1992). 38. ‘Abdu'l-Bahá,
The Promulgation of Universal Peace, op. cit., p. 305. 39. Shoghi
Effendi, Citadel of Faith, op. cit., p. 32. 40. Ibídem., pp.
32-33. 41. En
su redacción definitiva, el artículo X del Convenio de la Liga no requería la
intervención militar colectiva en los supuestos de agresión, tan sólo se
limitaba a declarar: “(...) el Consejo recomendará los medios mediante los
cuales se deba dar cumplimiento a esta obligación”. 42. Shoghi
Effendi, The World Order of Bahá’u’lláh,
op. cit., pp. 29-30. 43. Shoghi
Effendi, Citadel of Faith, op. cit., pp. 28-29. 44. Ibídem, p. 7. 45. Selections from the Writings of the Báb (Haifa:
Bahá’í World Centre, 1978), p. 56. 46. Bahá’u’lláh,
The Kitáb-i-Aqdas, The Most Holy Book (Wilmette:
Bahá’í Publishing Trust, 1993), párrafo 88. 47. Tablets of Bahá’u’lláh Revealed after the
Kitáb-i-Aqdas (Wilmette: Bahá’í Publishing Trust, 1988), p. 13. 48. La cita hace referencia al valor del “consejo” dirigido por el Maestro
a las autoridades militares británicas, que aceptaron restaurar la vida civil
en la zona tras el derrocamiento del régimen turco, añadiendo que “todo su
influjo ha sido para bien”. Véase
Moojan Momen, ed., The Bábi and Bahá’í Religions, 1844-1944.. Some Contemporary Western
Accounts (Oxford.. George Ronald, 1981), p. 344. 49. The Bahá’í World, vol. XX (Haifa: Bahá’í
World Centre, 1976), p. 132. 50. Horace
Holley, Religion for Mankind (Londres:
George Ronald, 1956), pp. 243-244. 51. Will and Testament of ‘Abdu’l-Bahá (Wilmette:
Bahá’í Publishing Trust, 1991), p. 11. 52. Shoghi
Effendi, God Passes By, op. cit., p. 326. 53. Shoghi
Effendi, Bahá’í Administration (Wilmette:
Bahá’í Publishing Trust, 1998), p. 15. 54. Aunque la “tregua de Navidad” afectó principalmente a los soldados
británicos y alemanes, también participaron las tropas francesas y belgas: BBC
News, Online Network Summary of Brown, Malcolm and Shirley Seaton, “Christmas
Truce”. 55. Rú?íyyih
Rabbání, The Priceless Pearl (Londres:
Bahá’í Publishing Trust, 1969), pp. 121, 123. 56. Shoghi
Effendi, Bahá’í Administration, op. cit.,
pp. 187-188, 194. 57. En
un caso tras otro, la flagrante conducta de los hermanos, hermanas y primos de
Shoghi Effendi le dejó sin más alternativa que la de advertir a los bahá’ís del
mundo que habían violado la Alianza. 58. Shoghi
Effendi, The World Order of Bahá’u’lláh,
op. cit., p. 36. 59. Ibídem, pp. 42-43. 60. Ibídem, p.
202. 61. Ibídem, pp. 203-204. 62. Shoghi
Effendi, The World Order of Bahá’u’lláh, op. cit., p. 203. 63. Shoghi
Effendi, The Advent of Divine Justice,
op. cit., pp. 90, 19, 85. 64. Nabíl-i-A‘?am,
The Dawn-Breakers: Nabíl’s Narrative of
the Early Days of the Bahá’í Revelation (Wilmette: Bahá’í Publishing Trust,
1999), pp. 92-94. 65. Shoghi
Effendi, Bahá’í Administration, op. cit.,
p. 52. 66. Selections from the Writings of
‘Abdu’l-Bahá, op. cit., pp. 85-86,
(sección 38.5). 67. Shoghi
Effendi, The World Order of Bahá’u’lláh,
op. cit., p. 4. 68. Ibídem, p. 19. 69. Gleanings from the Writings of Bahá’u’lláh,
op. cit., p. 60, (sección XXV). 70. Shoghi
Effendi, The World Order of Bahá’u’lláh,
op. cit., p. 19. 71. Ibídem, p. 144. 72. Shoghi
Effendi, God Passes By, op. cit., p.
26. 73. The Bahá’í World, vol. X (Wilmette: Bahá’í Publishing Committee, 1949), pp.
142-149, ofrece un repaso detallado de la expansión de la Causa hasta la
conclusión del primer Plan de Siete Años. 74. Shoghi
Effendi, Messages to Canada, 2ª ed.
(Thornhill: Bahá’í Canada Publications, 1999), p. 114. 75. Shoghi
Effendi, God Passes By, op. cit., p.
365. 76. Gleanings from the Writings of Babá’u’lláh,
op. cit., p. 200, (sección XCIX). 77. Bahá’u’lláh,
The Kitáb-i-Íqán (Wilmette: Bahá’í
Publishing Trust, 1983), p. 31. 78. “En Europa, a comienzos del siglo XX, la mayoría de la población
aceptaba la autoridad de la moral (...) [Más tarde] los europeos más reflexivos
llegaron a creer en el progreso moral, creyendo que el vicio y barbarie humanos
estaban de retirada. Al final del siglo, resulta difícil mostrarse confiado
tanto en que haya una ley moral como en la existencia de un progreso moral”:
Jonathon Glover, Humanity: A Moral History
of the Twentieth Century (Londres: Jonathan Cape, 1999), p. 1. El estudio
de Glover se centra particularmente en el auge e influencia de las ideologías
del siglo XX. 79. Shoghi
Effendi, The Promised Day is Come, op.
cit., pp. 185-186. 80. Ibídem. 81. Gleanings from the Writings of Bahá’u’lláh,
op. cit., pp. 65-66, (sección XXVII). 82. Ibídem, pp. 41-42,
(sección XVII). 83. Women: Extracts from the
Writings of Bahá’u’lláh, ‘Abdu’l-Bahá, Shoghi Effendi and the Universal House
of Justice, compilado por el Departamento de Estudios de la Casa Universal
de Justicia (Thornhill: Bahá’í Canada Publications, 1986), p. 50. 84. Shoghi
Effendi, Messages to America (Wilmette:
Bahá’í Publishing Committee, 1947), p. 28. 85. Ibídem, pp. 9, 10, 14,
22. 86. Ibíd, p.
28. 87. Rú?íyyih
Rabbání, The Priceless Pearl, op. cit.,
p. 382. 88. Shoghi
Effendi, Messages to America, op. cit., p. 53. 89. Shoghi
Effendi, The World Order of Bahá’u’lláh,
op. cit., p. 46. 90. ‘Abdu’l-Bahá in Canada, op.
cit., p. 51. 91. ‘Abdu’l-Bahá,
Promulgation of Universal Peace, op. cit., p. 377. 92. ‘Abdu’l-Bahá,
Foundations of World Unity (Wilmette:
Bahá’í Publishing Trust, 1979), p. 21. 93. Lester Bowles Pearson (1897-1972) recibió el Premio Nobel de la
Paz en 1957 por sus propuestas de política internacional en el período
posterior a la segunda guerra mundial, particularmente por el plan que llevó al
establecimiento de las primeras fuerzas de emergencia de Naciones Unidas que
iban a actuar en el Canal de Suez en 1956, en respuesta a la crisis creada por
la invasión de Egipto por parte de los ejércitos británico y francés, que
actuaban de común acuerdo con las tropas de Israel tras la captura del Canal de
Suez por Egipto. El primer voto formal de sanciones internacionales contra una
agresión fue el adoptado en 1936 por la Sociedad de Naciones, cuando la Italia
fascista invadió Etiopía, y fue aclamado por Shoghi Effendi como: “un evento
sin paralelo en la historia humana” (Véase Shoghi Effendi, The World Order of Bahá’u’lláh, op. cit., p. 191) 94. Los tres Secretarios Generales de Naciones Unidas mencionados son,
por orden cronológico, Javier Pérez de Cuellar (1982-1991), Perú; Boutros
Boutros-Ghali (1992-1996), Egipto; Kofi Annan, (1997-actualidad), Ghana. 95. Anne Frank (1929-1945), joven judía, víctima del genocidio nazi,
capturada en la alcoba que le servía de refugio en Holanda, en agosto de 1944.
Fue enviada al campo de concentración de Belsen, donde murió una año más tarde.
Su diario se publicó en 1952 con el título The
Diary of a Young Girl (Diario de Ana Frank), que después sería llevado a los teatros y a las pantallas de cine.
Martin Luther King Jr. (1929-1968), clérigo norteamericano galardonado con el
Premio Nobel de la Paz, uno de los dirigentes principales de los derechos
civiles norteamericanos, asesinado el 4 de abril de 1968 en Memphis, Tennessee.
Su recuerdo se conmemora en Estados Unidos como fiesta nacional el tercer lunes
de enero. Paulo Freire (1921-1997), pedagogo innovador brasileño, cuya obra
pionera en la educación de adultos le valió renombre internacional, pero que le
deparó dos períodos de encarcelamiento en su propio país. Kiri Te Kanawa (1944-
), nacida en Nueva Zelanda, de orígen maorí, y hoy día una de las principales divas del mundo de la ópera. Fue investida en 1982 con el título
correspondiente a la Orden de Dame Commander del Imperio Británico por S.A.R.
la Reina Isabel II. Gabriel García Márquez (1928- ), escritor colombiano y
novelista, ganador en 1982 del Premio Nobel de Literatura; se vio obligado a
pasar los años 60 y 70 en exilio voluntario en México y España para escapar a
la persecución en su país de origen. Ravi Shankar (1920- ), compositor indio y
citarista, cuyo impresionante talento y giras por Europa y Norteamérica han
contribuido a despertar en todo Occidente el interés por la música india.
Andrei Dmitriyevich Sakharov (1921-1989), físico nuclear ruso, abandonó la
investigación científica para convertirse en portavoz de las libertades civiles
en la Unión Soviética, lo que le hizo acreedor del Premio Nobel de la Paz de
1975, mientras sufría un exilio interno en su propia patria. La “Madre Teresa”
(Agnes Gonxha Borjaxhiu, 1910-1997), nacida en Albania, monja católica de las
Misioneras de la Caridad, cuyo trabajo sacrificado a favor de los pobres, los
desahuciados y los moribundos de Calcuta le valieron el Premio Nobel de la Paz
de 1979. Zhang Yimou (1951- ), uno de los principales directores de la “Quinta
Generación” de cineastas chinos, ganador de numerosos premios profesionales en
reconocimiento a la sensibilidad visual de su impresionante labor. 96. Las tres nuevas Asambleas Espirituales Nacionales fueron las de
Canadá, que se constituyó en Asamblea Nacional aparte de la de Estados Unidos
en 1948, y las Asambleas Regionales de América Central y de las Antillas (1953),
y la de Suramérica (1953). 97. Shoghi
Effendi, Messages to the Bahá’í World,
1950-1957 (Wilmette: Bahá’í Publishing Trust, 1995), p. 41. 98. Ibídem, pp. 38-39. 99. Will and Testament of 'Abdul-Bahá, op. cit.,
p. 13 100. Bajo el liderazgo de los dos medio hermanos de ‘Abdu’l-Bahá, a
saber, Mu?ammad-‘Alí y Badí’u’lláh, junto con un primo, Majdi’d-Dín, el
grupo de violadores de la Alianza que habían ocupado desde tiempo atrás la
Mansión de Bahjí a la muerte de Bahá’u’lláh prosiguieron una campaña ininterrumpida
de ataques y maquinaciones contra el Maestro y el Guardián. Durante el Mandato
británico, se vieron forzados a evacuar la Mansión debido al estado de abandono
en que la habían dejado caer, lo que le permitió al Guardián restaurar el
edifico y establecer su carácter de lugar sagrado ante las autoridades civiles.
Posteriormente, Shoghi Effendi obtuvo del gobierno del recién establecido
Estado de Israel el reconocimiento de que todas las propiedades tenían este
mismo carácter privilegiado, a raíz de lo cual se emitió un mandamiento oficial
por el que se instaba a los restantes violadores de la Alianza a evacuar el
edificio en vergonzoso estado que todavía ocupaban junto a la Mansión. Al no
prosperar su apelación contra este juicio, se ejecutó la orden de desahucio y
el edificio fue derribado por orden del Guardián, con lo que felizmente
desaparecía la última tara que estorbaba el embellecimiento de la propiedad. 101. Tablets of Bahá’u’lláh revealed after the
Kitáb-i-Aqdas, op. cit., p. 68. 102. Will and Testament of ‘Abdu’l-Bahá, op. cit., pp. 19-20. 103. Consta una amplia descripción del papel desempeñado por las Manos de
la Causa durante estos años críticos en Amatu’l-Bahá Rú?íyyih Khánum,
Ministry of the Custodians (Haifa:
Bahá’í World Centre, 1997). 104. Shoghi
Effendi, The World Order of Bahá’u’lláh,
op. cit., p. 148. 105. Will and Testament of ‘Abdu’l-Bahá, op. cit., p. 20. 106. Universal
House of Justice, Messages from the
Universal House of Justice, 1963- 1986. The Third Epoch of the Formative Age
(Wilmette: Bahá’í Publishing Trust, 1996), p. 14. 107. El tema aparece mencionado en numerosos pasajes de The Priceless Pearl, op. cit. Véase en particular las páginas 79, 85, 90, 128 y 159. 108. Tablets of Bahá’u’lláh revealed after the
Kitáb-i-Aqdas, op. cit., p. 69. 109. ‘Abdu’l-Bahá,
The Secret of Divine Civilization, op. cit., pp. 96-97. 110. J. E.
Esslemont, Bahá’u’lláh and the New Era:
An Introduction to the Bahá’í Faith, 5ª ed. rev. (Wilmette: Bahá’í
Publishing Trust, 1998), p. 250. 111. Will and Testament of ‘Abdu’l-Bahá, op. cit., p. 11. 112. Shoghi
Effendi, The World Order of Bahá’u’lláh,
op. cit., p. 8. 113. Bahá’u’lláh,
The Kitáb-i-Aqdas, op. cit., párrafo
83. 114. Bahá’u’lláh,
Epistle to the Son of the Wolf
(Wilmette: Bahá’í Publishing Trust, 1988), p. 14. 115. Shoghi
Effendi, The World Order of Bahá’u’lláh,
op. cit., pp. 43, 195. 116. Ibídem,
p. 24. 117. Tablets of Bahá’u’lláh revealed after the
Kitáb-i-Aqdas, op. cit., pp.
66-67. 118. Shoghi
Effendi, The Advent of Divine Justice,
op. cit., p. 27. 119. The Establishment of the
Universal House of Justice, compilado por el Departamento de Estudios de la
Casa Universal de Justicia (Oakham: Bahá’í Publishing Trust, 1984), p. 17. 120. Universal
House of Justice, Messages from the
Universal House of Justice, 1963-1986. The Third Epoch of the Formative Age,
op. cit., p. 52. 121. Ibídem, p. 104. 122. Bahá’í
News, nº. 73, mayo 1933 (Wilmette: National Spiritual Assembly of the Bahá’ís
of the United States), p. 7. 123. El Instituto fue creado por la Casa Universal de Justicia en 1998
como organismo de la Comunidad Internacional Bahá’í, que da cuenta ante la Casa
de Justicia a través de la Oficina de Información Pública. Sus funciones lo
describen como organismo “dedicado a investigar tanto los elementos materiales
como espirituales que sustentan el conocimiento humano y los procesos de avance
social”. 124. El Centro tiene como objetivo “investigar la Fe bahá’í de modo
sistemático, incluyendo su cultura religiosa, su espíritu humanitario y su
ética religiosa”. 125. Citado
en Star of the West, vol. 13, nº. 7
(octubre 1922), pp. 184-186. 126. ‘Abdu’l-Bahá,
Tablets of the Divine Plan, op. cit., p. 54. 127. Comenzó hacia 1904, cuando el creyente y erudito iraní
?adru’?-?udúr estableció, contando con el aliento de
‘Abdu’l-Bahá, la primera escuela de formación de maestros de clases infantiles
para jóvenes bahá’ís de Teherán. Las clases eran diarias y los graduados, que
habían recibido también formación en otras religiones así como en diversos
aspectos de la Fe bahá’í, contribuyeron en gran medida a la expansión y
consolidación de la Causa en su tierra natal. 128. El modelo en cuestión es el “Instituto Ruhi”, cuyos materiales y
métodos han sido adoptados por numerosas comunidades bahá’ís de todo el mundo.
En lo principal su filosofía se basa en la compaginación de actividades de
servicio junto con el estudio de las propias Escrituras bahá’ís. El sistema, organizado
en torno a una serie de niveles de estudio (cuyo conjunto forma un eje
“troncal” de conocimientos que versan sobre las enseñanzas fundamentales de
Bahá’u’lláh) permite infinitas aplicaciones a la medida de las necesidades de
las comunidades que lo emplean. 129. Shoghi
Effendi, God Passes By, op. cit., p. xiii. 130. ‘Abdu’l-Bahá,
The Promulgation of Universal Peace, op. cit., pp. 43-44. 131. Moojan
Momen, The Bábí and Bahá’í Religions,
1844-1944. Some Contemporary Western Accounts, op. cit., pp. 186-187. 132. The Bahá’í World, vol. XV, op. cit., pp. 29, 36. 133. The Bahá’í World, vol. IV (Nueva York:
Bahá’í Publishing Committee, 1933), pp. 257-261. Incluye un breve relato histórico sobre la fundación del
Bureau y su funcionamiento. 134. The Bahá’í World, vol. III (Nueva York:
Bahá’í Publishing Committee, 1930), pp. 198-206. Contiene el texto de una Petición formal dirigida a la
Comisión Permanente de Mandatos de la Sociedad de Naciones por parte de los
bahá’ís de Irak, que resume la historia del caso. 135. Shoghi
Effendi, God Passes By, op. cit., p. 360. 136. El texto completo de la Declaración puede encontrarse en World Order Magazine, abril 1947, vol.
XIII, nº. 1. 137. The Bahá’í Question, Iran’s
Secret Blueprint for the Destruction of a Religious Community, An Examination
of the Persecution of the Bahá’ís of Iran (Nueva York: Bahá’í International
Community, 1999), preparado por la Oficina de Naciones Unidas de la Comunidad
Internacional Bahá’í para su distribución entre los miembros de la Comisión de
Derechos Humanos de Naciones Unidas. 138. Pasaje
de una alocución de Edward Granville Browne, publicada en Religious Systems of the World.. A Contribution to the Study of
Comparative Religion, 3ª ed. (Nueva
York: Macmillan, 1892), pp. 352-353. 139. Durante los nueve años de su existencia, la oficina se encargó de
ayudar al asentamiento de unos 10,000 refugiados bahá’ís iraníes en veintisiete
países. 140. Hasta la fecha noventa y nueve Asambleas Espirituales Nacionales han
recibido formación intensiva en el programa. 141. La Conferencia de Pekín sobre la Mujer permitía que cincuenta de
entre las dos mil organizaciones no gubernamentales participantes presentasen
sus declaraciones oralmente. Dado que la Comunidad Internacional Bahá’í ya
había disfrutado de este mismo privilegio en varias conferencias anteriores,
sobre todo en la de Río de Janeiro en torno al medio ambiente y en la de
Copenhague sobre el desarrollo económico y social, los representantes de la
Comunidad cedieron el turno que se les había adjudicado en favor del Centro de
Estudios sobre el Género de Moscú. 142. Un relato pormenorizado, incluyendo el texto de la decisión del
Tribunal Federal de Alemania, se encuentra en The Bahá’í 'World, vol. XX (Haifa:
Bahá’í World Centre, 1998), pp. 571-606. 143. Sessão Solene da Câmara
Federal, Brasilia, 28 de mayo, 1992, (reimpreso con traducción al inglés a
cargo de la Asamblea Espiritual Nacional de los Bahá’ís de Brasil, 1992). 144. Selections from the Writings of ‘Abdu’l-Bahá,
op. cit., pp. 34-36, (sección 15). 145. Sesión cincuenta y cuatro de
la Asamblea General de Naciones Unidas, Asunto 49 (b) del orden del día Medidas
y Propuestas de Reforma de Naciones Unidas: la Asamblea del Milenio de Naciones
Unidas, 8 de agosto de 2000, (Documento nº. A/54/959), p. 2. 146. Véase Commitment to Global
Peace, declaración de la Cumbre de Paz del Milenio de Dirigentes Religiosos
y Espirituales, elevada al Secretario General de Naciones Unidas Kofi Annan el
29 de agosto de 2000 durante una sesión de la cumbre celebrada en la Asamblea
General de Naciones Unidas. 147. Asamblea General de Naciones Unidas, Sesión cincuenta y cuatro, Asunto 61 (b) del Orden del Día La Asamblea
de Naciones Unidas del Milenio, 8 de septiembre de 2000, (Documento nº. A/
55/L.2), sección 32. 148. Los
objetivos respectivos de las tres grandes citas del Milenio, así como la
participación de la Comunidad Bahá’í en estas reuniones, se resumen en una
carta de la Casa Universal de Justicia dirigida a todas las Asambleas
Espirituales Nacionales de fecha 24 de septiembre de 2000. 149. Shoghi
Effendi, The World Order of Bahá’u’lláh,
op. cit., p. 42. 150. Gleanings from the Writings of Bahá’u’lláh,
op. cit., p. 297, (sección CXXXVI). 151. Bahá’u’lláh,
The Kitáb-i-Íqán, op. cit., p. 34. 152. Bahá’u’lláh,
Prayers and Meditations (Wilmette:
Bahá’í Publishing Trust, 1998), p. 295, (sección CLXXVIII). 153 Shoghi Effendi, The World Order of Bahá’u’lláh, op.
cit., p. 193. 154. Ibídem, p. 196. 155. Bahá’u’lláh,
The Kitáb-i-Aqdas, op. cit., párrafo 186. 156. Ibídem, párrafo 54. 157. Shoghi
Effendi, Messages to the Bahá’í World,
1950-1957, op. cit., p. 74. 158. Isaías
2:2. 159. Shoghi
Effendi, The Advent of Divine Justice,
op. cit., pp. 82-83. 160. Selections from the Writings of ‘Abdu’l-Bahá,
op. cit., p. 317, (sección 227.22). 161. The Proclamation of Bahá’u’lláh to the Kings
and Leaders of the World (Haifa: Bahá’í World Centre, 1967), p. 67. 162 Gleanings
from the Writings of Bahá’u’lláh, op.
cit., pp. 29-30, (sección XIV).
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